Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2253 de la revista ‘Caretas’.
Jerusalén, Israel.- En Amazon.com puede verse un libro inusitadamente caro – “The Jerusalem Syndrome” – que previene a los lectores que la mayor parte de su contenido puede encontrarse gratis en internet, especialmente en Wikipedia.
Esta informa que el síndrome jerosolimitano fue considerado antes una forma de histeria (‘el veneno de la riña de Jerusalén’) y ahora una extraña psicosis, generalmente relacionada con temas religiosos, que afecta inesperadamente a algunos visitantes de esta ciudad y desaparece cuando se alejan de ella.
Hay otras ciudades que provocan también arrebatos delusionales, como el llamado ‘síndrome Stendhal’, una suerte de psicosis estética catalizada por la belleza contenida en ciudades como Florencia o Roma; o el ‘síndrome de París’ que, se afirma, afecta principalmente a los japoneses.
Pero al hablar de síndromes de ciudades, ninguna combina el delirio religioso con una tóxica pugnacidad, como sucede con Jerusalén.
En pocas ciudades en la tierra ha corrido tanta sangre como en Jerusalén. Y pocas son, a la vez, tan intensas, luminosas y sobrecogedoramente bellas como esta ciudad, donde física y metafísica, burocracia y mercado comparten un espacio demasiado estrecho para tantas visiones mutuamente excluyentes, en obligada pero renuente coexistencia.
Sin embargo, no son muchas las ciudades que han concentrado y concentran tanta inteligencia como Jerusalén. ¿Por qué no ha sido ello suficiente para evitar que una y otra vez el mandato hostil de los dogmas derrote a la razón?
“En Jerusalén, física y metafísica, burocracia y mercado comparten un espacio demasiado estrecho para tantas visiones mutuamente excluyentes”.
Me imagino que ese tipo de preguntas se ha hecho un millón de veces pero no se ha respondido bien ni una sola. Pese a ello, viajé a Jerusalén (desde Tel Aviv, donde estuve en visita familiar) a entrevistar a dos personas notables a la vez que diferentes, pero con algo en común: un conocimiento profundo de su ciudad, su territorio y, luce evidente, un deseo profundo de paz, que no parece sin embargo suficiente como para coincidir.
En una casa bella y sencilla de dos pisos en la Colina Francesa en Jerusalén Oriental, cerca al campus de la universidad Hebrea en el Monte Scopus, funciona el International Peace Cooperation Center.
Su fundador y presidente, Rami Nasrallah, no es solo un destacado intelectual palestino, doctorado en planificación urbana, sino una suerte de pionero en un campo de estudios poco común entre los palestinos. Nasrallah es un ‘israelista’, un experto en el país con el que su nación coexiste entre el conflicto, la separación, el diálogo y la eventual cooperación.
Nasrallah estudió en la universidad Hebrea. Según ha declarado, “[fui] un estudiante palestino de Jerusalén que no conocía ni una palabra en Hebreo. Pero aprendí la lengua, recibí un PhD y empecé a entender quién es el enemigo […] descubrí que hay un lado civil entre los israelíes con el que podíamos llegar a un entendimiento”.
En la misma entrevista, Nasrallah añadió, sin embargo, que “no hago este trabajo para beneficio de los israelíes o por la paz. Lo hago para beneficio de los palestinos. Crear un estado palestino viable y democrático es tanto de interés para Palestina como para Israel. Yo trabajo para el interés palestino”.
ESAS declaraciones tienen ya algún tiempo. En la funcional oficina de Nasrallah, hay en una esquina, un sillón bien diseñado, al que falta una pata, casi como una metáfora involuntaria de las iniciativas de paz en la región: mientras no se siente nadie en él, el sillón permanecerá en pié. Si alguien se anima a sentarse, el sillón tumbará a su ocupante, como sucedió con los pioneros en dar los pasos primeros hacia la paz: Sadat, Rabin…
¿Cómo ve la situación actual de sus esfuerzos en comparación con la que existía durante la entrevista citada? le pregunto. “Se ha hecho más difícil” contesta “pero no hay otro camino”.
