Capítulo 5: La Cacería Avanza Hacia el Norte
Frustrados por el limbo en el que se encontraba el caso de Dos Erres, activistas guatemaltecos iniciaron un proceso en contra de su propio gobierno en un tribunal internacional.
La acción legal generó la publicación del listado de Kaibiles sospechosos. Algunos habían muerto, pero había otros fugitivos. De pronto una ayuda de un lugar inesperado apareció: En Washington, D.C. la unidad especial del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (U.S. Immigration and Customs Enforcement, ICE) cuya misión es encontrar a los criminales de guerra que llegan a los Estados Unidos, se interesó en el caso.
Jon Longo, un agente de ICE en West Palm Beach, Florida, de estatura baja y una barbita en el mentón, recibió el caso. Este estadounidense de ascendencia italiana y originario de la ciudad de Boston, tenía 39 años y apenas dos en ese trabajo. Sin embargo, contaba con una maestría en psicología y había trabajado durante ocho años como terapeuta en una prisión. Tenía experiencia para hacer hablar a los criminales.
Investigadores de ICE sospechaban que Gilberto Jordán, uno de los Kaibiles incluidos en la lista, vivía en la comunidad de Florida de Playa Delray ubicada a media hora en auto desde la oficina de Longo. Jordán trabajaba como cocinero en dos country clubs de la zona. Longo recibió órdenes de investigar a Jordán. Si este participó en la masacre, Longo debía armar un expediente legal en su contra utilizando las leyes estadounidenses.
Jordán no podía ser juzgado por asesinato. Se había convertido en ciudadano de Estados Unidos y no podía ser deportado a Guatemala para enfrentar un proceso en ese país. EUA tampoco lo podía juzgar por un delito cometido muchos años antes en un país extranjero.
Longo revisó las leyes de inmigración de los Estados Unidos. Jordán, de 53 años, había declarado en sus formularios de naturalización que no fue miembro de las fuerzas militares ni cometió delitos en Guatemala. Si era cierto que había sido miembro del ejército o había participado en el ataque en Dos Erres, entonces había mentido en su declaración para conseguir la ciudadanía. De esa forma, había violado la ley estadounidense. Longo quería armar el caso de la manera más simple. Se preguntó a sí mismo: “¿Cómo pruebo que cometió esos delitos?”.
El agente Longo se metió a fondo en los documentos del caso sin perder de vista su meta. Jordán dejó Guatemala poco tiempo después de la masacre y entró por Arizona, sin documentos. En 1986 obtuvo su residencia legal en el país, gracias a una amnistía migratoria que se aprobó en Estados Unidos. Obtuvo su ciudadanía en 1999. Tenia tres hijos grandes—uno de ellos era miembro de los Marines de Estados Unidos y veterano de la guerra de Irak-.
Longo pidió el expediente militar de Jordán y confirmó las sospechas acerca de su pasado como soldado Kaibil. En Houston, agentes de ICE detuvieron a Alonzo, otro de los sospechosos en el caso Dos Erres. Alonzo era el ex-panadero de la patrulla que se llevo a Ramiro, el niño de cinco años que fue robado. Alonzo ya había sido deportado de Estados Unidos y volvió a entrar. ICE lo acusó de regresar a Estados Unidos sin documentos por segunda vez.
Longo entrevistó a Alonzo sobre Dos Erres a principios del 2010. También interrogó a Pinzón e Ibáñez, los Kaibiles arrepentidos que eran testigos. Le hablaron de las acciones de Jordán durante la masacre. En mayo de ese año, Longo estaba listo para arrestar a Jordán. Sin embargo, los fiscales estadounidenses le indicaron que necesitaba evidencias más contundentes que probaran que Jordán había participado en la masacre y que había mentido. Sin una evidencia sólida, como una confesión, la fiscalía no lo podría acusar.
Longo y sus superiores decidieron que era tiempo de visitar a Jordán en su casa. Era una medida arriesgada. Los asesinos tienden a confesar más fácilmente en las películas que en la vida real. Especialmente aquéllos con entrenamiento en operaciones clandestinas y en guerra psicológica.
