Elecciones: es el proceso en que el país entra en estado de ebullición, y un nutrido duelo de símbolos, gestos, puyazos y discursos variopintos saturan cada espacio, y pasan hasta por debajo de las puertas de las casas. Los cerros también entran en campaña. Es como si nuestra vista y oído (menos mal, te salvaste olfato) se introdujeran en una necesaria inquisición de la cual, saldrá un resultado en un paralizante flash. Simultáneamente, en las unidades militares nos preparamos para lo que será una nueva misión: que el proceso se lleve a cabo sin alteraciones.
Pero es también la oportunidad para adentrarnos en aquellos lugares que están en nuestro imaginario, que existen, pero no son visibles. Esos que según las tradiciones de los caminantes pueden llamarse “aquicito no más”, “donde el Diablo perdió el poncho” o “donde el cóndor se pone chalina”. En camiones militares, automóviles, canoas, a pie, en helicópteros y hasta burros, no hay espacio geográfico a donde las fuerzas armadas no lleguen para garantizar las elecciones.
Siempre es un cúmulo de experiencias. El 2014, mientras alistaba varias patrullas que saldrían desde Villa Virgen hasta Tambo y Luis Carranza, recibí la noticia que grupos armados habían aparecido, de súbito, cerca de Machente. Supuse que no era por gusto y así fue. Un grupo policial fue emboscado, falleciendo cinco de sus integrantes, a pesar que otra patrulla del Ejército que estuvo cerca logró ir en su apoyo.
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Las elecciones me han permitido conocer lugares de un país enorme, diverso y toparme con los extremos. De un lado la amabilidad de las madres del colegio San José de Cluny y por el otro, hacer el difícil ascenso a El Dorado, un lugar que todavía no figura en el mapa, exactamente en el lindero entre San Martín y Amazonas; o la terrible ruta de casi un centenar de curvas para llegar a Oronccoy.
El año 2000 fue particularmente álgido por todos los sucesos políticos que ocurrieron el Perú, y para nosotros, con pocos meses como oficiales, serían un suplicio, pues un veintiañero tomando decisiones sobre la vida o la muerte requiere cantidades ingentes de sentido común. Conocí la gélida y riquísima mina de La Rinconada y Ananea, en Puno, sorprendido porque la gente lavaba oro hasta en el patio de sus casas, pero para la segunda vuelta entre Alberto Fujimori y Alejandro Toledo, llegué a Chupa, al norte la laguna de Arapa, donde me topé con una masa de revoltosos, bastantes de ellos alcoholizados, que me insultaban en aymara, quechua y castellano, acusándome de formar parte de un fraude del que no tenía la más mínima idea, mientras plantaba –acción disuasiva, que le dicen—una ametralladora en el techo del colegio y trataba que salvaguardar la democracia y las ánforas. La única orden que recibí de mi comandante García Rodríguez fue: “vivo o muerto, pero me llegas con las ánforas”.
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Pasan muchas cosas en las elecciones que no puede percibir el votante. Solemos hacer amistad con los policías que también llegan a los locales y nos ayudamos simultáneamente para que las cosas vayan en orden. Los exteriores de los locales de las zonas más populosas suelen convertirse en una feria de comida y se acumula mucha gente y no son pocos los borrachos que, después de una farra, responsablemente intentan ingresar a su mesa de votación a decidir los destinos del Perú. El otro lío de siempre es que muchos miembros de mesa no aparecen y casi se tiene que “secuestrar” a los votantes más madrugadores para activar la mesa.
Así como hay electores tranquilos, hay otros un poco infames. Una vez, en el colegio Von Humboldt, el presidente de una mesa me llamó porque una mujer no quería mancharse el dedo con la tinta indeleble. Las elecciones no pueden malograr una manicure. Después de una larga discusión en la que me tomó el nombre para una futura vendetta, se manchó el dedo, se lo limpió con un papel y, furibunda, se lo arrojó en la cara al presidente de mesa.
Hay una especie de votantes que se repite a nivel nacional: los que llegan al último. Estos se dividen en dos grupos. Los que viven en la misma ciudad y llegan tarde para evitar la cola o ser miembro de mesa y los que, viajando de otra provincia, calculan que el día les alcanzará. Su mal cálculo –probablemente desconocen la “Ley de Murphy”— los lleva a terminar golpeando las puertas del local de votación cerrando; maldiciendo al chofer, al tráfico, al huayco y a quienes pecaron en cerrar puntualmente la puerta a las cuatro de la tarde, ni un minuto más.
Las elecciones tienen un fin último, con tinte de fiesta: sirven para que las familias y amigos de barrio se reencuentren. Es la fecha de la amistad, de los besos en un pómulo lejano, de la algarabía popular.
Y en esos reencuentros, es casi seguro que la ley seca será letra muerta.