Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2446 de la revista ‘Caretas’.
Una regla con pocas excepciones en el Perú es que se ingresa rutilante al gobierno y se sale quemado de él. Aunque la popularidad de los mandatarios suele elevarse en una térmica misericordiosa durante las últimas semanas en el poder, lo cierto es que persiste la brecha entre el entusiasmo inaugural y la tristeza gris (o el repudio) de los últimos días.
En ese marco, el epílogo del gobierno de Humala resulta extraño. No solo se va sin aplausos, rumbo a un incierto destino legal, sino atacado desde todos lados y atacándose a sí mismo también.
No tendría que haber sido así, por varias razones. En primer lugar, el gobierno de Humala cumplió un compromiso fundamental con el país: el juramento de San Marcos, de respetar, defender y proteger la Democracia en el Perú, que se encontraba en peligro. Juró hacerlo y ahora, cinco años después, queda claro que cumplió.
En cuanto al ejercicio del gobierno en sí, coincido en parte con lo que declaró Martín Tanaka en una entrevista reciente: “… si uno evalúa este gobierno por sus políticas públicas y sus decisiones, merecería una aprobación muchísimo más alta que la que va a tener al irse”. Tanaka considera que el gobierno de Humala fue mejor que los de Toledo y García, pero que “se está yendo peor, por su torpeza política”.
¿Solo ‘torpeza política’? Sin duda que la hay, pero ¿eso explica la percepción actual de fracaso que acompaña al régimen saliente? Me parece que no.
Si me pongo a examinar las políticas, medidas y conductas del gobierno que se va en varios sectores, encuentro en acción, una y otra vez, una especie de dialéctica perversa en la que los aciertos, incluso los más lúcidos, tienen el contrapunto de mezquindades, egoísmos miopes y hasta ocasionales autosabotajes.
Lo vemos en, por ejemplo, el sector seguridad.
En cuanto a la lucha contra los remanentes de Sendero Luminoso, los logros del gobierno de Humala son, de lejos, superiores a los de los regímenes de Alejandro Toledo y Alan García.
Es cierto que durante el gobierno de García se armó un sistema de, sobre todo, inteligencia policial, puesta en práctica fundamentalmente por los grupos de investigaciones especiales de la Dirandro –bajo la dirección del primero coronel y luego general PNP Carlos Morán–, que lograron avances importantes en el Alto Huallaga, pero no llegaron a capturar al jefe senderista ‘Artemio’.
«El epílogo del gobierno de Humala resulta extraño. No solo se va sin aplausos, rumbo a un incierto destino legal, sino atacado desde varios lados y atacándose a sí mismo también”.
Fue en el gobierno de Humala cuando –como desarrollo de lo anterior– se logró el arresto de ‘Artemio’ y la desactivación de la organización senderista. Después de treinta años de presencia continua, Sendero fue completamente derrotado en el Huallaga.
En el VRAE la situación era mucho más difícil y compleja. Los esfuerzos contrainsurgentes durante el gobierno de García (en el de Toledo fueron mucho más limitados y sin resultado positivo), tuvieron –pese a esfuerzos importantes, como la toma de los baluartes senderistas de Vizcatán y Bidón, que fueron luego evacuados– un saldo negativo. El SL-VRAE resistió la ofensiva militar, causó muchas bajas y pérdida de armamento en varias emboscadas y avanzó hacia La Convención, para amenazar el eje energético y extorsionar a sus operadores.
En abril de 2012, el secuestro masivo de 36 trabajadores en Kepashiato por SL, marcó el punto más bajo en la respuesta del Estado al SL-VRAE durante el gobierno de Humala. Entre el abandono de policías y las emboscadas a soldados, las bajas fueron muy altas y los resultados no solo nulos sino negativos.
Pero a partir de ahí la situación mejoró rápidamente. Bajo la coordinación del viceministro (primero del Interior y luego de Defensa) Iván Vega, la fuerza especial del Comando Conjunto (el CIOEC), junto con los grupos de investigación policial formados por Morán y reforzados por la Dincote, unificó en forma fluida y eficaz la inteligencia con las operaciones. En el VRAE, un crecientemente robustecido comando militar amplió, desde bases más seguras y mejores, su control territorial y operativo, sobre todo a partir del comando del general César Díaz Peche; y –luego del breve interregno del general Leonardo Longa–, con el del general César Astudillo.