Longo planificó su encuentro con mucho cuidado. Se enfrentaría a un soldado bien entrenado que podría estar armado. Reclutó a un agente de ascendencia latinoamericana, quien también era un veterano de las fuerzas especiales, para que el encuentro fuera más amigable.
Como permite la ley federal, ICE armó una estrategia para acercarse al fugitivo. Jordán había sido miembro de la guardia presidencial en su país. Así que le preguntarían sobre el reciente arresto en Estados Unidos del ex-presidente de Guatemala, Alfonso Portillo por corrupción y lavado de dinero. Después, le preguntarían sobre Dos Erres. Si Jordán no quería hablar tendrían que retirarse.
En la mañana del día del encuentro, Longo ordenó que agentes de ICE siguieran a la esposa de Jordán, quien trabajaba limpiando casas en el área cercana. Los agentes de ICE, por su parte, pensaban visitar a Jordán en su trabajo. Pero justo ese día decidió descansar en casa por enfermedad. Así que con sus chamarras con insignias de ICE los agentes se presentaron en la casa de Jordán en un barrio modesto multiétnico de Florida. La pick-up de Jordán estaba estacionada frente a la entrada de su cochera. Antes de bajarse de sus vehículos, los agentes dieron dos vueltas a la casa. La primera vez la puerta de la cochera estaba abierta. En la segunda, estaba cerrada.
Longo llamó a Jordán por teléfono y se identificó como un agente federal. Jordán lo invitó amablemente a su casa. Cuando el equipo tocó a la puerta, nadie respondió. Longo volvió a llamarle, pero esta vez no recibió respuesta. El tiempo avanzaba. Los agentes tenían las manos sobre sus revólveres.
“No tenemos una orden de cateo”, pensó Longo. “Quizás tiene un cañón allí adentro.”
Longo llamó a los agentes que vigilaban a la esposa de Jordán. Les pidió que la abordaran y le explicaran la situación. La esposa aceptó llamarlo. Jordán respondió a la llamada como un hombre acorralado.
“Vinieron a matarme”, le dijo a su mujer por el teléfono.
“No. Son americanos”, explicó la esposa.
“Están armados”, respondió Jordán.
Al final, la tensión se disipó y Jordán abrió la puerta e invitó a los agentes a entrar. Era bajo de estatura. Su pelo canoso tenía un corte militar. Su cara era arrugada. Vestido con una gorra de beisbol, camiseta y jeans, tenía aspecto de estar descansando. Se sentaron en la cocina alrededor de una mesa de madera rústica. Fotos de sus hijos colgaban en la pared. Comenzaron hablando de trivialidades en una mezcla de inglés y español. Pronto llegó a casa su esposa.
Jordán aceptó responder a las preguntas de los agentes y firmó un formulario de Derechos Miranda, dejando claro que sabía que tenía el derecho legal de no contestar preguntas si no quería. Admitió que fue un Kaibil. En su casa no exhibía ningún recuerdo militar porque a su esposa le daba miedo. Ella había escuchado historias de ex soldados atacados en los Estados Unidos por guatemaltecos que odiaban a los militares.
Longo había entrevistado a muchos asesinos en su vida profesional. Jordán no tenía la facha de ser uno. Aunque tranquilo y reservado, parecía querer hablar. “Nos está soltando pequeños pedazos de información”, pensó Longo.
“Tuve problemas en Guatemala,” dijo Jordán. “La gente dice que hice cosas. Hubo una masacre”.
“¿Dónde?”, preguntó Longo.
“En un lugar llamado Dos Erres”.
Longo no lo apresuró. La conversación volvió al tema de la masacre. Jordán respiró profundo. Entonces, contó la historia de Dos Erres. Les describió la carnicería alrededor del pozo.
“Todos”, dijo Jordán, y luego hizo gestos para indicar que tiraron a las victimas dentro del pozo. Comenzó a llorar. “Tiré a un bebe en ese pozo”, dijo.
Jordán conto cómo lloró en el momento en que mató al bebe. Negó haber violado a mujeres o a niñas. Su mujer escuchaba compungida. “Ya sabe de Dos Erres”, explicó Jordán.
“Sabía que este día iba a llegar”, les dijo. Longo pensó que se había quitado un gran peso de encima.
