Treinta años atrás, en 1982, una patrulla de kaibiles, los comandos del ejército de Guatemala, perpetró una matanza en el remoto caserío de Dos Erres, que culminó con el virtual exterminio de sus habitantes. Más de 250 mujeres, hombres y niños fueron asesinados en uno de los episodios más salvajes de la brutal guerra interna guatemalteca.
En 2011, en un suburbio de Boston, un inmigrante de Guatemala recibió una carta inesperada que dio lugar a una dolorosa revelación…
Ahí empieza la narración del reportaje investigado y escrito por Sebastian Rotella, de ProPublica, de Estados Unidos; y Ana Arana, de la Fundación Mepi, de México, publicado este viernes 25 en ambos medios (y como libro electrónico), que IDL-R reproduce aquí con el permiso de los autores.
La investigación de los veteranos periodistas fue complementada con el reportaje de Habiba Nosheen, de ProPublica; y Brian Reed, del programa radial This American Life.
A la par de este notable reportaje, la publicación guatemalteca de periodismo de investigación digital, Plaza Pública, realizó también un amplio informe sobre el caso, cuya autora fue Louisa Reynolds. La primera entrega fue publicada el 26 de abril de este año y se puede leer aquí.
Capítulo 1: “Usted no me conoce”
La llamada de Guatemala puso a Óscar en guardia.
“Unos fiscales vinieron a buscarte”, le dijeron familiares de su pueblo. “Son gente influyente de Ciudad de Guatemala. Quieren hablar contigo”.
Óscar Alfredo Ramírez Castañeda tenía mucho que perder. A pesar de que vivía sin documentos en los Estados Unidos, a sus 31 años había logrado crear una vida estable. Tenía dos empleos a tiempo completo para mantener a sus tres hijos y a su mujer, Nidia. Se habían establecido en una casa pequeña pero alegre en Framingham, un barrio obrero de Boston.
Óscar generalmente se esforzaba por mantenerse lejos de las autoridades. Sin embargo, llamó a la fiscal de Ciudad de Guatemala. Ella le dijo que quería hablar de un tema delicado sobre su niñez y de una masacre ocurrida durante la guerra civil de Guatemala. Prometió explicarlo todo en un correo electrónico.
Días después, Óscar se sentó frente a su computadora en su sala repleta de juguetes, trofeos de escuela, fotos de familia, un crucifijo y recuerdos de su país. Había llegado a casa tarde, después del trabajo, como siempre. Nidia, con siete meses de embarazo, descansaba en un sillón cercano. Los niños dormían arriba.
Los ojos verdes de Óscar miraron la pantalla. El correo había llegado. Respiró profundo y dio clic.
“Usted no me conoce”, empezaba.
La fiscal decía que estaba investigando un episodio violento de la guerra, un caso que la había afectado profundamente. En 1982, una patrulla de comandos especiales había asaltado el pueblo de Dos Erres y había masacrado a más de 250 hombres, mujeres y niños.
Dos niños pequeños que sobrevivieron fueron robados por los comandos. Veintinueve años después, quince desde que la fiscalía había empezado su búsqueda de los asesinos, la fiscal había llegado a la conclusión de que Óscar era uno de los niños secuestrados.
“Yo tengo conocimiento que usted fue muy querido y bien tratado por la familia con quienes se crió”, escribió la fiscal. “Yo espero que todo esto que le estoy contando usted tenga la suficiente madurez para asimilarlo de una manera adecuada, yo lo hago de su conocimiento en base al derecho a saber la verdad que tienen todas las personas víctimas de violaciones a los Derechos Humanos.”
“El punto Oscar Alfredo es que usted aunque no lo sabía, fue una víctima de ese triste hecho que le comento, al igual que ese otro niño que le cuento que encontramos, así como los familiares de las personas que fallecieron en ese lugar”.
Para entonces, Nidia leía por encima de su hombro. La fiscal dijo que podía acordar una prueba de ADN para confirmar su teoría. Le ofreció un incentivo: ayudar a Óscar con su proceso migratorio en los Estados Unidos.
“Esta es una decisión que usted debe tomar”, escribió.
Óscar repasó imágenes de su niñez rápidamente en su cabeza. Se esforzó por relacionar las palabras de la fiscal con sus propios recuerdos. No conoció a su madre, tampoco su padre, quien nunca se casó. El teniente Óscar Ovidio Ramírez Ramos había muerto en un accidente cuando él apenas tenía cuatro años. La abuela de Óscar y sus tías lo habían criado inculcándole un profundo respeto hacia su progenitor.
