Dentro de las frases de mi adolescencia noventera –en aquellas calles de Lince en las que los escolares andaban en una competencia diaria por ver quién era el más vivo– recuerdo una sacada de la película La ciudad y los perros, en la voz y ademanes del actor Gustavo Bueno: “¡Qué me mira cadete! ¿No quiere que le regale una fotografía mía calato?”. Bueno representaba al incólume teniente Gamboa, uno de los personajes de la novela de Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros, publicada por primera vez en 1963. Y, claro, la expresión no formó parte de la novela, sino de la película, estrenada en 1985.
Aunque la crítica literaria otorga al teniente Gamboa el podio de personaje secundario dentro de la novela, tengo que reconocer que se me ha ido convirtiendo en un tema central. ¿Por qué? Porque su discurrir en la ficción, retrata el modelo ideal del oficial militar. Lo tiene todo: el porte, la fisonomía, la voz, la energía y, en especial, la ética y el romántico idealismo que uno aprende en la severa Escuela Militar, donde veía a varios “teniente Gamboas” al mismo tiempo.

Una noche, llegué retrasado cuatro minutos de la calle y terminé consignado un mes, desaprobé conducta y me quedé sin vacaciones de mitad de año.
De esa dolorosa experiencia obtuve el apego –a veces ridículo en el país de la hora peruana—que le profeso a la puntualidad.
Y no es consuelo de tontos: tuve mejor suerte que un compañero de la cuarta sección que sustrajo un pedazo de torta ajena y fue dado de baja. El motivo: robo. Pues, dentro de esos parámetros, el robo no tiene cuantificación.
Un día, un oficial que fue mi instructor me hizo una confesión:
-A mí me hubiera gustado ser el teniente Gamboa.
Entendí lo que me quiso decir y casi le confieso que la idea también rondaba mi cabeza. Leí, sobre Gamboa: Él amaba la vida militar precisamente por lo que otros la odiaban: la disciplina, la jerarquía, las campañas.
Que son las mismas razones por las que, presiento, sigo en filas. Tanto así, que a las horas que estoy terminando esta columna, me dirijo a Challapalca, que está a varios grados bajo cero.
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He leído innumerables ensayos o textos que intentan desmenuzar La ciudad y los perros, y hasta se ha podido dar con las identidades reales del “Jaguar” y el “Esclavo”. Pero no se dice nada del personaje de Gamboa. Como no se trata de una trama de real maravilloso, y las ficciones suelen construirse o deformarse a partir de una realidad, supongo que este hombre existió realmente. Quizás como también los demás suboficiales, a quienes estos adolescentes estaban tratando de soliviantar o tomarles el pelo.
Una vez, supe que estaría reunido con MVLL en un evento y, preparé la pregunta que me perseguía para ese encuentro: “¿quién fue el teniente Gamboa?” Al momento de hablarnos, el escritor me sacó del tema con una interrogante:
-¿Todavía existe la cama chica?
Supuse que sí, pues tengo algunos compañeros de promoción que provenían del Leoncio Prado y solían comentarlo, mas no era una práctica en la Escuela Militar, donde los cadetes a duras penas llegan a su cama. El tema derivó a otro y a otro, entre lo literario y militar. El tiempo se acababa y nuevamente quise enfilar mi pregunta, pero algo sucedió: una mujer se acercó y le pidió a Vargas Llosa que le firmara un ejemplar de La Fiesta del Chivo. El Nobel accedió y, cuando estaba por poner su rúbrica se detuvo y le dijo a la mujer:
-Disculpe señora, pero yo no firmo libros piratas.
La mujer se puso roja y el escritor se puso a palpar la calidad del papel del libro; un acto que he visto practicar a los editores que conozco, como si reconocieran al autor y su seriedad a través del tacto. Me miró y me dijo:
-Que rápido y bien los hacen ¿no?
-Si, doctor –le respondí—Todavía estamos en el Perú.
Lo dije pensando en esas inmensas imprentas clandestinas, cuyo aroma a tinta ilegal se mezcla con las sedes de los poderes del Estado, en pleno centro de Lima. La mujer, contrariada, se retiró de la escena y el escritor me estiró la mano para despedirse.
La pregunta-respuesta, quedó postergada sin fecha aparente, aunque pensándolo con detenimiento, aquel acto de negarse a firmar un libro pirata, era una afirmación de convicciones muy parecida a las de Gamboa: “Pero si hay algo que he aprendido en la Escuela Militar, es la importancia de la disciplina. Sin ella, todo se corrompe, se malogra. Nuestro país está como está porque no hay disciplina, ni orden”, dice en su novela.
Al menos, por esa tarde, el propio escritor fue Gamboa.
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Se nos fue Oswaldo Reynoso, de noche, feliz y octogenario. Leí “En octubre no hay milagros” en la misma época en que me salía acné y no imaginaba durante el tratamiento que años después lo conocería…y que no le caería muy bien, pues yo representaba lo antípoda que podía ser él. “Así que tú eres el que escribe sobre la guerra ¿no?”, me dijo alguna vez. Y tuve que guardar la disciplina del silencio, pues no puedo dejar de admirar a quienes piensen a la inversa. He aprendido, en mi propia carrera, algo que entre los peruanos comienza a escasear: la tolerancia.