Después de 45 minutos de conversación, Longo agradeció a Jordán su franqueza. Su corazón latía fuerte. Salió al lado de la cochera y llamó a una fiscal federal para informarla de la declaración de Jordán. La fiscal sabia que Longo quería meter preso a Jordan en el acto. Pero le dijo a Longo que no le arrestara. Quería dejar constancia clara que la confesión fue voluntaria y sin ninguna presión.
“Dile que se presente en tu oficina mañana por la mañana, para una entrevista formal”, dijo la fiscal.
Al día siguiente, los agentes arrestaron a Jordán cuando se presentó con su abogado a la cita. En pocas semanas, decidió admitir su culpabilidad del delito de haber ocultado información y proporcionado declaraciones falsas en su forma migratoria.
La fiscalía quería que recibiera la sentencia máxima. En el juicio en una corte de Florida, Ramiro Cristales se presentó como testigo. Viajó desde Canadá donde vivía como refugiado. Longo pensó que encontraría a un hombre acabado pero Ramiro era un joven guatemalteco de 33 años lleno de valentía y madurez.
En su testimonio, Ramiro detalló cómo los Kaibiles entraron en la casa donde vivía con sus padres y sus seis hermanos. Los golpearon y los aterrorizaron.
“Comenzamos a rezar porque ellos nos dijeron: ‘si creen en Dios recen, porque nadie los va a salvar’”, Ramiro atestiguó.
No se sabe la precisión de los recuerdos que Ramiro tiene de ese día. Contó ante la corte que durante la masacre, se quedó en la iglesia con las mujeres y los niños. Los soldados tiraron a sus hermanitos al pozo.
La condena por el crimen de Jordán rara vez resulta en más de seis meses de cárcel. Pero el Juez del Distrito William J. Zloch estaba impactado por lo que escuchó en el juicio. Cuando el abogado de Jordán argumentó que su cliente no era un peligro para la comunidad, el Juez se enfadó aún más.
“¿Después de todas estas acusaciones?” demandó saber el Juez Zloch. “¿Cuánto más tiene que cometer después de este incidente? ¿Cuántas otras cabezas tiene que aplastar? ¿Cuántas otras mujeres tienen que ser violadas? ¿A cuántas otras personas tienen que disparar? ¿Cuántas?”.
En Septiembre 2010, Jordán recibió la sentencia máxima por el crimen: 10 años en una prisión federal.
Los investigadores de ICE volvieron a revisar la lista de Kaibiles y los buscaron en todo Estados Unidos. En el Condado de Orange en California, agentes de ICE encontraron a Pimentel, el ex-sargento que días después de las violaciones y asesinatos en Dos Erres había partido a la academia militar estadounidense en Panamá. Pimentel había recibido una Condecoración del Ejército de Estados Unidos por sus servicios. Cuando lo encontraron, vivía sin documentos y trabajaba en mantenimiento. Fue deportado a Guatemala para enfrentarse a la justicia.
Investigadores federales también averiguaron que Sosa, el sub-teniente que supuestamente tiró la granada en el pozo de Dos Erres, era ciudadano estadounidense y un reconocido instructor de artes marciales en el Condado de Orange. Sosa se había mudado a Canadá, donde lo detuvieron y ahora está en prisión, esperando ser deportado para un juicio en California por falsificación de su forma migratoria. Alonzo, el Kaibil que raptó a Ramiro, también se declaró culpable en Houston y aceptó atestiguar contra Sosa, su antiguo oficial superior.
Capítulo 6: Cocorico2
Las detenciones en Estados Unidos dieron nuevos aires a la investigación de la fiscal Romero.
El Ejército de Guatemala recibió mejor las indagaciones de autoridades estadounidenses que las de sus propios fiscales. Entregaron documentos sobre los comandos fugitivos detenidos por ICE. Los investigadores estadounidenses, por su parte, compartieron los documentos con sus colegas en Guatemala. La confesión de Jordán reforzó el caso contra más de una docena de sospechosos que eran fugitivos.
