Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2254 de la revista ‘Caretas’.
Jerusalén, Israel.- La semana pasada contrasté los argumentos y biografías de dos habitantes de Jerusalén, un intelectual palestino y un guía israelí. Dos personas inteligentes y razonables que, como sus naciones, no llegan a coincidencias básicas en una ciudad que suscitaría la ironía si el Medio Oriente tuviera sentido del humor.
En su oficina en el International Peace Cooperation Center (IPCC), en Jerusalén Oriental, Rami Nasrallah resume los dilemas no solo de la ciudad sino de la coexistencia entre israelíes y palestinos.
En las encuestas, dice Nasrallah, “dos tercios de los israelíes y palestinos sostienen que el único camino es la paz”.
Pero, añade Nasrallah, “cuando se les pregunta si eso [la paz] es posible, dicen que no”.
Para Nasrallah la única forma de enfrentar un conflicto perpetuo es a través del fortalecimiento de la sociedad civil, la democracia, y, sobre todo en Jerusalén, de una planificación urbana que contemple los intereses de todos.
“Los palestinos necesitan la garantía de su derecho al desarrollo de la ciudad” dice Nasrallah, “al final del día [Jerusalén] es una ciudad viva. No solo lugares sagrados. Es por eso que insisto en derechos económicos, derechos de vivienda para los palestinos”.
De hecho, una manera de interpretar la historia reciente de Israel es entenderla como una refutación a Karl Marx.
Según Nasrallah, uno de los principales problemas es que para los israelíes “todo es demografía [por el mayor crecimiento poblacional de los palestinos] … eso es un error”.
En su visión, Jerusalén debiera ser una ciudad abierta “la capital del mundo”. Y la forma de lograrlo, sostiene, es a través del crecimiento económico y mejoramiento de las condiciones de vida. “Al introducir un mejor nivel de vida, pienso que lograremos superar el continuo choque basado en la religión”.
Pero, aún si se deja de lado a Israel en la ecuación del conflicto, los obstáculos planteados en el camino de esta visión son formidables.
La “primavera árabe”, la promesa de democracia que nació a partir de las revueltas de Túnez y se propagó como un huracán social sobre todo en naciones dominadas por dictaduras seculares, ha derivado en regímenes inestables en los que quienes tienen la mayor fuerza son organizaciones político-religiosas.
La realidad, dice Nasrallah, es que “los únicos grupos organizados son la Hermandad Musulmana y los grupos yihadistas”, ambos confesionales, siendo la Hermandad Musulmana, por cierto, la organización más antigua y extendida. “Los usuarios de Facebook no pueden competir en ese aspecto”, el de la organización y proyección social.
Pero, apunta Nasrallah, “el hecho es que ahora la Hermandad Musulmana está luchando contra los yihadistas”. Como gobierno en Egipto, “ellos [la Hermandad] saben que tienen que ser reconocidos y aceptados internacionalmente”.
Un objetivo posible en el mundo árabe removido por su sangrienta ‘primavera’ es lograr “separar el estado de la iglesia [sic], pero no se puede ser totalmente secular”.
La forma de democratizar la sociedad árabe, empezando por la palestina, dice Nasrallah, es actuar “en el nivel de gobiernos locales. La agenda local … es esencial para la transformación democrática… es un proceso de abajo hacia arriba”.
Horas después, en Abu Gosh, cerca de Jerusalén, le pregunto a Ze’ev Friedman, el guía israelí cuya vida azarosa (aunque no excepcional en su generación) narré en parte la semana pasada. Friedman luchó con distinción en las principales guerras de Israel contra las naciones árabes y ahora trabaja guiando a turistas y peregrinos a través de la geografía bíblica, cuya historia conoce y transmite con una apasionada erudición.
Criado en un kibutz socialista, con firmes convicciones de justicia social, Friedman coincide en varios aspectos con Nasrallah. “Debemos tratar de lograr una coexistencia realista con los palestinos” dice, “en la que podamos vivir lado a lado”.
