Como sucedió con otras naciones de América Latina, Perú vivió bajo un péndulo perverso de transiciones entre democracias y dictaduras desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el término del siglo XX.
El régimen democrático presidido por Bustamante y Rivero (1945-1948) fue derrocado por la dictadura militar de Odría (1948-1956); el presidente electo Manuel Prado (1956-1962) fue derrocado por una Junta Militar de Gobierno (1962-1963); el Gobierno democrático de Fernando Belaunde (1963-1968) fue derrocado por un Gobierno de la Fuerza Armada presidido por el general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), defenestrado a su vez por el general Francisco Morales Bermúdez (1975-1980).
En 1980 Belaunde fue nuevamente elegido a la presidencia. Cinco años después, en 1985, logró efectuar la primera transición democrática en la posguerra y entregar el poder a Alan García Pérez (1985-1990). En 1990, en medio de las surreales tragedias que vivía el país, se logró una segunda transición democrática con la sorpresiva elección de Alberto Fujimori. Pero Fujimori ejecutó un golpe contra la democracia en 1992, asumió poderes dictatoriales y gobernó hasta el año 2000, cuando una sostenida movilización popular, reforzada por la revelación filmada de escándalos de corrupción, lo hizo fugarse a Japón.
El Perú inició el siglo y el milenio con una democracia nueva, surgida sin permiso militar, fortalecida por sus acciones iniciales contra la gran corrupción del régimen fujimorista, decidida a ser, por primera vez en la historia del país, no solo longeva sino permanente.
Desde entonces, el Perú tuvo tres transiciones democráticas sucesivas y en 2015 empezará la campaña por la cuarta, en 2016. Además, desde 2001, el Perú ha tenido un desarrollo económico sostenido, diverso y descentralizado. Pero las perversidades históricas fluyen como el agua de cañerías viejas: se filtran y aparecen en lugares inesperados.
Los tres Gobiernos democráticos que tuvo el Perú han sido políticamente precarios, marcados por escándalos generalmente burdos pero con síntomas abundantes de corrupción.
Salvo la elección de Alejandro Toledo en 2001; los otros dos presidentes fueron elegidos bajo el nada dulce dilema de escoger el mal menor.
Solo se llegó a una situación así gracias a que los gobiernos democráticos —especialmente el de Toledo, del que se esperaba mucho— fueron decepcionantes en aspectos fundamentales de su gestión. Terminaron con abrumadores niveles de desaprobación popular, aunque con clara satisfacción empresarial. Debo añadir que parte de la tranquilidad empresarial provenía de esa bajísima popularidad (sobre todo de Toledo y hoy de Humala). Nada como un presidente atribulado por su impopularidad, cuya tabla de salvación son las cifras macroeconómicas favorables. Cuando se camina sobre cornisas no es fácil pensar en estrategias alternativas, que sin arriesgar la economía tomen pragmáticamente en cuenta las necesidades y derechos de las mayorías.
El 2006, Alan García, con una notable habilidad como candidato, logró llegar a la segunda vuelta, donde enfrentó al entonces radical candidato antisistema, Ollanta Humala. El porcentaje crucial de votación pro-democrática, que define las elecciones en Perú, votó, amargamente, por García.
En 2011, Keiko Fujimori, la hija y continuadora de Alberto, parecía imbatible. Sobre todo porque le tocó competir en segunda vuelta contra Humala, a quien todos ganaban en las simulaciones estadísticas. La clase empresarial, la hiperconcentrada prensa peruana, García, apoyaban el retorno del fujimorismo al poder.
Humala, notablemente moderado cinco años después, sorprendió con una acción inesperada. Juró, con toda la solemnidad del caso, su lealtad a la democracia, convirtió la elección en un plebiscito entre democracia y dictadura y venció.
Cumplió su juramento. Aunque luego fue también llevado a actuar como si la lealtad a la democracia significara lealtad al consenso de Washington. El resultado: alta impopularidad, disminuida gobernabilidad y la triste expectativa de no salir del cargo con los niveles de estima que tiene Mujica en Uruguay, que tuvo Bachelet en Chile en su anterior mandato… ¿y qué daño hizo la gestión del uno o de la otra a la economía?
El nuevo desencanto quinquenal ya produjo tres favoritos en las encuestas para las elecciones de 2016: Keiko Fujimori, Alan García y Pedro Pablo Kuczynsky: una persona de talentos múltiples, (el financiero quizá el mayor) que ha prometido renunciar a su ciudadanía estadounidense si perfilan sus posibilidades presidenciales.
De manera que muy poco tiene que temer en estos tiempos la democracia peruana (o las latinoamericanas) de los cuarteles militares. Pero, las amenazas, como se ve, no terminan sino que se transforman.
(*) Publicado el 30 de diciembre en El País, de España.