La atmósfera en Guatemala había cambiado. Para finales de 2010, el Presidente Álvaro Colom nombró un nuevo fiscal general. Claudia Paz y Paz era la primera mujer del país en ese cargo. Paz y Paz comenzó una campaña sin precedentes contra los violadores de derechos humanos. Acusó al ex dictador Ríos Montt de genocidio y de crímenes de ‘lesa humanidad’.
Además, la Corte Inter Americana de Derechos Humanos en Costa Rica había dado un fallo a favor de los activistas de derechos humanos guatemaltecos. El edicto forzaba a la Corte Suprema de Guatemala a continuar con el caso de Dos Erres.
En el 2011, después de 15 años de investigación, la fiscal auxiliar Romero ordenó nuevos arrestos. La policía capturó a tres de los Kaibiles implicados en el caso y a Carías, el ex comandante de Las Cruces.
Los investigadores se enfrentaban a situaciones hostiles y peligrosas. Un testigo fue asesinado. Familias de militares en los barrios de Ciudad de Guatemala donde vivían los ex militares sospechosos amenazaban a la policía cuando llegaba a buscar criminales de guerra. El Coronel Roberto Aníbal Rivera Martínez, quien como teniente había sido comandante de la patrulla de Dos Erres, pudo huir cuando las autoridades llegaron a su casa ya que tenía un túnel conectado a otro inmueble. Los fiscales sospechaban que algunos de los fugitivos de Dos Erres, y otros casos, vivían protegidos en bases militares o en áreas dominadas por militares.
Uno de los Kaibiles detenidos habló de los dos niños robados en su declaración en Ciudad de Guatemala. El juez supervisor ordenó a Romero que redoblara sus esfuerzos para encontrar a Óscar. Años atrás, la renuencia de la familia de Óscar en Zacapa había acabado con la esperanza de encontrarlo. La historia que se publicó en el periódico tampoco ayudó al caso de la fiscalía.
Ahora, existía otra oportunidad. En mayo del 2011, Romero regresó a Zacapa, donde Óscar creció. Otra vez visitó a su tío, el reconocido doctor en esa región. En la primera visita hacía unos años, el doctor la había acusado de difamar el nombre del Teniente Ramírez con sus preguntas sobre el origen de Óscar. Esta vez, el médico parecía algo más cooperativo. Le dijo que Óscar vivía en los Estados Unidos con su esposa e hijos, pero que no tenía su número telefónico. Sin embargo, le dio una pista.
“El apodo de su mujer es La Flaca”.
Con ese detalle, Romero y sus investigadores preguntaron al dueño de una pequeña tienda, quien les ayudó a encontrar a los familiares de la esposa de Óscar en un caserío cercano. La fiscal entrevistó a la familia de la esposa y ellos le dieron el correo electrónico de Óscar. La dirección tenía la palabra ‘Cocorico2’. Romero entendió que Óscar utilizaba el mismo apodo que el Teniente Ramírez.
Unos días después, el mismo Óscar llamó a Romero al escuchar de su visita a sus suegros. Ella no quiso hablarle mucho. No quería tirarle una bomba así por teléfono.
Romero se sentó frente a su computadora a escribirle un correo electrónico. Se esmeró en encontrar las palabras adecuadas que le explicaran a Óscar que su vida hasta ahora, había sido una mentira. Romero sabía que Óscar vivía en EUA sin documentos. Se imaginó su existencia tan lejos de su patria. Pensó en cómo lo impactaría el mensaje.
¿Necesitaría ayuda psicológica después de recibir la noticia?
Continuó con su mensaje. Lo tenía que hacer. Comenzó así: “Usted no me conoce”.
Cuando Óscar terminó de leer el mensaje en Framingham, su cabeza se volvió un torbellino de pensamientos confusos. La fiscal insinuaba que había tenido una vida completamente diferente hasta los tres años. Lo encontraba difícil de creer. No podía recordar ninguna imagen de Dos Erres. La familia que conocía como la suya en Zacapa lo había tratado como uno de ellos.
Luego volvió a pensar en el artículo en el periódico sobre él y Ramiro de hacía una década. Ésa fue la historia que sus familiares de Zacapa le dijeron que era impensable. Sus dudas de aquella época surgieron de nuevo.
