Quince años después de haber salido de Puno, en olor a humedad, pólvora de fuegos artificiales y la música de la Candelaria, he vuelto. Recuerdo que me impactó mucho este último evento, por su sofisticación y el compromiso de los bailarines con sus brillantes y pesados trajes, a pesar de los diluvios de febrero. También he mirado, con cierta pena, el lago que antes era un mar azul, convertido en un ser marrón sin muchas ganas de vivir. O, recordando el apodo de un viejo oficial, muy alto y malgeniado, se asemejaba a un gigante sin corazón. A lo mejor sería por la época, no pude precisarlo. El comercio y el tráfico a sus orillas, entre Puno y Juliaca, bulle en un desorden eterno por la insistente manera de mezclar ambulantes, automóviles, microbuses, mototaxis y triciclos en la misma calle.
De allí, partí a Challapalca, a 5050 metros sobre el nivel del mar y siempre bajo el nivel de la temperatura de congelamiento. Nuestros soldados custodian esa región a mucho costo de calorías y son recurrentes las historias de los oficiales de guardia tratando de sobrevivir a la inclemencia del frío y al menoscabo de la soledad. Hay un solo punto a campo abierto donde se capta la señal de celular y claro, el que quiere conversar puede hacerlo entre los -10 y 5 grados centígrados. A escasos metros, se erige el penal de máxima seguridad del mismo nombre y no es difícil imaginar que los presidiarios pagan sus yerros en mensuales cuotas heladas. Oí un relato sobre una protesta carcelaria, insostenible, porque los guardianes del presidio simplemente echan agua a los revoltosos. Esto si no es una leyenda: hubo hace unos años una fuga de varios reos y algunos de ellos murieron y otros se devolvieron a la cárcel, persuadidos por el clima.
Antes de llegar al destino, crucé por uno de los 23 puentes modulares Acrow, instalados por el Batallón de Ingeniería N° 4 en toda la región. Son muy versátiles y han sido distribuidos en varios puntos, tanto del altiplano como de la selva puneña. Incluso se puso uno en Arcopuncco, una comunidad muy alejada en la provincia de Azángaro, que conocí de manera muy curiosa: estaba andando con una patrulla y llegué a una pendiente desde donde pude apreciar a dos bandos en una batalla campal. La verdad es que se estaban matando. Hicimos unos disparos al aire, para calmarlos y una vez que nos acercamos, descubrí que todos eran familiares entre sí y que peleaban por un asunto ridículo (quizás para mí), que no merecía tanta piedra: el asesinato de una desorientada oveja que equivocó de parcela para comer.
A unos ocho kilómetros del puesto militar se encuentra Calachaca, un baño termal, que pertenece a la comunidad local. En las noches más heladas los escasos visitantes a la región curiosamente se refugian en el agua, para disminuir el rigor del frío. Hemos caminado ese trecho, junto a los soldados de caballería y artillería, que andaban contentos por la visita de sus generales y comandantes.
De vuelta hacia Arequipa por la carretera que sale de Juliaca, se observa un espectáculo silente y conmovedor. Cada cierto tramo en kilómetros se observa uno o dos perros a un lado de la pista. El coronel con el que viajaba en una camioneta, me explicó que los perros estaban allí para pedir comida a los viajeros. Y era verdad. Nos deteníamos de rato en rato para lanzarles un bocado de pan y los perros sabían que era para eso; aproximándose al vehículo con sus lanudas colas en movimiento.
No tengo forma de explicar esta conducta. ¿Cómo puede este grupo de canes, tan distantes entre sí, entender que un desconocido puede detener su vehículo para alimentarlo? A lo mejor, siguen en evolución. He quedado intrigado.
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Un canal de televisión viene propagando una evaluación al gobierno de turno sobre varios aspectos de su gestión, entre estos, el de la lucha en el VRAEM. La calificación ha sido positiva y me alegra, como le alegra a cualquiera de mis compañeros. Me alegra además que hayamos tenido un plan, que lo hayamos respetado, y que nuestros hombres hayan tenido la capacidad de entender que siempre va a haber un sacrificio. Me alegra su humildad y su silencio para bajar de un avión, tomar un taxi, regresar a su casa y salir de compras con sus familias, sin contarles que 48 horas antes andaban al filo de un barranco o que se habían topado con un enjambre de abejas de mal o humor.
El trecho es largo, sin embargo. Llegará el día en que ese valle, que podía ser un buen lugar para morir, sea el mejor lugar para vivir.