El miércoles 14, una corte de Guatemala condenó a José Rubén Zamora, fundador de El Periódico, renombrado en Guatemala y el continente por su larga y pertinaz lucha contra la corrupción, a seis años de cárcel por “lavado de dinero”.
En una región en la que la persecución al periodismo independiente no es la excepción sino la regla, podría no llamar la atención la condena contra el valiente e indoblegable Zamora (“Soy inocente de las acusaciones” dijo este, después de la sentencia, “yo sigo siendo inocente y él [el presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei] sigue siendo un ladrón”).
El final de ese capítulo judicial, sin embargo, genera resonancias que trascienden el caso y lo convierten en la ruda ilustración de cómo ocurre y puede ocurrir el camino desde las exaltadas esperanzas hasta los amargos desenlaces en las luchas contra la corrupción en el continente.
En años recientes, Guatemala vivió una original y, en gran medida, inédita experiencia en institucionalizar el país, golpear la corrupción de alto nivel y la impunidad de grupos tradicionales de poder.
No fue un esfuerzo autogenerado sino uno promovido por una autoridad externa, dependiente de las Naciones Unidas, la CICIG (Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala). Creada a fines de 2006, como organismo internacional independiente, la CICIG tuvo como primer objetivo apoyar al Ministerio Público y a la Policía en la investigación y desmantelamiento de grupos clandestinos ilegales.
Esos eran, en la Guatemala que había emergido hace poco de una de las guerras internas más sangrientas y crueles del continente, casos muy complejos. La CICIG no solo reforzó en forma decisiva las investigaciones, sino fortaleció la capacidad del sector Justicia para poder hacerse cargo con relativa rapidez, de nuevos casos.
Los casos expuestos y descubiertos en la alianza de la CICIG con promociones de jóvenes fiscales y policías guatemaltecos, produjeron lo inesperado: desde casos que desafiaron la imaginación colectiva, como el de la muerte de Rodrigo Rosenberg, en 2009, hasta el de cooptación del Estado en Guatemala, que sacó a luz, arraigada en casos previos, una compleja organización criminal que alcanzó al entonces presidente, Otto Pérez Molina; y a la vicepresidenta, Roxana Baldetti.
El primer comisionado de la CICIG, Carlos Castresana, fue sucedido en 2014 por el exfiscal general de Colombia, Iván Velásquez, que mantuvo el brío de la gestión anterior y la fortaleció, sobre todo en el ámbito judicial.
Pero, a principios de 2019, el entonces presidente guatemalteco Jimmy Morales, apoyado y presionado por los grupos dominantes del país, declaró en forma unilateral el fin del convenio con la CICIG. La Corte de Constitucionalidad guatemalteca rechazó la decisión de Morales; e igual hizo la ONU.
Sin embargo, la entonces reciente elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, envalentonó a la clase dominante guatemalteca, que consiguió, después de meses de confrontación institucional, el retiro de facto de la CICIG.
Entonces, sobre todo a partir de la inauguración del gobierno de Alejandro Giammattei, se desató una ofensiva general contra todo lo relacionado con el esfuerzo anticorrupción y de reforma institucional de la CICIG. Las clases dominantes de Guatemala ya habían visto lo que significaba la lucha contra la corrupción y no deseaban saber nada de ella por las siguientes generaciones y varias otras más.
La ofensiva reaccionaria utilizó la estrategia estándar de arbitrariedad y desinformación, con energía y sin escrúpulos. En 2021, en medio de protestas ciudadanas, fue destituido el jefe de la fiscalía especial contra la impunidad, Juan Francisco Sandoval. Aunque las manifestaciones de respaldo a los funcionarios hostigados continuaron, el Ministerio Público guatemalteco, capturado por grupos afines a la ultraderecha en el poder, bajo la fiscal general Consuelo Porras, destituyó y acosó penalmente a jueces y fiscales que habían sido parte de las acciones contra la corrupción y la impunidad. Algunos fueron apresados y varios otros decidieron exiliarse ante la inminencia de la prisión.