Óscar volvió a llamar a Romero y aceptó hacerse una prueba de ADN. El 20 de junio del 2011, Fredy Peccerelli, un investigador de derechos humanos guatemalteco, lo visitó en Framingham. Estaba allí para recoger la evidencia que determinaría la identidad verdadera de Óscar para siempre.
Los dos se llevaron bien. Peccerelli tenía la cabeza rapada, el físico de un levantador de pesas y un acento de Bensonhurst, el barrio italiano de Brooklyn, New York. Parecía más un héroe de acción que un científico y luchador de derechos humanos.
Nacido en Guatemala y criado en Brooklyn, Nueva York, Pecerelli, a sus 41 años es uno de los mejores antropólogos forenses en Latinoamérica. Su organización, la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), apoya en investigaciones sobre violaciones de derechos humanos. Hacen exhumaciones en sitios donde ocurrieron masacres y en cementerios clandestinos. Las pruebas de ADN se llevan a cabo en un laboratorio de alto nivel científico localizado detrás de unas paredes altas con concertina de seguridad, en la Ciudad de Guatemala.
En 2010, la Fundación de Peccerelli analizó los restos de Dos Erres recolectados por el equipo argentino en 1995. El equipo de Peccerelli utilizó nueva tecnología sofisticada para extraer ADN de los familiares de las victimas de Dos Erres y buscar conexiones.
Cuando Peccerelli se encontró con Óscar, intentó imaginarse cómo había sobrevivido cuando era un niño. ¿Había visto a toda su familia ser asesinada?
Peccerelli quería proteger a Óscar. El joven se mostró precavido. Peccerelli le dijo que él sabía lo que significaba ser un inmigrante escondido en las sombras. Su padre había sido un abogado en Guatemala. Cuando Peccerelli era un niño, su familia tuvo que huir por amenazas de muerte y se trasladó a los Estados Unidos.
Poco a poco, Oscar se sinceró. Le contó sobre su odisea de Guatemala a EUA. Peccerelli tomó la muestra de ADN. Después, Oscar y su esposa prepararon una gran cena para todos los presentes.
Peccerelli había pasado toda su vida profesional uniendo las piezas de esqueletos destruidos. Hoy, por primera vez, estaba frente a una evidencia viviente. Tenía la rara oportunidad de hacer preguntas importantes.
En otros casos de robo de niños por soldados, los menores habían sufrido abusos, como Ramiro. Algunos habían sido forzados a dormir con los animales y a trabajar 20 horas al día. Peccerelli estaba fascinado al escuchar esta experiencia de primera mano.
“¿Cómo te trataron?”, le preguntó a Oscar.
“Donde yo crecí, crecí bien”, le respondió Oscar de forma serena y lacónica. “No fui tratado diferente de los otros niños”.
Peccerelli regresó a Guatemala para terminar la prueba de ADN. Se quedó con la impresión de que Óscar quería saber más, pero al mismo tiempo tenía muchas dudas.
En algún lugar de su alma, Peccerelli pensó, Oscar no quiere que esto sea verdad.
Capítulo 7: “Las penas nadan”
Óscar esperó alrededor de seis semanas los resultados de la prueba de ADN.
El 7 de agosto, Peccerelli le llamó desde Ciudad de Guatemala. Le explicó que las pruebas habían descartado una de las teorías de la fiscalía: que Óscar y Ramiro podían ser hermanos.
“Gracias”, dijo Óscar. “No me sorprende”.
Peccerelli hizo una pausa. Había más.
“Encontramos a tu padre biológico”, le dijo a Óscar. “Es un señor llamado Tranquilino”.
Óscar volteó a ver a Nidia. Le dijo las palabras que aún le costaba creer: “Encontraron a mi padre”.
Tranquilino Castañeda había sido un campesino en Dos Erres. Había escapado de la masacre porque se encontraba trabajando la tierra en otro pueblo. Por casi treinta años, pensó que los militares habían asesinado a su esposa y a sus nueve hijos.
Óscar era el más joven de ellos: Su nombre real era Alfredo Castañeda.
Peccerelli, Aura Elena Farfán y otros investigadores armaron una conversación en video entre los dos sobrevivientes.
Óscar pudo ver a su padre a través de la pantalla de la computadora. Castañeda era un hombre larguirucho, de 70 años, con un sombrero vaquero. Su rostro evidenciaba décadas de trabajo, soledad y tristeza.
