La Fiscalía de la Nación nació con la democracia recobrada después de doce años de gobierno militar. Su espíritu fue el encarnado en esa esperanza, que naufragó trágicamente antes del fin de la década, de construcción democrática y defensa de los derechos humanos, a la par de la investigación y represión del delito.
Su historia semejó, al final, la de ese sueño democrático: de momentos altos y hasta notables, contrapunteados por resacas y también por pesadillas.
Su primer fiscal de la Nación y fundador de la institución, Gonzalo Ortiz de Zevallos, fue una de las personas más valientes y decididas en el ejercicio de la función pública que me haya tocado conocer. Acababa de asumir su función cuando publicamos, en CARETAS, en febrero de 1982, la primera y resonante entrega del caso Langberg. A los pocos días, Ortiz de Zevallos convocó al entonces director de CARETAS, el gran Enrique Zileri, a su oficina y yo, como periodista a cargo de la investigación, lo acompañé.
Carlos Langberg era uno de los hombres más temidos en el Perú de ese tiempo. Y don Gonzalo parecía la antítesis del guerrero. Pero anunció que tomaba el caso y vaya que lo tomó. A los pocos días Langberg estaba arrestado y lanzaba alaridos sobre la fiscal a cargo que, espantada, renunció de inmediato. Se llamaba Blanca Nélida Colán. Ortiz de Zevallos ordenó, con toda calma, medidas de restricción que hicieron cesar los alaridos de un momento al otro.
No hay forma de llevar bien la investigación de Lava Jato sin ofender intereses poderosos; y a la vez no hay forma de llevar mal esa investigación sin salir infamado para siempre.
Poco después, un periodista fue asesinado en Uchiza. Se llamaba Orlando Carrera Yépez y fue la primera baja del periodismo en esos tiempos nuevos, precarios y ya sangrientos. Don Gonzalo (¿cómo llamarlo de otra manera?) decidió viajar de inmediato a Uchiza a rendir homenaje al periodista caído en el lugar de su muerte. Lo acompañé. En Tingo María, el jefe del Umopar intentó persuadirlo de no ir. ¿Por qué no una misa simbólica en Tingo María? Pero el fiscal de la Nación dijo que iba aunque fuera solo. Llegamos al día siguiente a Uchiza, semi-ocupada por un contingente nervioso de policías y un muy sereno Fiscal. Junto con él, el cura de Uchiza rezó en memoria del periodista caído y yo pensé entonces y pienso ahora que si hubiera habido otras autoridades con ese valor y entereza, tendríamos hoy tantas menos muertes que lamentar y libertades mucho más vigorosas bajo las cuales vivir.
Hubo luego otros notables fiscales de la Nación. Álvaro Rey de Castro, gentil y cortés sin fisuras, pero de principios sólidos y no negociables en la defensa de los derechos humanos; y César Elejalde, de carácter fuerte y decisivo, especialmente cuando se trató de llevar adelante la investigación sobre la organización de narcotráfico de Reynaldo Rodríguez López, que había corrompido tan a fondo a la Policía, especialmente a la Policía de Investigaciones de entonces.
Luego llegó bruscamente la noche. Hugo Denegri tuvo como asesor en la sombra a Vladimiro Montesinos y puso la Fiscalía de la Nación en sus manos. Esa fue la base del retorno de Montesinos y su toma del poder en 1990 con Alberto Fujimori. Después de otros fiscales mediocres o corruptos (o ambas cosas) llegó la era de Blanca Nélida Colán, que fue el tiempo más oscuro, el completo travestismo de misión, de la Fiscalía. Increíblemente, sin embargo, se realizó en ese tiempo en Lima un Congreso Mundial Anticorrupción, cuyos co-organizadores y participantes preferirían ahora que ese momento quedara púdicamente olvidado.
La Fiscalía no se recuperó del todo (por lo menos hasta hoy) de ese período de subordinación y complicidad con una dictadura cleptócrata. Pero ha habido esfuerzos por lograrlo. Fiscales provinciales y superiores de temple e integridad han acometido casos riesgosos, enfrentando no solo las dificultades y los azares propios de la investigación sino el sabotaje dentro de la institución de los círculos de poder vinculados con grupos políticos o argollas corruptas (aunque con frecuencia lo uno iba unido a lo otro).