Entonces, a mediados de 2022, José Rubén Zamora fue detenido en medio de una aparatosa acción policial. Se lo acusó de lavado de dinero, en un despliegue de intimidación, que incluyó la detención simultánea de una fiscal especializada en la investigación de lavado de dinero.
Durante el proceso judicial, Zamora tuvo cerca de 10 abogados. Cuatro de ellos fueron apresados durante el proceso; uno enfermó por el continuo hostigamiento y amenazas; y otro se retiró del caso luego de sufrir prolongados seguimientos. El Periódico, acosado en todos los frentes, dejó de imprimir en noviembre del año pasado; y logró mantener una edición digital hasta mayo de este año, cuando tuvo que cerrar definitivamente.
Finalmente, el miércoles 14 de junio, el tribunal falló condenando a Zamora a seis años de prisión. La fiscal, Samari Carolina Gómez, fue liberada de cargos y excarcelada.
Menos de cinco años después del inicio de la contraofensiva contra la CICIG, casi todos los protagonistas principales de una de las más ambiciosas reformas anticorrupción –y sus obras– habían sido barridos del mapa social y político de Guatemala. La reacción había vencido y el viejo orden dominante, con nuevos medios y tecnologías, imperaba con más fuerza.
La condena contra Zamora concentró de nuevo críticas y condenas internacionales contra la arbitrariedad autoritaria del régimen.
El gobierno de Estados Unidos, que, bajo la administración Biden, ha censurado acremente al gobierno guatemalteco por sus ataques a los fiscales anticorrupción y a la libertad de prensa, reiteró su condena por esta sentencia. Pero Giammattei y su gobierno no ignoran que las desaprobaciones carecen de fuerza pues, a la vez, ambos gobiernos negocian y cooperan en lo que para Estados Unidos es un interés mayor: el tema de la migración.
Terruqueo guatemalteco
Como se ha visto, la extrema arbitrariedad norma las acciones represivas del gobierno de Guatemala y su subserviente Ministerio Público. Pero hasta la arbitrariedad necesita verbalización y buena parte de ella es proporcionada por una organización de derecha extrema y agresiva: la Fundación Contra el Terrorismo, la que –como reporta “El Faro”– “en los últimos dos años ha presentado denuncias de forma sistemática contra decenas de fiscales y jueces que estuvieron a cargo, en la década pasada, de los casos impulsados por la… (CICIG) contra políticos y empresarios corruptos o contra militares responsables de crímenes de guerra en el país. Docenas de ellos están ahora en el exilio”.
Consuelo Porras, la Fiscal General de Guatemala, suele acoger en forma casi instantánea, las acusaciones de la FCT. En el caso de Zamora, la FCT presentó una denuncia por lavado de activos y en menos de 72 horas la fiscalía y el juzgado ya habían pedido y dispuesto la detención de Zamora.
Precuela
¿Los ataques de calumnias, desinformación y terruqueo? ¿El copamiento de instituciones cruciales, como el Ministerio Público, para convertir las mentiras en una acusación traducida al código penal? ¿Los ataques a las organizaciones de la sociedad civil, la interdicción de la cooperación internacional? ¿Perseguir a fiscales y jueces que libraron luchas magníficas contra la corrupción, acusándolos de corruptos? ¿Convertir a los más rematados corruptos en sus fiscales y jueces? ¿Utilizar el terruqueo como amenaza e intimidación, por divorciado de la realidad que se encuentre?
Ese es el retrato de la Guatemala de hoy, en alta definición; y también el de la ultraderecha peruana, en definición todavía borrosa.
Si queremos ver en qué páramo moral se puede convertir el Perú si la ultraderecha termina de tomar el poder, basta con mirar a Guatemala. Ahí está nuestra posible precuela. Ellos, los fascistas guatemaltecos, aprendieron a su turno de nuestro Vladimiro Montesinos, nuestra Blanca Nélida Colán, nuestra prensa chicha y desinformadora. Ahora muestran la lección aprendida, lista para el trasplante a los fascistas peruanos.
Estamos a tiempo de despertar y evitarlo. Quizá sean más débiles de lo que parecen. Pero la dilación de las fuerzas democráticas les permite avanzar, día a día, los límites de la impunidad.