Los investigadores habían tomado muestras del ADN de Castañeda, pero nunca le contaron sus sospechas sobre quién era Óscar. Cuando tenían la certeza y decidieron contarle, llevaron a un médico por si las dudas. Una de las investigadoras de derechos humanos acercó la silla del hombre a la suya y se inclinó.
“Le voy a contar algo”, le dijo. “¿Conoce a esa persona? Al tipo que aparece en la pantalla”.
“No, no tengo idea de quién es”, contestó Castañeda.
“Es su hijo”.
Castañeda se quedó pasmado. Su reacción fue más bien triste y de desconcierto que de alegría. El grupo se junto alrededor de él, mientras el viejo se tomaba un trago de licor.
El padre miraba la pantalla sin dar crédito. Intentó comparar el rostro del hombre a cuatro mil kilómetros de distancia con el del niño regordete y pequeño que recordaba. Mientras los demás miraron con lágrimas en los ojos, Castañeda llamó a su hijo por su verdadero nombre.
“Alfredito”, le dijo. “¿Cómo estás?”
La conversación era emotiva e incómoda. Óscar no sabía qué decir. Castañeda le preguntó si recordaba que le faltaban sus dientes delanteros cuando era pequeño. El joven le dijo que lo recordaba. Pasaron tiempo sólo mirándose uno al otro.
Padre e hijo hablaron de nuevo por teléfono y por Skype. Pronto, se encontraron hablando cada día, conociéndose más, llenando las tres décadas que pasaron separados.
La familia del teniente estaba igualmente sorprendida, pero no tenían rencor aparente. Invitaron a Castañeda a visitarlos a Zacapa y se maravillaron al ver la semejanza entre el viejo y el hombre que conocían como Óscar. Castañeda se unió a una barbacoa que organizaron los Ramírez. En fotos que la familia le envió a Óscar su padre lucía años más joven.
Castañeda quedó destrozado por la pérdida de su familia. Tras la masacre, se refugió en una choza en la selva. Nunca se volvió a casar y bebió tanto como una persona puede llegar a beber.
“Pensé que podría ahogar mis penas, pero no se puede”, dijo Castañeda. “Las penas nadan”.
La nueva y profunda relación de Óscar con su padre lo llevó a otro mundo. Tuvo mucho que pensar. Aunque hablaba fácilmente de algunos temas –el trabajo, el fútbol, la vida como un inmigrante indocumentado– le tomó un gran esfuerzo abrirse a las maravillas y traumas de ese año pasado.
La persona con la que pudo hablar sobre el tema fue Ramiro, el otro sobreviviente raptado. Tuvieron largas charlas por el teléfono. Se hacían preguntas sin respuesta.
¿Por qué los soldados les habían perdonado la vida?
¿Qué clase de hombre asesina familias pero decide salvar y criar a un niño?
Durante las dictaduras en Argentina y El Salvador, el robo de infantes de familias de izquierda se volvió un tráfico organizado y a veces rentable. Por su ideología, los secuestradores querían eliminar otra generación de futuros subversivos, raptándolos y vendiéndolos a familias de derecha.
En Guatemala esos crímenes eran más oportunistas y menos sistemáticos. Los investigadores oficiales estimaban que los militares habían secuestrado a más de 300 niños durante la guerra civil. En una sociedad pobre y rural, la historia de Ramiro de maltratos y abusos, era algo común.
La experiencia de Óscar resaltaba porque su familia le había tratado bien. Los investigadores piensan que el teniente lo llevó a su casa para darle el gusto a su madre, quien se quejaba de no tener un nieto.
Óscar finalmente entendió que su padre “adoptivo” supervisó los asesinatos de sus hermanos y de su madre. Leyó sobre los horrores ‘medievales’ de la masacre. Se dio cuenta de que una foto en el álbum del teniente –con soldados posando con un aparente prisionero atado—mostraba una escena que pudo ser igual que la del “guía” asesinado después de Dos Erres.
Sentado en la mesa de la cocina, examinó tranquilamente el álbum de fotos. Pensó en dos hechos: El teniente lo había salvado y la familia Ramírez lo había tratado como uno de los suyos.