Según la familia, el teniente había sido un héroe. Se graduó como el primero en su clase, se convirtió en un soldado de élite y había ganado medallas en combate. Óscar atesoraba la boina militar roja y su añejo álbum de fotos. Le gustaba hojear las imágenes que mostraban a un oficial fornido de sonrisa joven, en un tanque, cargando la bandera.
El sobrenombre del teniente era un diminutivo de Óscar: Cocorico. Y Óscar se llamaba a sí mismo, “Cocorico Dos”.
Si las sospechas de la fiscal eran correctas, Óscar no sabía quien era. No era el hijo de un honorable soldado. Era la víctima de un secuestro, un trofeo de batalla, la prueba viviente de una masacre.
A pesar de lo abrumador de la revelación, Óscar tuvo que admitir que no era del todo una sorpresa. Diez años antes, alguien le había enviado un artículo de un periódico guatemalteco sobre Dos Erres. Mencionaba su nombre y el supuesto rapto. Pero su familia en Guatemala lo había convencido de que la idea era descabellada, un mero invento de la izquierda.
Lejos de la cruda realidad de Guatemala, Óscar decidió olvidarse de la historia. El país que había dejado detrás era uno de los más desesperados y violentos en todo el continente americano. Alrededor de 200 mil personas murieron en la guerra civil que terminó en 1996. Los militares, acusados de genocidio, todavía conservaban mucho poder.
Ahora, el caso estaba arrastrando a Óscar dentro de la lucha que Guatemala libraba al enfrentarse con su pasado trágico. Si se realizaba la prueba de ADN y los resultados eran positivos, su vida se transformaría de manera peligrosa. Se convertiría en una evidencia de carne y hueso en la búsqueda de justicia para las víctimas de Dos Erres. Tendría que aceptar que su identidad, su vida entera, había estado basada en una mentira. Además, se convertiría en un posible objetivo de las fuerzas poderosas que buscaban mantener enterrados los secretos de Guatemala.
Los guatemaltecos se encontraban en un dilema similar. Estaban divididos acerca de como castigar los crímenes del pasado en una sociedad rebasada por la impunidad. Los asesinos y torturadores uniformados de los ochenta habían contribuido a crear las mafias, la corrupción y el crimen que azotaban a los pequeños países de Centroamérica. La investigación de Dos Erres era parte de la batalla contra la impunidad, de la lucha por un mejor futuro. Pero las pequeñas victorias tenían grandes costos potenciales: represalias y conflictos políticos.
Al igual que su país, Óscar tenía que elegir si quería enfrentar una verdad dolorosa.
Capítulo 2: “No somos perros para que nos maten”
El otoño de 1982 fue tenso en Petén, una región al norte de Guatemala, cerca de México.
Las tropas militares en la zona combatían al grupo guerrillero conocido como las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). La campaña de contrainsurgencia alrededor de la nación era metódica y brutal. El dictador Efraín Ríos Montt, un general que había tomado el poder después de un Golpe de Estado en marzo, arrasaba con poblados rurales sospechosos de alojar y proteger a los rebeldes.
Aunque habían ocurrido enfrentamientos cerca de Dos Erres, la aldea estaba escondida en un área remota y selvática y era relativamente tranquila. Había sido fundada apenas cuatro años antes, mediante un programa de reparto agrario del gobierno. A diferencia de las áreas donde los rebeldes reclutaban agresivamente entre los indígenas del país, los habitantes de Dos Erres eran principalmente ladinos (guatemaltecos de ascendencia blanca e indígena). Las sesenta familias que vivían en este terreno muy fértil, cultivaban frijol, maíz y piñas. Los caminos no estaban pavimentados, pero había una escuela y dos iglesias, una católica y otra evangélica. El nombre del pueblo, Dos Erres, homenajeaba a sus fundadores, Federico Aquino Ruano y Marcos Reyes.
En octubre, el ejército sufrió una humillante derrota en la cual guerrilleros mataron a un grupo de soldados y robaron alrededor de veinte rifles. A principios de diciembre, inteligencia militar indicó que las armas robadas estaban en el área de Dos Erres. El ejército envió a sus comandos especiales, los Kaibiles, a recuperar las armas y a darles a los habitantes un castigo.
Los comandos representaban la punta de lanza en una ofensiva anti-guerrillas que ya había recibido varias condenas internacionales. Kaibil significa “aquél que tiene la fuerza y la astucia de dos tigres” en la lengua indígena Mam. Con un entrenamiento notoriamente duro en técnicas de supervivencia, contrainsurgencia y guerra psicológica, los Kaibiles eran considerados como las fuerzas especiales más violentos de Latinoamérica. Su lema: “Si avanzo, sígueme; si me detengo, aprémiame; si retrocedo, mátame”.