El problema, añade, es que ninguno de los dos lados está interesado en “un pensamiento estratégico sincero”. De un lado, los palestinos concentran su discurso en “liberar el territorio” mientras Israel lo hace en la “amenaza a su seguridad, en mantener territorio y en los asentamientos”.
Y está la pared, el muro de seguridad que divide una parte importante del territorio “más de 700 kilómetros… no solo es un muro físico; es también un muro mental, un muro de negación”.
Pero ¿no tuvo el muro acaso un efecto en la disminución de acciones terroristas en Israel? “Puede ser que en el corto plazo haya tenido un efecto”, contesta Nasrallah, “pero hubo otras razones también para la disminución de los atentados, sobre todo el desmantelamiento de [la organización de] Hamas en el lado occidental [del Jordán, a manos de la Autoridad Palestina]”.
El problema con los israelíes, dice Nasrallah, “es que son paranoides […] ahora la amenaza es Irán, ¿cuál va a ser mañana? ¿Pakistán?… «.
¿Cuán paranoides son los israelíes?, le pregunto horas después, en Abu Gosh, cerca de Jerusalén, a Ze’ev Friedman, un israelí cuya biografía encapsula las circunstancias que rodearon el nacimiento y la sobrevivencia de la nación.
Friedman nació en Checoeslovaquia poco después de la Guerra Mundial. Su padre perdió a su entonces esposa y sus tres hijos en los campos de exterminio nazi; su madre perdió a su esposo y a su hijo. Luego del Holocausto, los dos sobrevivientes unieron sus vidas desgarradas en el lento camino hacia las colonizaciones judías entonces bajo mandato británico, y en esa ruta nació Friedman.
Llegaron a Israel poco después del nacimiento y sobrevivencia del nuevo Estado. Fueron parte de los 700 mil judíos que Israel absorbió entre 1948 y 1951. Un hermano de Friedman nació en el campo de refugiados de Hedera, pero murió a los pocos meses.
Friedman creció en el kibutz Farod, del movimiento socialista Ahdut HaAvodá, donde sus padres adoptaron a un niño Ja’akob Fischer, con quien Friedman se crió, junto con los demás niños en el colectivo kibutziano.
FRIEDMAN entró, como casi todos los miembros de los kibutz, a las unidades de combate del Ejército de Israel y fue un tanquista en la guerra de los Seis Días en 1967. En 1973 se encontraba en París cuando estalló la guerra de Iom Kipur. Estuvo entre los miles de israelíes que pugnaron por lograr un cupo de vuelo para retornar a Israel a incorporarse a sus unidades. Él lo logró y fue directamente del aeropuerto al Sinaí, donde tomó el mando de un tanque cuyo jefe anterior había muerto, destrozado por una explosión.
Friedman limpió los restos, entró en batalla con el tanque y logró unirse a su batallón. Estuvo entre los que cruzaron el Canal de Suez en el contraataque que rodeó al Tercer Ejército egipcio, y el final de la guerra lo sorprendió a unas decenas de kilómetros de El Cairo.
Cuando regresó a su kibutz, le informaron que su hermano adoptivo había muerto y que dos de sus mejores amigos habían caído también. Los dirigentes del kibutz no se habían atrevido a dar la noticia a sus padres, y él tuvo que hacerlo.
Casi cuarenta años después, Friedman es un guía turístico con un conocimiento erudito de la tierra bíblica y de su historia. Es un hombre calmado y seguro, que describe haber administrado las cicatrices de las guerras y la vida con “la política del submarino… hay que saber cerrar bien las escotillas de un compartimiento al otro”.
¿Cuánto difieren los argumentos de uno y otro lado, del intelectual palestino y el ex kibutznik israelí, unidos por unos valores y separados por otros? La próxima semana continuaré con los argumentos y las respuestas de cada cual.