“Aún es un héroe para mí”, dijo Óscar. “Lo veo de la misma forma como lo hacía antes”.
Y de repente: “Él estaba en el ejército, allí te dicen cosas y tienes que hacerlas. Especialmente en tiempos de guerra, aunque no quieras”.
Para los investigadores, Óscar se había convertido en un poderoso testigo al que había que proteger. Peccerelli lo ayudó a encontrar a un importante abogado estadounidense. Scott Greathead, un socio de la firma Wiggin and Dana en Nueva York tenía una trayectoria de activismo en derechos humanos en Latinoamérica por las ultimas tres décadas. Entre sus casos más importantes, Greathead representó a familias de monjas de EUA que fueron violadas y asesinadas por soldados salvadoreños en 1980.
Greathead y sus colegas en Boston compilaron una demanda en busca de asilo político para Óscar en EUA, bajo los argumentos de que sería un objetivo potencial si volvía a Guatemala.
“Hay gente”, dijo Óscar, “que no quiere desenterrar el pasado”.
Capítulo 8: Dos Guatemalas
El pasado agosto, una corte guatemalteca declaró culpables de asesinato y violación de los derechos humanos a tres ex soldados del escuadrón de Dos Erres. Recibieron sentencias de 6,060 años de prisión, equivalente a treinta años por cada una de las 201 victimas, más treinta por crímenes de ‘lesa humanidad’.
La corte condenó y sentenció al coronel Carías, el ex teniente y comandante local que ayudó a planear y encubrir el asalto, por los mismos crímenes. También recibió seis años adicionales por el saqueo a la aldea.
Hace dos meses otra corte de Guatemala sentenció a 6,060 años de cárcel a Pimentel, el ex-instructor de la Escuela de las Américas quien fue arrestado y deportado por agentes de ICE en California. Durante el juicio, los fiscales incluyeron la historia de Óscar por primera vez, añadiendo la prueba de ADN como evidencia.
La fiscal general Paz y Paz dijo que las condenas sentaron un mensaje sin precedentes.
“Es muy importante por la gravedad de los hechos”, dijo en una entrevista. “Antes, parecía imposible”.
El caso de ninguna manera queda cerrado. Siete sospechosos continúan prófugos, incluyendo dos altos mandos del escuadrón. Las autoridades piensan que pueden estar en los Estados Unidos o en Guatemala, protegidos por poderosos nexos con el ejército y el crimen organizado.
Las condenas han provocado resentimientos. Los críticos alegan que el enfoque de la izquierda en casos de derechos humanos está lejos de la realidad. La mayoría de los guatemaltecos menores de 30 años están más preocupados por la inseguridad, la pobreza y el desempleo, según el reciente presidente electo Otto Pérez Molina, un ex general y miembro, en un momento, de la escuela Kaibil.
Cuando se trata de perseguir las atrocidades, el presidente sigue una estrecha línea. El hombre de 61 años hizo su campaña electoral con una plataforma de mano dura contra el crimen. Pérez Molina jugó un papel importante durante las negociaciones de paz en los años noventa. Desde entonces ha tratado mantener el perfil de un militar moderado. Tras una incertidumbre inicial acerca de sus intenciones, expresó su apoyo a la fiscal general Paz y Paz, y al equipo especial de la ONU encargado de investigar la corrupción.
Por otro lado, Pérez Molina acusa a la izquierda de exagerar los abusos por parte del ejército y de perder de vista el contexto histórico de las atrocidades. Sostiene que Guatemala, como el resto de Centroamérica, tiene retos más inmediatos.
“Hay casos emblemáticos, como Dos Erres”, mencionó Pérez Molina en una entrevista. “Creo que las cortes son las que se deben encargar de dar respuestas. Los casos emblemáticos deben conocerse, pero no es el camino o la ruta que debe seguir Guatemala, al estancarse en estas peleas en los tribunales”.
Centroamérica se ha convertido en la primera línea en la guerra contra el narcotráfico al sur de México. La administración de Obama está luchando contra el crecimiento de las mafias en Guatemala, Honduras y El Salvador por el tráfico de cocaína y de migrantes. Los ataques amenazan con rebasar la región. La taza de 38 homicidios por cada 100 mil habitantes en Guatemala es casi diez veces la de EUA. Se combina con una tasa de impunidad de 96 por ciento. Los números en Honduras y El Salvador son peores.
