
No conozco con exactitud los criterios para que una compañía de seguros determine sus potenciales clientes, pero la lógica dice que a mayor riesgo, mayores costos. Visto así, existe un tipo de individuo cuya experiencia laboral sería un despropósito para este tipo de empresas. La razón es que su oficio siempre pende de un hilo muy delgado.
Dentro de las funciones militares que se cumplen en nuestro país, hay unas de más riesgo que otras. Es cierto que cada una tiene su peculiar relevancia –ni el más osado combatiente podría cumplir una tarea sin el aporte de los hombres de logística o los que, desde una computadora, digitan sus haberes— pero existe una función dentro de las patrullas en operaciones que requiere de dosis extras de valentía:
Se llama el “hombre en punta”.
Tengo relatos de “hombres en punta” en el Perú, suficientes para editar un libro. Son las caras visibles de las patrullas. Además de las cualidades que deben poseer –valor, excelente visión, estado físico, intuición para descubrir indicios, oído de tísico y buena puntería—la verdad es que también tiene que tener suerte. Es un factor que existe. Vigilar la copa de los árboles, las curvas, las partes relevantes del terreno, no termina siéndolo todo. Si no identifica las anomalías del camino, puede ingresar tranquilamente a un sendero minado. Andar con la idea de saber que alguien te ha visto, que te apunta a la cabeza, que en el piso hay una trampa; y que pudieras tener el infausto consuelo que gracias a que perdiste una pierna, tus compañeros pudieron conservar la suya.
Por eso, cuando le preguntas a algún soldado cuál es su puesto dentro de su patrulla, responde con cierta altivez que él es el hombre en punta. Se da por descontado que es un hombre muy capaz. No son pocas las ocasiones que un hombre en punta se ha topado con un rival a menos de dos metros, con resultados imprevisibles. No sé si existe un oficio con más riesgos. Quizás sí. En todo caso, para el asegurador no le debe ser fácil tratar con un cliente al que ni el casco kevlar, ni el chaleco antibalas le garantizan el retorno a salvo.
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Hace años, cuando por primera vez ingresé a los valles del centro del país, quedé sorprendido por la gran capacidad de los soldados para oír los helicópteros a la distancia:
— Viene el “pato”, mi subteniente – decían.
Escrutaba el cielo y no percibía nada. Al rato, recién podía descubrir en el horizonte el punto negro de un MI 17 ruso, como un moscardón extraviado en la inmensidad de la quebrada. Nunca he podido averiguar porque se le dice “pato” al helicóptero, pero es una práctica antigua. En realidad, tiene muchas denominaciones. Por lo general, los nativos solían llamarlo “toco-toco” o “cachi-cachi” por el sonido que produce durante su vuelo. Los militares, además de llamarlo “pato”, también lo llaman “fierro”. Los narcotraficantes son menos amables con este: le dicen “el panzón”.
Sea como sea, su empleo es vital no solo para las operaciones militares. Una noche, en un pequeño poblado al sur del Cusco, una mujer llamada Apolonia Vílchez agonizaba con unos cólicos estomacales y sus familiares y autoridades comunales se presentaron a la base militar más cercana. El comandante llamó y obtuvo la confirmación de que una aeronave ingresaría a rescatar a la señora. El hospital más próximo estaba a cinco horas.
La vi al poco rato, traída en una camilla por los enfermeros de una posta, inconsciente. Después me enteré que sobrevivió y me di cuenta de que había valido la pena el esfuerzo.
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Ser piloto en el VRAEM es un asunto complicado. Deben cumplir misiones de abastecimiento, transporte de tropas, evacuaciones y misiones tácticas de índole diverso; es el tipo de persona que tampoco es negocio para una aseguradora. Dentro de las directivas del Partido Comunista Sendero Luminoso hay una bastante clara, que sus militantes tratan de cumplir: “derribar un helicóptero”. El precio es alto. No es agradable volar sabiendo que eres un blanco fijo.
En setiembre del 2011, el comandante Sneider Vásquez Silva recogía una patrulla en operaciones en Chorobamba (Pangoa, Junín), cuando una ráfaga penetró su cabina y lo hirió de muerte. Simultáneamente, otro terrorista abatía por la espalda al capitán Jenner Vidarte Campos, del Batallón de Comandos N° 19, una de las unidades del Ejército con mayores galardones de combate. Para suerte de los demás ocupantes, el capitán Jorge Matallana logró tomar el control de la nave y la condujo a un lugar seguro.
La primera vez que supuse el riesgo de ser piloto en la Aviación del Ejército en el Perú, fue en 1999, cuando era cadete de la Escuela Militar. Era la hora de la cena y un teniente ingresó al comedor.

— ¡Comedor, callarse!, ordenó.
De inmediato, todos los cadetes dejamos de comer y de hablar.
— ¡Cadete de cuarto año Da Cruz!
El cadete Da Cruz, se puso de pie y el teniente ordenó que lo siguiera. Lo llamaban para informarle que su padre, el teniente coronel de la Aviación del Ejército Javier Da Cruz había caído abatido dentro de su helicóptero, en una emboscada cerca del río Anapati (Junín). En la actualidad, el cadete Da Cruz es mayor, y también es piloto.