El plan era encubrir la identidad de los invasores. El 6 de diciembre de 1982, en una base en Petén, se formó un escuadrón de veinte Kaibiles, disfrazados como guerrilleros, con camisetas verdes, pantalones de civil y brazaletes rojos. Cuarenta efectivos uniformados que les acompañarían tenían órdenes de apoyarles con un cerco de seguridad y evitar que alguien entrara o saliera. Todo lo que sucediese en Dos Erres, se responsabilizaría a la izquierda.
Las tropas salieron a las 10 p.m. en dos camiones civiles. Condujeron hasta la medianoche. Después incursionaron durante dos horas por la densa y húmeda selva. Eran guiados por un guerrillero cautivo obligado a participar en la misión.
A las afueras de la aldea, el escuadrón de ataque se desplegó como siempre: por grupos de asalto, municiones, apoyo de combate, perímetro, y mandos.
El grupo de mando tenía un operador de radio que se comunicaría durante la operación con mandos superiores situados en otros lugares. El grupo de asalto consistía en expertos en interrogación, lucha y asesinato. Incluso sus mismos compañeros en el escuadrón mantenían su distancia con los miembros de este grupo por considerarlos psicópatas.
Los Kaibiles escogidos para esta misión secreta eran la élite de la élite. A los 28 años, el teniente Ramírez era el más experimentado de todos.
Conocido como Cocorico o El Indio, Ramírez se había graduado como el mejor de su clase en 1975. Había ganado una beca para entrenamiento avanzado en la escuela de Lanceros en Colombia, pero se había metido en problemas por ir de fiesta y malgastar fondos. Fue suspendido del ejército por seis meses y peleó como mercenario en Nicaragua en 1978 con las fuerzas del dictador Anastasio Somoza Debayle, un aliado de los EUA. Washington reforzó el rol de Guatemala como un bastión estratégico en la lucha contra el comunismo cuando los Sandinistas derrotaron a Somoza el año siguiente. Creció el temor de que hubiera un efecto dominó en la región.
Ramírez volvió a Guatemala y se unió a una unidad de artillería. Herido y condecorado en noviembre de 1981, comenzó a participar en operaciones encubiertas contra la guerrilla, muchas veces vestido de civil. Se creó una reputación por su crueldad. Un compañero suyo lo consideraba “un criminal uniformado”.
Otros veteranos, en cambio, admiraban su habilidad en el campo de batalla y la lealtad a sus tropas. Ramírez era un hijo entregado, le enviaba mensualmente dinero a su madre, quien se quejaba frecuentemente de que el teniente seguía soltero y no le había dado un nieto.
Se convirtió en instructor en la escuela de entrenamiento Kaibil en Petén. En 1982, el régimen de Ríos Montt, cerró la escuela y creó una patrulla itinerante de instructores: tenientes, sargentos y cabos, unos hábiles combatientes. Ramírez era el subcomandante de la unidad, la cual podía desplegarse rápidamente como una fuerza de ataque en las zonas de control guerrillero.
El escuadrón invadió Dos Erres a las 2 a.m.
Los comandos derribaron puertas y sacaron a las familias de sus casas. Aunque los soldados estaban preparados para un enfrentamiento, no hubo resistencia. No encontraron ninguno de los rifles robados.
Llevaron a los hombres a la escuela, y a las mujeres y a los niños a una iglesia. La violencia comenzó antes del amanecer. César Ibáñez, uno de los soldados, escuchó los gritos de las niñas pidiendo ayuda. Varios soldados vieron al teniente César Adán Rosales Batres violar a una niña de 10 años frente a su familia. Imitando a su superior, otros militares empezaron a violar a mujeres y niñas.
Al mediodía, los Kaibiles ordenaron a las mujeres de quien habían abusado que prepararan comida en una pequeña casa de rancho. Los soldados comieron en turnos de cinco. Las jóvenes lloraban mientras servían comida a Ibáñez y a los demás. De regreso a su puesto, Ibáñez vio cómo un sargento llevaba a una niña por un callejón.
El sargento le dijo que habían empezado “a vacunar”.
Los militares llevaron a las personas una por una al centro de la aldea, cerca de un pozo sin agua de 12 metros de profundidad. Favio Pinzón Jerez, el cocinero del escuadrón, y otros soldados les aseguraron que todo estaría bien. Serían vacunados. Se trataba de una medida de salud preventiva. No era nada para preocuparse.
A los adultos les vendaron los ojos y los hicieron arrodillarse, uno a uno. Los interrogaban acerca de los rifles y los nombres de los líderes guerrilleros. Cuando los habitantes protestaban que no sabían nada, los soldados les golpeaban en la cabeza con un mazo, un martillo de metal. Luego, los arrojaban al pozo.