En respuesta, Pérez Molina, busca una cooperación regional y apoyo de EUA, así como una mayor participación del ejército. Cree que se deben desplegar fuerzas Kaibiles en misiones quirúrgicas contra el crimen, algo opuesto al combate frontal que lleva a cabo México contra los cárteles.
Los legisladores norteamericanos y activistas de derechos humanos están preocupados por la entrada de militares en la guerra contra las drogas, especialmente los Kaibiles. Podría significar nuevos abusos contra civiles. Sin embargo, Pérez Molina dice que las críticas se quedaron atadas al pasado. “Pensar que el ejército en el 2012 es el mismo que existió en los setenta u ochenta, es un gran error”, dice.
Los militares insisten que las fuerzas armadas se han reformado. Niega acusaciones de que altos mandos han interferido en las investigaciones, como el caso de Dos Erres.
Los investigadores siguen creyendo que el ejército –o facciones del mismo—aún están jugando un rol siniestro.
Días después del veredicto del caso Dos Erres, un auto se acercó a Peccerelli mientras conducía con un antropólogo norteamericano en Ciudad de Guatemala. Un hombre en el otro coche se asomó por la ventana y acuchilló un neumático de Peccerelli. Temiendo una emboscada, este huyó a toda velocidad.
Algunos días más tarde, una carta amenazante llegó a casa de su hermana. Describía los movimientos recientes de Peccerelli cuyo trabajo como forense dio evidencia clave durante el proceso de Dos Erres. Prometía venganza por las sentencias dictadas.
“Por tu culpa, los nuestros van a sufrir”, decía la nota. “El neumático no fue nada. La próxima vez será tu cara. Hijo de puta, los tenemos vigilados a todos, a tus hijos, tus coches, tu casa, escuelas…Cuando menos te lo esperes, morirás. Entonces, revolucionarios, tu ADN no servirá para nada”.
La fiscalía dice que las amenazas no los detendrán.
“Estamos haciendo esto, justamente para que no haya dos Guatemalas”, dijo la fiscal Paz y Paz. “Para que no haya una Guatemala con acceso a la justicia y otra donde los ciudadanos no tengan ese acceso”.
Óscar conoce hoy las dos Guatemalas. Aún intenta de entender que significa todo esto. Dos Erres fue una de las 600 masacres durante la guerra. El patrón recurrente en el mapa: Mujeres violadas, niños masacrados, poblaciones enteras borradas. Óscar está listo para testificar en futuros juicios.
“Para mí, sí, es importante investigar Dos Erres porque estoy conectado a esto”, dijo. “Probablemente si no me hubiera sucedido a mí, habría dicho “Mira la violencia en Guatemala hoy, esos otros temas ya son algo pasado”.
“Antes pensaba que la guerrilla y el ejército se mataban entre sí durante la guerra. Pero no sabía que masacraban a gente inocente. Imagino que hay una conexión entre la violencia del pasado y la del presente. Si no agarran a esta gente, seguirá extendiéndose. La gente hace lo que quiere”.
El padre de Óscar no hace mucha introspección política. Su nueva misión es conocer a su hijo en persona. Peccerelli y la activista Farfán planean llevarlo a los Estados Unidos pronto. La espera lo tiene ansioso. Aún sufre problemas con el alcohol y a veces también con su memoria.
Hay cosas que no ha olvidado. Durante una conversación en Ciudad de Guatemala, Castañeda hizo una petición repentina.
“¿Puedo dar los nombres de mis hijos?”, preguntó.
Recitó la lista: Esther, Etelvina, Enma, Maribel, Luz Antonio, César, Odilia, Rosalba…
Y Alfredo, el menor, ahora conocido como Óscar.
“Creo que es mi deber mencionarlos porque eran mis hijos”, dice el padre. “De los nueve, uno sigue vivo. Todos los demás han muerto”.
(*) Con reportes por Habiba Nosheen, especial para ProPublica, y Brian Reed, This American Life.