Cuando el capitán oyó la explosión y escuchó el grito del sargento, la escena de varias películas propias y ajenas le pasaron por la cabeza. Miró hacia atrás. Él mismo había pasado por donde estuvo sembrada la mina y no la pisó o si lo hizo, no la activó. También como en las películas, el sargento miró la pierna perdida y gritó de dolor.
Eran diez de la mañana del último 24 de diciembre.
Después de comprobar que estaban solos en la espesura, el capitán regresó por el sargento. Se llamaba Helkin Ruiz. Un instante después se dio cuenta que la realidad era peor. Descubrió al suboficial De la Cruz colocándose un torniquete: le faltaba la pierna derecha. Un poco más atrás, el otro suboficial –el quinto hombre—Sicher Chasnamote tenía los ojos llenos de esquirlas y no podía ver.

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Virgen Ccasa y Mohenopampa se encuentran sobre un promontorio abrupto y enorme al que a mediados de año bauticé con el nombre de la “Espalda de Dinosaurio” después de un sobrevuelo en MI 17. Es dificilísimo de ascender y hay población civil distribuidas en varias comunidades, lo que restringe las operaciones militares. La patrulla “Chacal”, del Batallón de Comandos N° 116 se hallaba casualmente luchando contra esa pendiente. En un paso obligado –a ambos lados había barranco—los combatientes pisaron la mina y volaron.
De la Cruz era comando. Cuando el capitán y el paramédico fueron a atenderlo, les dijo:
— Estoy bien. Atiendan al sargento. Él tiene un hijo, yo no.
El sargento paramédico, un muchacho muy joven, se puso entre los dos para atenderlos al mismo tiempo. Tomó los equipos de venoclisis y el plasma para salvarlos. De la Cruz estaba de lo más tranquilo. Mientras que el paramédico le daba los primeros auxilios, él andaba preocupado por el sargento Ruiz. Se miraba el lugar donde ya no estaba su pierna y decía:
— Qué suerte. Ya sé que no voy a patrullar hasta que sea técnico.
Miró a uno de los técnicos de la patrulla, a quien recientemente le había ganado una competencia atlética, y le dijo:
— Mi técnico, ahora sí me vas a ganar en las carreras.
Mientras tanto, el capitán tomaba contacto con el puesto de comando en Pichari. Después de varias deliberaciones, salió un helicóptero en su apoyo. Para el piloto también era un desafío: además del cerro abrupto y la posibilidad que estuvieran esperándolo para derribarlo, una serie de nubes no le dejaban ver a la patrulla y la extracción se hacía imposible.
«Conversábamos sobre su valentía para soportar el dolor, su arrojo y sin mencionarlo, también sabíamos que pronto su nombre sería olvidado».
De la Cruz insistía en que se hallaba estable y que la prioridad era su compañero. Para calmar su dolor pidió un Tramadol y dejó indicado que le reservaran uno para cuando llegar al punto de donde se le extraería. Es más, para demostrar que realmente se encontraba entero, sacó su teléfono celular y se tomó un selfie. Su aplomo distrajo un poco al capitán y al paramédico que se concentraron más en Ruiz.
La verdad es que, aunque el mismo comando De la Cruz se controló la hemorragia externa a través de dos torniquetes, por dentro su cuerpo estaba muy afectado. El capitán, frustrado porque el helicóptero no podía aproximarse maldijo su suerte. Comenzaba a hacerse tarde para todos. Miró que el rostro del suboficial comenzaba a cambiar de color; a esa textura conocida que es el preludio de lo peor. Dijo:
— Creo que me estoy yendo mi capitán.
El paramédico saltó hacia él y reintentó con la venoclisis buscándole las venas en los brazos y en los dedos de la mano. No podía encontrarlos y comenzó a desesperarse. El capitán recordó una vieja lección: “cuando el herido grita, es porque está bien”. Ese era el caso de Ruiz, pero no el de De la Cruz. El color amarillento de su rostro comenzó a intensificarse. Aun así, seguía dándose fuerzas, intentando ráfagas de buen humor, hasta que las convulsiones se hicieron evidentes incluso para él y comprendió que no retornaría. Sus últimas palabras fueron:
— Véngame, promoción- Y expiró.
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Para la medianoche, mientras las bombardas de colores anunciaban la llegada de la Navidad, oficiales y soldados estábamos reunidos en una de salas del cuartel, contemplando el féretro del comando De la Cruz y manteníamos la angustia de los otros dos heridos, cuyo estado era todavía incierto a esas horas. En el ambiente cargado del olor de las flores, conversábamos sobre su valentía para soportar el dolor, su arrojo y sin mencionarlo, también sabíamos que pronto su nombre sería olvidado.
Ayer, por la mañana, vi a dos soldados colocando su fotografía en la pequeña cripta que alberga a sus demás héroes.
Hasta la vista, comando De la Cruz.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.