“¡Malditos!”, las victimas gritaban a sus ejecutores.
“¡Hijos de la gran puta, van a morir!”, respondían los soldados.
Ibáñez tiró a una mujer al pozo. Pinzón, el cocinero, llevó allí a las victimas, junto al sub-teniente Jorge Vinicio Sosa Orantes. Cuando el pozo estaba medio lleno, un hombre que cayo encima de la pila de cadáveres pero seguía vivo, logró quitarse la venda de los ojos. Gritaba insultos a los militares.
“¡Mátenme!”, dijo.
“¡Tu madre!”, contestó Sosa.
“¡La tuya, hijo de la gran puta!”, gritó el hombre en respuesta.
La masacre continuó en otras partes del pueblo. Salomé Armando Hernández, de once años, vivía en otra aldea cerca de Dos Erres. Esa mañana temprano, había viajado en caballo con su hermano de veintidós años para comprar medicina en Las Cruces. Cuando llegaron a Dos Erres alrededor de las 10 a.m. para visitar a un tío, los militares metieron a Hernández a la iglesia junto a las mujeres y los niños. A través de los tablones, vio cómo los soldados golpeaban y disparaban a la gente. Su hermano y su tío fueron asesinados.
Por la tarde, los asaltantes juntaron alrededor de cincuenta mujeres y niños y los llevaron caminando hacia las montañas. Hernández se puso al frente de la fila, sabiendo que se dirigían a su muerte. Los demás también lo sabían.
“No somos perros, para que nos maten en el monte”, dijo una mujer. “Sabemos que nos van a matar ¿por qué no lo hacen aquí mismo?”.
Un soldado se abrió paso violentamente entre los prisioneros hasta llegar a la mujer y jalarla del cabello. Hernández vio la oportunidad de escapar y huyó. El eco de los disparos sonaba tras él. Se escondió entre la maleza y escuchó.
Uno a uno, los soldados mataron a los prisioneros. Hernández escucho los gemidos de la gente agonizando. Un niño llamaba a su mama. Los militares ejecutaron a los pequeños con los rifles. A cada uno, un tiro. Fueron cuarenta o cincuenta disparos en total.
Al caer la noche, en el pueblo sólo quedaban cadáveres, animales y soldados. El escuadrón se resguardó esa noche en las casas abandonadas. Llovía. Hernández pudo volver al pueblo, con trabajo, tropezándose entre la oscuridad y el lodo. Pasó entre los cuerpos de sus vecinos esparcidos por las calles y caminos. Escondido entre el pasto alto, escuchó risas.
“Ya los terminamos, muchá”, dijo un militar. “Y vamos a seguir buscando.”
Hernández finalmente regresó a Las Cruces.
Cinco prisioneros más sobrevivieron a la matanza de los Kaibiles. Fue un golpe de suerte: Tres mujeres adolescentes y dos niños pequeños aparentemente habían logrado esconderse en algún lugar. Al ponerse el sol, fueron hacia el centro de la aldea, ya que la mayoría de los habitantes habían muerto. Los soldados los llevaron a una casa que habían convertido en el puesto de mando. Los tenientes decidieron no matar inmediatamente a los recién llegados.
La mañana del 8 de diciembre, el escuadrón se dirigió hacia las montañas selváticas, con los nuevos prisioneros. Vistieron con uniformes militares a las adolescentes. El teniente Ramírez se hizo cargo del pequeño de tres años. El panadero del escuadrón, Santos López Alonzo se llevó al niño de cinco años. Esa noche, tres oficiales arrastraron a las jóvenes entre la maleza y las violaron. A la mañana siguiente las estrangularon y las fusilaron.
Perdonaron las vidas de ambos niños, porque tenían piel blanca y ojos verdes, atributos bien valorados en una sociedad estratificada por divisiones raciales.
El teniente Ramírez le dijo a Pinzón y al resto que llevaría al niño más pequeño a Zacapa, su pueblo situado al este del país. Lo vestiría al estilo de la región.
“Como un vaquero”, dijo Ramírez. “Botas vaqueras, pantalones y una camisa”.
Días después, un helicóptero aterrizó en una llanura. Estaba ahí para recoger a Pedro Pimentel Ríos para su siguiente misión. Iba rumbo a Panamá para servir como instructor en la Escuela de las Américas, la base militar de los EUA donde se entrenaron a muchos militares latinoamericanos implicados en atrocidades. Los niños fueron subidos al helicóptero y llevados a la base Kaibil.