“No pienso que sea correcto controlar el destino de un millón de palestinos. [Tampoco] tenemos el derecho de gobernar las áreas de los palestinos”.
Sin embargo, añade Friedman, “[en Israel] debemos tener garantías de seguridad”.
Eso, sostiene Friedman, no significa ser paranoide sino mínimamente realista.
Le pregunto si, en caso de no lograr una coexistencia pacífica con los palestinos, Israel puede sostenerse indefinidamente como la Esparta del Medio Oriente.
Friedman discrepa. Israel no es Esparta sino Atenas, dice, y describe el espectacular crecimiento de la nación, su liderazgo en alta tecnología, en investigación científica. “La economía de Israel” sostiene “es más grande que las economías sumadas de Egipto, Jordania, Líbano y Siria”.
Los grandes peligros enfrentados y superados, dice Friedman, no han creado paranoia sino una suerte de optimismo. “El 70% de las familias israelíes están optimistas respecto del futuro del país… Israel existe pese a todas las probabilidades en contra… pienso que sobreviviremos como nación, y mis hijos piensan igual que yo”.
¿Un estado de conflicto perpetuo es viable en el largo plazo? le pregunto “¿qué alternativa tenemos?” responde “¿apabullarnos por la enormidad de nuestros enemigos? De ninguna manera”.
“Creo, sin embargo,” repite Friedman “en el derecho de los palestinos a un gobierno propio, pero no debe darse a costa del derecho de Israel a la existencia”.
Sin embargo, dice Friedman, el gobierno actual de Israel plantea obstáculos propios. “Tenemos un gobierno derechista, con filosofía muy diferente a la que tuvo [Itzkaj] Rabin… pienso que con el gobierno de ahora va a ser difícil llegar a un acuerdo con los palestinos en los casos más difíciles… porque hay casos que son muy difíciles de resolver”.
El giro a la derecha no es reciente y ya ha provocado cambios estructurales en el país. De hecho, una manera de interpretar la historia reciente de Israel es entenderla como una refutación a Karl Marx. Si este sostuvo que el crecimiento y apogeo del capitalismo llevaría inexorablemente al socialismo; la historia de Israel muestra que una fundación y un vigoroso desarrollo socialistas desembocaron en un capitalismo hasta hoy exitoso.
Con los palestinos, “la solución es separarnos. La pregunta es cómo” dice Friedman “necesitamos resolver el problema. ¿Tenemos ahora los medios, la situación política para hacerlo? No lo creo”.
Pese a eso “debemos continuar buscando cualquier posibilidad, cualquier resquicio que permita una coexistencia pacífica”. Pero, concluye Friedman, aún en el mejor de los casos no se puede aspirar a nada más que un moderado optimismo. “No podemos esperar, por ejemplo, una coexistencia como la que se da, por ejemplo, entre Estados Unidos y Canadá”.
En la visión de Nasrallah, empero, la solución del problema de Jerusalén requeriría una coexistencia algo más íntima que la norteamericana.
En un estudio sobre las diversas alternativas para Jerusalén, un equipo conjunto de palestinos e israelíes, (el Foro de Jerusalén, en el que participó Nasrallah) publicó en 2007 un folleto que describía los escenarios posibles y recomendaba las estrategias para lograr la visión compartida.
En ella, Jerusalén se convertiría simultáneamente en la “capital única de dos estados: Palestina e Israel”. La ciudad quedaría dividida política pero no físicamente, predicándose como “una ciudad mundial …cuya esencia tiene que ver con santidad, respeto, apertura y tolerancia entre los miembros de las tres comunidades religiosas”.
¿Es eso posible? Es cierto que, como dice Nasrallah, “cuando piensas libremente lograrás eventualmente cambiar la realidad”, pero me temo que se necesitará mucho más pensamiento libre del que se supone para empezar a cambiar una realidad cimentada en sangre, intolerancia y siglos de dogmatismo impuesto a la fuerza.