Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2390 de la revista ‘Caretas’.
Según la última encuesta infligida por Ipsos, el 87% de los encuestados sostiene que, ante la situación actual de inseguridad, los militares deben luchar contra la delincuencia en las calles, mientras se declara en emergencia las áreas de mayor criminalidad en Lima (94%) y se impone el toque de queda en los sitios más peligrosos (86%). Las últimas dos medidas, casi sobra decirlo, con presencia militar.
¿El pueblo es sabio? Algunas veces. ¿Las encuestadoras lo son? Muy pocas. Encerrar temas complejos en el encasillamiento estrecho de las escasas y simplonas preguntas que no permiten que el pensamiento interfiera con la tabulación, garantiza que los temas serán devaluados y las respuestas apenas meditadas.
Una democracia funciona cuando sus asuntos centrales pueden ser debatidos en los hechos de la información y el matiz de la opinión. Nada de eso se logra con encuestas tontas, convertidas en supuesta opinión pública por periodistas grises y políticos de boca abierta e intelecto cerrado.
Dejo la diatriba para tratar de responder las preguntas fundamentales sobre el tema que preocupa más, y con justicia, a la gente: ¿cuáles son los mejores métodos, las estrategias más exitosas para enfrentar la criminalidad? Y en forma más inmediata: ¿Cómo frenar el crecimiento criminal en corto tiempo? ¿Cómo evitar que, sobre todo en las zonas más pobres, la violencia de los delincuentes siga parasitando la vida diaria de la gente, confiscando a veces en un minuto el trabajo de años o de la vida entera?
Para empezar, veamos qué no funciona. El despliegue militar para mejorar la seguridad ciudadana puede resultar una idea atractiva en medio del desgobierno delincuencial, pero es una pésima alternativa porque sus resultados son casi invariablemente negativos.
«¿Cómo evitar que la violencia de los delincuentes siga confiscando a veces en un minuto el trabajo de años o de la vida entera?».
Latinoamérica tiene los peores índices del mundo en términos de criminalidad homicida. Las ciudades más violentas de la tierra (sin contar a las que están en guerra) se encuentran en este hemisferio. Y las peores están en países (Honduras, El Salvador, por ejemplo), donde las fuerzas armadas han intervenido para asegurar el orden público. Hoy muere violentamente más gente en El Salvador que durante la guerra civil; Honduras, que tiene en San Pedro de Sula a la ciudad más letal de la tierra, está peor.
La respuesta sobre qué se debe hacer para mejorar la seguridad en circunstancias mucho peores que las nuestras, no la tiene ninguno de los militares salvadoreños, hondureños o guatemaltecos, sino una mujer de expresión tranquila e ideas claras: Aminta Granera, la jefa de Policía de Nicaragua.
Nicaragua es un país pobre, mal organizado y corrupto. Sin embargo, tiene los índices de criminalidad más bajos de Centroamérica. Su fuerza policial es pequeña (unos 14 mil policías) frente a una población de alrededor de seis millones de personas.
En una entrevista con Steven Dudley, de la publicación especializada Insight Crime, Granera explicó las diferencias de estrategia y modelo con sus vecinos y el resultado diferente que ello implica:
“El modelo inicial aquí” dijo Granera, “es preventivo, proactivo, profundamente conectado con la comunidad. Solo somos 14 mil policías en uniforme, pero trabajamos con 100 mil personas que forman un servicio voluntario organizado con la policía, para fortalecer su propia seguridad. Y esta cercanía con la comunidad, el respeto mutuo y la confianza del público en su policía se remonta, creo, a nuestros orígenes”.
Un reportaje, en octubre del año pasado, de la National Public Radio, de Estados Unidos, comparó la evolución de índices de criminalidad entre El Salvador, Honduras, Guatemala con los de Nicaragua (la más pobre del grupo). En la lucha contra las maras, por ejemplo, El Salvador encarceló en un solo año (2004-2005) a 14 mil jóvenes. Nicaragua tiene apenas, según el reportaje, a 70 juveniles encarcelados. Las maras salvadoreñas se han multiplicado, mientras las bandas nicaragüenses, que nunca llegaron a crecer mucho, han disminuido.
¿La razón? Otra vez la misma: policía comunitaria, cercanía con la gente, población organizada.
En el Perú tenemos un buen caudal de experiencia con la policía comunitaria. Ha habido casos de éxito notable en la aplicación del sistema, como en Cerro El Pino, por ejemplo.
Pero una cosa es tener casos exitosos, que validan el sistema, y otra diferente convertir esas experiencias en doctrina y aplicarlas como el sistema operativo primario de seguridad ciudadana.
El principio de policía comunitaria es relativamente simple, pero su aplicación resulta laboriosa. Requiere presencia constante, contacto permanente con la población organizada, trabajo preventivo y acciones correctivas prontas.
Exige, además, policías bien entrenados y mejor comandados, nada de lo cual existe ahora en cantidades suficientes. Y demanda, por supuesto, terminar con la anormalidad del 24×24, que significa tener una fuerza policial reducida a la mitad, que emplea la otra mitad de su tiempo en alquilarse como seguridad privada y al hacerlo no solo malversa los días que debería estar dedicada a su trabajo sino pierde sentido de misión y de la lealtad primaria que debe tener hacia la población.
Entonces, el mejor método, la estrategia más eficaz para mejorar sustantivamente la seguridad ciudadana es el de la policía comunitaria, en contacto estrecho y al servicio de la población organizada.
Para ser efectiva, la policía comunitaria y las juntas vecinales deben trabajar en coordinación cercana con las municipalidades y las instituciones del distrito; y también con el poder judicial y el Inpe para organizar sistemas de justicia alternativa para faltas menores.
Está claro que hay formas de delito que requieren la intervención de unidades especializadas, desde la Dirincri hasta el Suat. Pero esas son, en la práctica, la minoría. La policía comunitaria y su trabajo cercano con la gente provee, si está bien hecho, respuesta a la inmensa mayoría de problemas de seguridad ciudadana.
Llevarla del nivel de plan piloto al de doctrina nacional no es fácil sino, como queda dicho, muy laborioso. Pero, como saben los policías comunitarios experimentados, el éxito suaviza las fatigas del trabajo y disminuye paulatinamente las tensiones y el peligro para el propio policía.
En todo caso, cualquier esfuerzo sería muchísimo menor que enfrentar la realidad que surgiría medio año después de, digamos, desplegar la División Blindada en San Juan de Lurigancho. No hay que hacer mucho esfuerzo de imaginación sino de memoria. Desde el 5 de febrero de 1975 hasta casi la caída del fujimorato, tuvimos numerosas instancias de la Fuerza Armada intentando, bajo órdenes, controlar las calles.
Fueron otros tiempos, claro está, pero dejaron enseñanzas. La que nos concierne ahora es que la seguridad ciudadana no es un asunto de fuerza coercitiva sino de organización comunitaria. De ella, cuando es eficiente, surge la fuerza suficiente para lograr la seguridad: la fuerza de todos.