A Sergio Casas Delgado, inexplicablemente…
Ha sido un viaje tranquilo, sin alteraciones, acompañado de mi fiel pastor alemán Rommel, quien como si fuera otro soldado más, ha asumido los vuelos en helicóptero y avión con bastante atención y sin ladrar. Exactamente dos años después de haber llegado a mi empleo en el Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, el Ejército me ha enviado a una nueva asignación y por tanto, debo enfrascarme en el dilema de cambiar de identidad.
Es que, en este oficio, así como les sucede a los personajes que nos regala la ficción, uno puede mutar de identidad, pues no es lo mismo ser jefe de una patrulla contraterrorista que alumno de una escuela de especialización o mayor de un batallón. Entre grado y grado, no solo tratamos con soldados, sino con secretarias, ingenieros, proveedores, o médicos y cual actores, podemos de fungir de padre, alumno, superior, subalterno, preceptor, sacerdote y hasta de sicólogo.
Además, no todos los soldados son iguales. Las diferencias no solo radican en sus orígenes regionales –pocas son las similitudes entre un joven criado en el altiplano, con uno de Pucallpa—sino también se manifiestan en el cuerpo al que pertenecen. En las guarniciones regulares, la disciplina se rige por la estricta jerarquía que deviene de la formación castrense, mientras en las unidades que están en combate, el liderazgo del oficial está en su capacidad de no correrle a las balas, caminar mucho, estar atento y dormir poco.
Por eso, se requiere hacer un curioso truco con la mente para estar de un día para otro, afrontando una situación completamente diferente: sea haciéndole frente al ardiente sol de Tumbes, consumido por la soledad de los puestos de vigilancia que limitan al Perú con Ecuador o Colombia, congelándose en una cuadra de Macusani, detrás de un escritorio en las oficinas de un Estado Mayor citadino o vivir sin pegar los ojos durante los seis meses que duran los cursos para tenientes y capitanes, los cuales además significarán su ascenso o postergación en la carrera.
***
— No me quise despedir, me dijo el coronel.
Se refería al difícil momento en que tuvimos que partir. Habituados a la sensación de estar a salto de mata o de pensar con qué cosa nos iría a sorprender el día siguiente, aquel momento lejano en que debíamos dejar la posta a otros, había llegado. Son las cosas que tiene la guerra: por años te preparas para afrontarla. Cuando estás adentro, no se parece a lo que estudiaste; después añoras el regreso a casa y cuando la dejas atrás, tu cuerpo exuda la necesidad de volver a ella.
No sabemos si será nuestro último paso por aquí. El destino suele dar trazos en elipse.
Varias veces me han preguntado: “¿cuánto tiempo crees que dure la guerra en el VRAEM?” Y trato de sacar cuentas, sumar y restar situaciones y entiendo que, al margen del tiempo, la paz logrará imponerse a base de bastante sacrificio. Una vez leí una frase de Thomas Jefferson que creo se parece bastante a mis impresiones: “No puede esperarse que los hombres sean trasladados del despotismo a la libertad en un lecho de plumas”.
***
Desde la altura pude divisar por última vez los tres ríos –el Apurímac, el Mantaro y el Ene—uniéndose en un constante remolino de apariencia calma. Las huellas de las operaciones todavía podían verse en los cráteres que progresivamente son inundados de agua, sea por la lluvia o por las crecidas del invierno selvático. Los campos de cultivo y los bosques infinitos se intercalan en desorden, sin dejar entrever que, entre la verde comunión de su aspecto, tejen una historia enmarañada de episodios de combate, pujanza, esperanza y desamor.

Dentro del helicóptero, apiñados, veo a los mismos hombres con quienes un día entramos, en distintas actitudes. Nadie ríe. Intentan dormir, pensar; quizás soñar o recordar los dos años. Rommel está al lado de mi coronel, que va leyendo un libro. Recuerdo que al principio no lo soportaba. Como Rommel siempre andaba hurgando por las formaciones, me decía: “oye Freyre, dale una audiencia a tu perro y dile que no aparezca por la lista”. Al final, terminamos saliendo juntos de ese lugar, cuyo nombre eriza la piel de algunos, pero que es el territorio donde la esperanza de miles de compatriotas está depositada.
El VRAEM, estoy seguro, será el mejor lugar para vivir, y no para morir.