Parecía un escenario babilónico.
Horas antes de arribar a Chivay (Caylloma, Arequipa), las noticias sobre un temblor de proporciones, movilizó a varios ministros de estado, periodistas y funcionarios regionales y a los soldados de la III División del Ejército. Los heridos llegaban en vuelos de helicóptero a los campos de aterrizaje militares, cercanos al fuerte Salaverry y de allí, trasladados a las salas de emergencia hospitalarias.
«Tenemos que limpiar casas, instalar carpas, habilitar escuelas, abrir los canales de agua cerrados por las piedras y ayudar en la descarga de la ayuda humanitaria».
Amanecí el 16 en Chivay. Y digo que el escenario era babilónico porque la plaza de armas de Chivay no tenía el rastro de un temblor. Había una fiesta en honor a la virgen de Asunta que todavía era auge y estrago a esas horas. Bailarines de colores y con ojos cerrados daban vueltas alrededor de la plaza. En la misma plaza, víctimas y trabajadores sacaban de la municipalidad picos, palas, barretas, carretillas, medicinas y cuanto fuera posible para el atenuar el desastre. Allí mismo, las primeras noches se reunían las autoridades con la gobernadora Yamila Osorio para exponer hechos y soluciones; con el fondo musical de las orquestas y los vítores de los celebrantes.El comisario me contó que el temblor no lo sintieron los que bailaban, sino solo los que estaban sentados en el escenario. Cuando comprobaron que el movimiento no era suficiente como para acabar con la fiesta, la siguieron.
Sin embargo, en Yanque, apenas a 15 minutos de recorrido, el panorama era distinto. Grupos de pobladores estaban reunidos en la plaza, pues sus casas estaban en el suelo. La situación se tornaba mucho más grave en Ichupampa. Casi no había calle sin afectar. Los muros derrumbados cerraban los estrechos pasajes y las torres de la iglesia estaban despedazadas.
Lo que era obvio es que las casas de material noble no sufrieron mayores daños o no fueron tan relevantes. Las demás, no lo soportaron. Se trataba de viviendas sin columnas, levantadas a piedra y barro y que son un suicidio en un lugar tan telúrico como el Colca. Las primeras sospechas sobre el temblor recayeron sobre el vecino volcán Sabancaya que siempre anda humeando, pero la segunda noche después de la tragedia unos geólogos aclararon que se trataba de una falla que, para mala suerte, pasa por las entrañas del mismo Ichupampa.
Como suele suceder, las primeras horas después del sismo fueron un caos. A pesar del esfuerzo de las autoridades, siempre las necesidades desbordaban a las capacidades. No es agradable dormir a la intemperie en estas heladas. Los periodistas radiales locales no ayudaban demasiado, exacerbando con reclamos, que iban desde la construcción de un postergado aeropuerto o acusando a los alcaldes de haber estado en la farra del día del temblor, sin comprobarlo.
La gente tampoco estaba dispuesta a abandonar sus casas, derruidas y todo. En Maca, un pueblo que se viene hundiendo desde hace varios años, una anciana desdeñaba los ruegos de sus hijos, quienes deseaban llevarla a un lugar más seguro. Allí había nacido y vivido y la rabia de los temblores no la amilanaban.
De acuerdo a los ingenieros, las decenas de réplicas del sismo eran parte del “reacomodo” de la tierra. Yo diría que más bien eran un desacomodo. Hoy por la mañana, vi a la alcaldesa de Ichupampafrustrada por el último remezón. Varias paredes cayeron, y la municipalidad comenzó a presentar grietas. Allí estaban alojadas parte de nuestras tropas y el teniente al mando me señalaba las rajaduras de la última noche, pero, ya acostumbrados al vaivén de la tierra, los soldados ni se movieron.
Las veces anteriores que he estado aquí, observé que el flujo turístico era tan importante que la población local no era propensa a las huelgas ni a los bloqueos de carretera. Ni pensarlas. La vida tiene varios idiomas: campesinos que hablan por celular en quechua, letreros en pueblos vacíos que dicen “toilette” a precios bajos y el inglés a la entrada de los restaurantes y en los menús. Los turistas no ignoran la tragedia del temblor, pero viven al margen y no frecuentan los derrumbes.
Finalmente, seremos dos centenares de soldados que seguiremos restableciendo la vida en las casas. Tenemos que limpiarlas, instalar carpas, habilitar escuelas, abrir los canales de agua cerrados por las piedras y ayudar en la descarga de la ayuda humanitaria. Hemos recorrido Coporaque, Madrigal (cuyo camino de acceso recién se pudo abrir el jueves)Achoma y terminaremos en Lari y Maca. La tierra sigue temblando bajo nuestros pies. La buena voluntad ha permitido superar el desorden inicial, la desesperación y el miedo.
La hospitalidad de la gente no tiene límite. Vamos por los pueblos y los campesinos nos llevan a ver sus casas y sus daños, nos señalan donde murió la gente y qué cosa golpeó a los heridos. Cinco días después, la fiesta de la virgen ya no existe, las réplicas son una costumbre, las polvaredas se unen al sol de la sierra y a los ojos menesterosos de los damnificados. A veces, creo, que los terremotos son esa oportunidad para los pueblos de volver a nacer, de volver a hacerse; o de condenarse a la pobreza para la próxima eternidad.