8 de abril: como siempre antes de salir a cualquier parte, reuní a mis hombres para darles las indicaciones finales sobre el proceso electoral. Nos tocaba un lugar menos escabroso que en otras ocasiones –todo el ámbito del famoso y hermoso cañón del Colca–, pero, el movimiento de tantos medios siempre implica riesgos. Desde un accidente, hasta un error de funciones, que a veces puede convertir la buena fe en un escándalo. Así que les comenté como en mi última estadía en el VRAEM, se había vuelto recurrente la ejecución de emboscadas terroristas contra convoyes militares en los procesos electorales.
En octubre de 2014, a pocos días de las elecciones municipales y regionales, supe de la repentina aparición de grupos armados en las proximidades de la carretera Quinua-San Francisco y no era difícil suponer que tramaban algo. No me equivoqué. La mañana del 3 de octubre, despaché temprano varias patrullas con dirección a Tambo y no pasaron ni dos horas para que el rumor de una desgracia comenzara trasmitirse a través de los sistemas de comunicaciones militares. La víctima había sido un convoy policial, que transitaba cerca de Machente.
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Ingresé al Colca impresionado por el paisaje del recorrido, que alterna colosos nevados y reservas de auquénidos (que han aprendido a cruzar la pista, respetuosamente) hasta arribar a Chivay. Los lugareños han hecho del turismo una empresa muy activa; los negocios locales suelen tener traducciones en inglés de lo que ofrecen y hasta hay casas de cambio, lo cual no es frecuente en poblaciones tan pequeñas (excepto una que vi en un lugar llamado Natividad, muy cerca de la confluencia del Apurímac y Mantaro, hasta que se instaló una base militar y desapareció).
El 10 de abril, los comicios en los pequeños poblados cercanos al cañón se desarrollaban sin muchas asperezas. Sin embargo, a cierta hora, a través de las redes sociales, comencé a recibir informaciones difusas sobre una emboscada en Santo Domingo de Acobamba, Junín.
Además de las reacciones angustiosas –conforme pasaba el tiempo el número de muertos iba en ascenso—también aparecían las opiniones revestidas de una profunda ignorancia. La más típica: “¿y dónde estaba la inteligencia?”. Pero ulterior a eso, la verdad es que es bastante difícil predecir dónde pueden emboscarte, siendo el terreno tan accidentado. Lo único que sabes es que se trata de una alta posibilidad y se dan decenas de advertencias, expresas en papel escrito. Con un poco de secreto, cualquier grupo armado puede generarte fuertes pérdidas, y esa es una realidad con la que hay que convivir: que cada salida puede ser la última.
La primera vez que ingresé a esos valles fue el año 2001, y lo he hecho reiteradamente a lo largo del tiempo. Lo que he presenciado es que la acción del estado ha hecho que pueblos que antes eran una lágrima de paupérrimos vayan sumándose al desarrollo y comiencen a prosperar. Hasta no hace muchos años, la base del Ejército en Pichari Baja, solía ser atacada del cerro vecino; cosa que hoy es poco probable por el crecimiento urbano que se ha dado a su alrededor. Pero el VRAEM es bastante extenso y hay muchísimas áreas donde esconderse.
En estas idas y venidas de informaciones, me enteré del apellido del oficial al mando de la patrulla atacada y me angustié más, porque se trataba de un teniente que trabajaba directamente conmigo en Pichari. Pero ¿qué hacía allí? Hasta que me confirmaron que no se trataba de él, sino de su hermano mayor, que también era teniente y de la misma especialidad.
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De vuelta a Arequipa, supe que ya se habían iniciado las exequias de uno de los caídos, el suboficial Carlos Huarca. Era natural de esta ciudad y su familia había pedido el traslado de sus restos desde Junín. Mis primeras indagaciones me arrojaron más. Había servido desde soldado raso hasta sargento en el Batallón de Infantería N° 13 de Arequipa, unidad de la que soy comandante. Como muchos otros jóvenes que prestan servicio militar, decidió hacer carrera y pasó por la Escuela Técnica del Ejército para seguirla allí, hasta que le tocó ir al VRAEM.
Una de sus compañeras de año llegó conmocionada hasta mi oficina, después de asistir al velatorio. Me contó el estado de su rostro, cubierto a medias por un pasamontaña, pero ni eso ocultaba las huellas de la violencia. Me di cuenta, entonces, que les habían minado la carretera y que quizás, Huarca y sus demás compañeros nunca se enteraron de qué cosa les pasó.
Ha recibido honores de héroe y muestras de afecto. Ha caído en su ley.
He visto, a través de varios medios, algunas muestras de indignación que intentan ser contundentes, pero la respuesta es tibia en una sociedad que vive con la calentura de las elecciones. Siento una rala y preocupante pena. La muerte de nuestros hombres comienza a convertirse incluso para mí, en un hecho cotidiano; como si fuera el cumplido trabajador de una morgue o el gélido calculador de una aseguradora.