En la selva la patrulla iba a pie. Seguían las indicaciones del guerrillero guía que estaba atado a una larga cuerda, como una correa. Las provisiones ya escaseaban. Mientras se encontraban sentados alrededor de una fogata, el teniente Ramírez le dijo a un subordinado, Fredy Samayoa Tobar, que tenía ganas de comer carne.
“¿De dónde se supone que voy a sacar la carne?”, preguntó Samayoa.
“Corta un pedazo de ese guía y tráemelo”, contestó Ramírez.
Samayoa tomó su bayoneta y le cortó unos treinta centímetros de la espalda al guía. Llevó el pedazo al teniente.
“Aquí está su carne”.
“Oh no, no, no, tienes que ejecutarlo, está sufriendo”, le dijo Ramírez.
El soldado mató al guía. El teniente no se comió la carne.
El comando llegó cerca del pueblo de Bethel, donde encontraron una tienda y robaron cerveza, cigarrillos y agua. Se encontraron también con unos campesinos, a los que decapitaron.
Cuando el escuadrón regresó a la base, más de 250 personas habían muerto. Los Kaibiles llamaron a la misión “Operación Chapeadora”. Habían ‘podado’ a todo aquél que se había puesto en su camino.
Cuatro días después de la masacre, el teniente Carías, comandante en Las Cruces, llevó tropas en camiones y tractores a Dos Erres. Saquearon los vehículos, propiedades y robaron a los animales. Luego quemaron la aldea.
Carías se encontró con los aterrorizados familiares de los desaparecidos. Algunos estuvieron lejos de Dos Erres ese día, otros vivían en pueblos cercanos. Acusó a la guerrilla del incidente.
Quién hiciera demasiadas preguntas, amenazó Carías, moriría.
Capítulo 3: Prueba viviente
Tras unas pocas semanas, la embajada norteamericana en Guatemala se había enterado de lo sucedido en Dos Erres.
Una “fuente confiable” les había dicho a los oficiales de la embajada que soldados disfrazados de rebeldes habían asesinado a más de 200 personas. Era el último de una serie de reportes recibidos en los que se culpaba a los militares por las masacres alrededor del país. El 30 de diciembre tres oficiales estadounidenses fueron a Las Cruces, y las entrevistas realizadas a los locales levantaron más sospechas.
El equipo sobrevoló Dos Erres en helicóptero. El piloto de la Fuerza Aérea de Guatemala se negó a aterrizar, pero las casas quemadas y los campos abandonados, eran una evidencia suficientemente clara de que se habían cometido atrocidades. En un cable diplomático excepcionalmente sincero enviado a Washington, los diplomáticos aseguraron que “lo más probable es que la entidad responsable de este incidente fuese el Ejército de Guatemala”.
El gobierno estadounidense mantuvo el secreto hasta 1998. No se tomó ninguna medida contra el ejército ni el escuadrón Kaibil. Los Estados Unidos continuaron apoyando a los gobiernos represores pero anti-comunistas de Centroamérica.
Tendrían que pasar catorce años hasta que alguien intentara hacer justicia por Dos Erres. En 1996, después de más de tres décadas de guerra civil, las hostilidades cesaron con un tratado de paz entre los rebeldes y militares de Guatemala. Ambos bandos acordaron una amnistía que exculpaba a los combatientes, pero permitía juzgar las atrocidades.
Existía, sin embargo, una duda considerable sobre si el nuevo gobierno sería capaz de llevar a juicio esos casos. Los perpetradores de algunos de los peores crímenes de guerra, mantenían su poder en las fuerzas armadas o en mafias del crimen organizado que crecieron rápidamente. Los cárteles de droga reclutaron ex Kaibiles como sicarios e instructores.
La investigadora que se enfrento a este peligroso encargo fue Sara Romero.
Romero era una mujer pequeña y tranquila al expresarse. Parecía más una oficinista o una profesora que una luchadora contra el crimen de primera línea. A sus 35 años era una fiscal novata. Se había graduado en la escuela de leyes el año anterior y había sido asignada a una comisión especial de derechos humanos en la Ciudad de Guatemala. Aunque los crímenes de guerra habían quedado sin resolver durante años, estaba decidida a continuar las investigaciones sin importarle los obstáculos. De otra forma, pensaba, la impunidad seguiría enquistada en la sociedad guatemalteca.
Se le asignó el caso de Dos Erres. Hubo cientos de masacres durante el conflicto y Naciones Unidas concluyó que el ejército fue responsable de al menos de 93 por ciento de las muertes. Además la ONU declaró, que los asesinatos sistemáticos de indígenas podrían llegar a ser un genocidio.
Romero tenía poca información. Los militares insistían que el caso de Dos Erres había sido obra de la guerrilla. Gracias a la declaración de Hernández, el sobreviviente que tenía once años durante la masacre, la fiscal supo de que el ejército había tenido algo que ver. Aun necesitaba más pruebas.