A Pablo Sánchez le tocó la misión de dirigir la que quizá sea la investigación más compleja en la historia de la Fiscalía. El caso Lava Jato toca a todo el espectro político y a gran parte del empresarial. No hay forma de llevar bien la investigación sin ofender intereses poderosos; y a la vez no hay forma de llevar mal esa investigación sin salir infamado para siempre.
He encontrado y encuentro mucho que criticar en la forma que Pablo Sánchez ha dirigido el esfuerzo investigativo. Fundamentalmente por falta de energía y liderazgo, por permitir esfuerzos balcanizados, contradictorios y al final poco eficaces. Pero, aunque lentos y algo tardíos, ha tenido también aciertos, sobre todo en los últimos tiempos, a medida que la investigación crece, descubre más y empieza a apretar.
En ese contexto, la acusación constitucional contra Pablo Sánchez presentada por el representante fujimorista Daniel Salaverry es un monumento a la hipocresía, la mentira y la doblez política. Presenta la acusación por la presunta ineficacia de Sánchez en la lucha contra la corrupción del caso Lava Jato, cuando lo último que le interesa a Salaverry y a su grupo es el éxito en ese esfuerzo.
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Uno de los argumentos iniciales en su acusación es que, según encuestas, el 57% de la población no confía en la actuación del Ministerio Público en el caso Lava Jato. Y si el 57% de desconfianza es para Salaverry suficiente como para intentar destituir al fiscal de la Nación, ¿qué podrá decir respecto de la desconfianza que suscita el Congreso, que fue del 75% en agosto, 77% en septiembre y, miren qué mejora, 72% en octubre?
Es que hay que ver además el sentido de oportunidad de Salaverry, que hizo coincidir su acusación con 1) el inminente interrogatorio que realizará este jueves 9 el fiscal José Domingo Pérez a Marcelo Odebrecht en Curitiba sobre la probable financiación de este a la campaña electoral de Keiko Fujimori en 2011; y, 2) la decisión de la fiscal Elizabeth Peralta de ordenar que se reabra la investigación a Joaquín Ramírez (¿le suena cercano quizá ese nombre a Salaverry?), hombre fuerte tras bambalinas en Fuerza Popular, bajo la ley contra el Crimen Organizado, incluyendo a otras personas próximas a él.
Ahí están, claros y a la vista, los motivos de la acusación constitucional presentada por Salaverry. Impedir el progreso de la investigación, evitar revelaciones, aplastar mediante la fuerza bruta (nunca mejor empleada la palabra) las investigaciones que les hagan daño al sacarlos a la luz.
Si para eso hay que disfrazarse, con cínico travestismo, de presuntos luchadores anti-corrupción, ¿acaso no tienen el precedente memorioso de que, durante los 90, Vladimiro Montesinos lideró la “lucha antidrogas”; o que en esa misma época Blanca Nélida Colán presidió un congreso mundial anti-corrupción?
La banda del mototaxi amenaza con la destitución a cuatro magistrados del Tribunal Constitucional; acusa al fiscal de la Nación, para sacarlo de su cargo; ‘interpreta’ la Constitución para arrebatarle una facultad discrecional al presidente de la República. Hace gala de su ignorancia y torpeza intelectual en tanto se acompañe con la prepotencia. Y, de nuevo, intenta presentar a través del patético Salaverry su inconfundible intento de encubrimiento e impunidad como anticorrupción.
En los 90 dominaban el Ejecutivo pero no el Legislativo (ni los otros poderes) y perpetraron el golpe del 5 de abril. Ahora dominan el Legislativo pero no el Ejecutivo (ni los otros poderes) e igual se dirigen hacia la perpetración de otro golpe para el mismo fin.
Hay que decirlo sin hashtag: si no paramos ahora a la banda del mototaxi nos atropellará a todos y atropellará a la democracia en su ruta ebria y destructiva de retorno a los 90.
(*) Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2513 de la revista ‘Caretas’.