Los resultados no tardaron en llegar: “William” (uno de los mandos militares más importantes de Sendero) fue abatido; y luego cayeron también “Alipio” y “Gabriel”, todos emboscados en operaciones cuidadosamente planeadas y eficientemente ejecutadas. Hubo muchas otras operaciones complementarias, y el resultado fue un dramático descenso en el accionar de SL-VRAE. Si en el 2011 tuvieron más de 130 acciones, en el 2013 apenas llegaron a 40, a la mitad de ese número el 2014 y a casi nada el 2015.
Lo más importante fue que la presencia de SL-VRAE en La Convención fue, para todo propósito práctico, erradicada y controlada así la amenaza al eje energético (el gasoducto de Camisea).
Nada mal en términos de contrainsurgencia.
Otro notable logro operativo –sobre todo por la manera de realizarlo– fue la interdicción del puente aéreo de la cocaína entre el VRAE y Bolivia, en 2015. En lugar de romper el puente con aeronaves de combate (como se hizo exitosamente en los 90), el CE-VRAEM lo hizo inutilizando las decenas de pistas de aterrizaje con explosivos. Eso no había tenido éxito en ninguna de las otras ocasiones en las que se intentó, pero aquí, bajo el mando del general Astudillo, el masivo, terco y recurrente empleo de zapadores militares en la demolición de más de 200 pistas clandestinas, consiguió fracturar el puente aéreo, por lo menos hasta ahora.
Esos son logros innegables que no se hubieran conseguido sin el apoyo directo del presidente Humala. Uno pensaría que el compromiso de este con el mérito y la eficiencia militar era un rasgo definitorio de su gestión.
Pero el mismo presidente pasó antes de tiempo al retiro –para allanar el camino a otros– al general Díaz Peche; hizo lo mismo con otros militares destacados como el general Wálter Chávez Cruz o el coronel Carlos Romero (ya repuesto judicialmente); forzó ascensos de amigos, copromocionales o parientes, sin atención al mérito; permitió un poder desmesurado (y de resultados negativos) al coronel (r) Adrián Villafuerte, entre otras cosas.
Finalmente, en una especie de clímax del desacierto y la torpeza, hizo que el ministro de Defensa, Jakke Valakivi, amenazara con iniciar acciones legales por nada menos que “traición a la patria” por un reportaje de Panorama sobre el mal manejo de fondos de inteligencia en el CE-VRAE; manejo visiblemente corrupto y ciertamente escandaloso por la incompetencia en el control y registro de informantes.
La amenaza a las periodistas de Panorama fue descabellada y contraproducente. Si alguien puso en peligro la seguridad de otros, esos fueron los oficiales de inteligencia que registraron informantes con sus nombres reales.
El reportaje de Panorama sufre de varios defectos, uno de los cuales es imputar al general César Astudillo responsabilidades que no tiene. Echarle indirectamente la culpa, por ejemplo, de una emboscada que sucedió varios meses después de haber dejado el mando del CE-VRAE.
Pero el maltrato principal a Astudillo provino del Gobierno y fue obligarlo (como hizo el Ministerio de Defensa) a ser el único funcionario entrevistado, poco antes de que el mismo ministerio saliera con la amenaza estridente e histérica de la denuncia “por traición a la Patria”.
¿Hay una manera más segura de liquidar la carrera de un oficial que tuvo logros notables en un puesto de importancia crucial? Eso no tiene nada de transparencia y mucho, más bien, de búsqueda de chivo expiatorio e indiferencia a todo lo que no sea la auto-protección del círculo cercano.
Claridad y audacia de un lado; egoísmo y miopía intelectual del otro. Entender a quien corre y se atasca al mismo tiempo no es fácil. Por ahora, en el epílogo de Ollanta, es preciso señalar el mérito pero también subrayar la auto-destructiva mezquindad.