Después de un trayecto de ocho horas en autobús a la región en el norte del país, llego a la escena del crimen. Un manto de silencio cubría las ruinas. Entrevistó a sobrevivientes que estuvieron fuera de la aldea el día de la masacre. La mayoría tenían miedo de hablar. Susurraban que temían la ira del teniente Carías, quien todavía seguía como comandante en Las Cruces. Sospechaban que él había orquestado el ataque al haberse enfrentado con los habitantes de Dos Erres.
Romero se dio cuenta que era difícil reconstruir hasta los hechos más elementales, como la identificación de las víctimas. Para realizar un censo pidió a la que fue maestra de la escuela de Dos Erres, una lista de todos los niños y familiares que pudiera recordar.
Sin víctimas confirmadas ni testigos sólidos, Romero nunca podría resolver el caso. Pero encontró a una aliada: Aura Elena Farfán.
De aspecto digno, Farfán tenía el pelo gris y una carácter tan dulce como inflexible. Lideraba una asociación de derechos humanos en Ciudad de Guatemala para víctimas del conflicto. A pesar de amenazas, había interpuesto una demanda criminal responsabilizando al ejército de la masacre en Dos Erres. En 1994, había llevado con ella a un equipo voluntario de antropólogos forenses argentinos para exhumar los restos.
Los argentinos –con habilidades afinadas investigando su propia “guerra sucia”—trabajaron rápidamente y en condiciones riesgosas. El batallón en Las Cruces los acosó siguiéndoles y tocando música militar a muy alto volumen. La exhumación extrajo e identificó los restos de cerca de162 personas, muchos de ellos bebes y niños.
Farfán pudo conseguir un gran logro para la fiscalía. A menudo daba entrevistas en la radio del Petén, donde invitaba a que los testigos se involucraran en el caso. Después de una de esas transmisiones, representantes de Naciones Unidas le avisaron que un ex soldado quería hablar sobre Dos Erres. Viajó a la casa del hombre, donde se presentó disfrazada con lentes oscuros, un sombrero rojo y un chal. Una representante española de la ONU seguía sus pasos para protegerla.
La puerta se abrió. Era Pinzón, el ex cocinero robusto y con bigote del escuadrón Kaibil. Estaba desayunando con sus hijos y después de una sorpresa inicial recibió a Farfán.
Pinzón le contó que había dejado el ejército y ahora trabajaba como chofer en un hospital. Nunca logro ser Kaibil de verdad. No aguantó el duro proceso de entrenamiento. Por ser un humilde cocinero fue maltratado por el resto de soldados de la patrulla Kaibil. Era el eslabón débil en el código de silencio de los guerreros. Dos Erres era un fantasma que le perseguía.
“Quería hablar con usted porque esto que tengo aquí en el corazón, ya no aguanto más”, le dijo Pinzón a Farfán.
Le contó la historia de la masacre y le dio los nombres de cada miembro del escuadrón. La conversación duró horas. Farfán se sintió abrumada con una mezcla de disgusto y gratitud. Fue incapaz de estrechar la mano del soldado, aunque vio que su arrepentimiento parecía sincero.
Poco después, Pinzón le presentó a Farfán otro veterano: Ibáñez. La activista convenció a los dos hombres de testificar para Romero. Contaron sus historias fríamente, sin asomo de emoción. Habría sido imposible conocer los detalles de la masacre si los dos no hubieran hablado, por lo que se les concedió inmunidad y fueron reubicados como testigos protegidos.
Los investigadores habían encontrado obstáculos y amenazas por parte del ejército desde un principio. Ahora contaban con testimonios de primera mano que implicaban a la patrulla Kaibil en el crimen.
Había una nueva línea de investigación: el robo de los dos niños por el teniente Ramírez y Alonzo, el ex panadero de la unidad.
Romero pensó que era un milagro. Encontrar a los dos muchachos era un punto crítico. Debían conocer la verdad: vivían con las personas que habían asesinado a sus padres. Ninguna otra atrocidad de derechos humanos registrada contaba con este tipo de evidencia.
En 1999, Romero y otro fiscal fueron a casa de Alonzo, cerca de la ciudad de Retalhuleu. Su oficina contaba con tan pocos recursos que no había apoyo policiaco ni armas. Romero tenía sus reservas por tener que enfrentarse a este militar con acusaciones tan graves. Sabía que los Kaibiles se jactaban de ser considerados máquinas de matar.
Cuando vio al soldado sentado en la entrada de su modesta casa, todos sus miedos desaparecieron. “Se le ve un hombre sencillo, un campesino humilde”, pensó.
Las fotos familiares en casa de Alonzo confirmaron sus sospechas de que estaba en el lugar indicado. Era un maya de piel oscura y cinco de sus hijos se parecían a él. El sexto chico, llamado Ramiro, tenía piel blanca y ojos verdes.
“Mi hijo mayor tiene una historia muy triste”, le dijo Alonzo a la fiscal.
Confesó que tras la masacre se había quedado con Ramiro y lo había tenido viviendo en la escuela militar por tres meses. Trajo el niño a casa y a su esposa le contó que había sido abandonado. Alonzo dijo que había enlistado a Ramiro, ya con 22 años, en el ejército. Se negó a revelar la ubicación del chico. Cuando la oficina de la fiscal empezó a indagar, el Ministerio de Defensa le preguntó a Ramiro si tenía algún problema con la ley. En vez de cooperar, el Ministerio le movió de una base a otra.
Los investigadores estaban preocupados de que Ramiro se encontrara en un grave peligro si los militares se enteraban de que era prueba viviente de una atrocidad. Eventualmente, los fiscales lo encontraron y se lo llevaron. Ramiro les contó que tenía recuerdos de la masacre y del asesinato de su familia.
La familia Alonzo lo había tratado mal, declaró, lo golpeaban y lo usaban casi como su esclavo. Durante un episodio de ira, Alonzo borracho, le disparo con un rifle. Las autoridades le convencieron que abandonara las fuerzas armadas y le ofrecieron asilo político en Canadá.
La búsqueda del otro joven fracasó.
Los fiscales averiguaron que el nombre del chico era Óscar Alfredo Ramírez Castañeda. Su presunto raptor, el teniente Ramírez, había muerto ocho meses después de la masacre. Ramírez, que dormía sobre un camión que transportaba madera para construir una casa, murió instantáneamente cuando el camión volcó.
Una hermana del teniente fue interrogada en Zacapa en 1999 y confesó que Ramírez había traído el niño a casa a principios de 1983, alegando que Óscar era el hijo que había tenido con una mujer fuera del matrimonio. Los fiscales encontraron un acta de nacimiento pero ninguna evidencia de que la madre realmente hubiera existido. La hermana admitió que había oído que el niño era de Dos Erres.
Óscar había dejado el país para ir a Estados Unidos. Como su familia no quería ayudar la investigación, Romero se vio obligada a cancelar la búsqueda.
Los investigadores, mientras, avanzaron en otras pistas. Habían identificado a varios ejecutores del escuadrón Kaibil. En el 2000, un juez decretó órdenes de arresto para diecisiete sospechosos de la masacre.
En medio de la realidad sofocante de Guatemala, los resultados eran decepcionantes.
La policía no lograba llevar a cabo los arrestos. Los abogados de la defensa bombardearon a la corte con papeleo y apelaron a la Suprema Corte. Alegaban que sus clientes estaban protegidos por leyes de amnistía, argumentos inexactos que estancaban las investigaciones.
Romero topo con el poder del ejército. Parecía que la justicia se le escapaba, como lo había hecho Óscar.
Capítulo 4: Extrañas noticias de casa
El verano del 2000, Óscar vivía cerca de Boston cuando recibió una carta que lo dejó perplejo.
Un primo suyo en Zacapa le había enviado una copia de un artículo publicado en un diario de la Ciudad de Guatemala. Describía la investigación de Romero en busca de dos jóvenes que habían sobrevivido a la masacre y habían crecido en familias de militares.
“El Ministerio Publico busca a raptados en Las Dos Erres”, decía el encabezado. “Sobrevivieron a la matanza”.
La nota explicaba que los fiscales habían identificado a ambos jóvenes. Uno de ellos, Óscar Ramírez Castañeda, vivía en algún lugar de los Estados Unidos. Era posible que por la corta edad que tenía cuando todo sucedió, no recordase nada de la masacre o el secuestro por parte del teniente, mencionaban los fiscales.
El periódico mostraba una foto de Óscar a los ocho años. El artículo contenía más información sobre Ramiro, ya que los fiscales habían logrado interrogarle antes de que consiguiera asilo en Canadá.
La foto mostraba a Ramiro como cadete, sosteniendo un rifle y vestido con el mismo uniforme del ejército que había asesinado a su familia. El texto mencionaba que existía la sospecha de que ambos chicos, que tenían ojos verdes y piel clara, eran hermanos.
“La orden era acabar con todos los habitantes de Dos Erres”, decía el artículo. “Nadie puede explicar por qué el teniente Ramírez Ramos y el sargento López Alonzo tomaron la decisión de llevarse a los dos niños”.
Óscar estaba desconcertado y llamó a una tía en Zacapa.
“¿De qué se trata todo esto?”, preguntó. “¿Por qué sale mi foto en el periódico?”.
Su tía había leído el artículo y le dijo que no sabía qué pensar de las acusaciones, salvo que eran falsas. Insistió en que el teniente era su padre y que no pensase más en eso. Según ella, la historia era un intento de la izquierda por manchar el nombre de un honorable soldado.
En medio de los conflictos ideológicos de Guatemala, era posible. Muchas familias afiliadas al ejército o a partidos políticos de derecha sentían que la izquierda había distorsionado la historia de la guerra civil. Se quejaban de que los guatemaltecos y los críticos extranjeros exageraban los abusos de las fuerzas armadas mientras desestimaban la violencia de la guerrilla.
La tía de Óscar le convenció de que las acusaciones eran demasiado extrañas como para ser creíbles.
“Si de verdad tengo un hermano, como dicen, que me busque”, le dijo a su tía. “Él sabrá si es mi hermano o no”.
Las memorias de Óscar respecto a su niñez más temprana eran borrosas. Nunca había sabido nada de su madre y no tenía recuerdos reales del teniente. El joven había crecido en una casa de dos cuartos, en una granja de la región seca y caliente de Zacapa. Su familia cultivaba tabaco y cuidaba el ganado. La matriarca de la familia era su abuela Rosalina, quien lo crió tras la muerte del teniente Ramírez. Óscar la consideraba como su madre.
Rosalina era cariñosa y estricta, Óscar siempre tenía tareas que hacer. Ordeñaba a las vacas a las cinco de la mañana, trabajaba el campo después de la escuela e intentaba hacer cigarrillos –aunque nunca fue su fuerte-. Amaba la vida en la granja, montar a caballo, caminar en el campo. Sus tías se aseguraban siempre de que fuera limpio y bien vestido a la escuela.
Los Ramírez eran personas trabajadoras y esforzadas. Uno de los tíos de Óscar era un reconocido doctor. Dos de sus tías eran enfermeras. La familia, sus vecinos y amigos sentían mucha admiración por el padre de Óscar, el teniente, por su generosidad y sus proezas en el campo de batalla. Había ayudado a pagar la educación de sus hermanos y había llevado a sus compañeros combatientes de Nicaragua para establecerse en Zacapa. Un campo de fútbol de una escuela militar llevaba su nombre en su honor.
Sin embargo, Óscar nunca mostró interés en seguir los pasos del teniente. Sus tías le intentaron convencer de ir a un colegio militar, pero a él no le gustaba recibir órdenes. Tenía un espíritu independiente.
Se graduó de la escuela preparatoria con un titulo de contador. Fue difícil conseguir empleo. Tras la muerte de su abuela, tuvo alguna disputa con familiares por la herencia. Decidió probar su suerte en EUA. En 1998 Óscar viajó al norte como muchos otros guatemaltecos. Entró a México y cruzó ilegalmente la frontera hacia Texas.
Tras una breve estancia en Arlington, Óscar se estableció en Framingham, Massachusetts. El suburbio al oeste de Boston tenía una comunidad grande de centroamericanos y brasileños. Encontró empleo en un supermercado. La paga y las prestaciones eran sólidas y nadie lo molestaba por su situación como inmigrante indocumentado.
Pronto, su nueva vida lo fue consumiendo. Se reunió con Nidia, su novia de la adolescencia, quien había llegado también de Guatemala. En 2005 se mudaron a una pequeña casa de dos pisos en un complejo residencial.
Nidia dio a luz a dos niñas y un niño, inteligentes y dinámicos que hablaban fácilmente tanto el inglés como el español. Su familia mantenía ocupado a Óscar: la iglesia, las lecciones de natación, las barbacoas. Ascendió como asistente del gerente en el supermercado pero perdió su trabajo durante una campaña contra inmigrantes en el 2009. Encontró dos empleos: como supervisor en una compañía de limpieza en las mañanas y en un restaurante de comida rápida por las tardes.
Óscar era educado y tranquilo. Hablaba bien inglés. Los clientes frecuentes del restaurante mexicano donde trabajaba llegaron a pensar que era el dueño. A pesar de la precaria vida como inmigrante indocumentado, Óscar gozaba de buena salud y no le faltaba comida en su casa. Se consideraba un hombre feliz.
El artículo en el periódico le había generado dudas. Sin embargo, conocía su país, un lugar donde los misterios abundan y donde las acusaciones y sospechas rebasan a los hechos.
Con el paso de los años, pensaba cada vez menos en ese episodio de su vida.
(*) Con reportes por Habiba Nosheen, especial para ProPublica, y Brian Reed, This American Life.