Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2448 de la revista ‘Caretas’.
En estos días he pensado en Valentín Paniagua y su última campaña. En marzo de 2006 lo acompañé a Iquitos, cuando su candidatura, como escribí ese año en CARETAS 1946, “había pasado de ser una lucha cuesta arriba a una peregrinación dolorosa cuyas estaciones no se podía evitar ni abreviar”.
El presidente que dejó el poder con 80% de aprobación, no lograba, cinco años después, convocar masas ni entusiasmo en la campaña.
Pero Loreto, y especialmente Iquitos, fue totalmente diferente, un bello canto del cisne de su vida política y –poco después– terrenal. Iquitos lo recibió triunfalmente, con entusiasmo, afecto y gratitud. Lo mismo ocurrió en Requena el día siguiente. Ahí, Valentín habló con alegría y “sobre todo con fuerza”. Al referirse a los que sostenían que estaba demasiado viejo para hacer frente a los rigores de la Presidencia, les contestó con una frase que hizo reír y rugir a la vez a la multitud: “¡Viejo es el viento pero sopla todavía!”.
Pasaron diez años y el 28 de julio pasado vi a Pedro Pablo Kuczynski, de 77 años, soplar ‘El Cóndor Pasa’ en una flauta traversa en el patio de Palacio de Gobierno, celebrando su inauguración presidencial. Inesperado, el viejo viento sopló como debía.
Meses antes, otro tipo de resuello, una tos interminable en el CADE, había hecho pensar que PPK no iba a tener aire suficiente para llegar a la presidencia y menos para sobrevivirla.
«Mientras la geriatría reformula sus saberes, no está mal transitar el siguiente quinquenio con un presidente avanzado en años pero también en ideas, intereses y entusiasmos».
Pero luego de una campaña sorprendente, con una briosa y decidida ofensiva de último minuto que muy pocos atribuirían a la senectud, ahí estaba el nuevo presidente, coronando su victoria con música, alegría y ruptura de la tradición.
El presidente más viejo en la historia de la república peruana ha demostrado hasta ahora disfrutar enormemente de su posición, con una llaneza que contrasta con la actitud que tuvo ante el poder el que fue en su momento el presidente electo más joven en nuestra historia: Alan García, en 1985.
¿Es, al fin, la edad avanzada, una ventaja para el gobierno? La pregunta es, claro, vieja, pero sus respuestas son de toda edad.
Cuando uno se hace técnicamente viejo, como es mi caso, se empieza a entender que no hay respuestas, porque la edad larga de la vejez es probablemente más variada, diversa y desigual que la juventud y la madurez. Excepto en la decrepitud, la vejez no predice al viejo: ni su carácter, ni sus pasiones, ni su lucidez, blandura o radicalidad.
El poder ejercido por viejos en la Historia cubre todo el espectro entre la benevolencia y la crueldad. Francisco de Carvajal se ganó con justicia el apelativo de ‘Demonio de los Andes’ entre sus 78 y 84 años de edad, vividos en guerra sin pausa hasta su día final en Jaquijaguana. El ayatola Khomeini tenía casi 80 años cuando tomó el poder y llevó a Irán ( y la región) a su visión ferozmente radical del Islam. Mao Zedong era también casi octogenario cuando inició la Revolución Cultural en China. Siglos atrás, el ‘Viejo de la Montaña’ (Rashid ad-Din Sinan), jefe de la secta de Asesinos, hubiera sido menos temido de haber sido joven.
Pero hay también numerosos ejemplos de la vejez como construcción o reconstrucción. David Ben-Gurión proclamó el nacimiento del Estado de Israel, y se convirtió en su primer ministro, a los 62 años. Le decían ‘Ha Zakén’ (el viejo), pero su enorme energía avanzó con los años. Cerca de los 70, bajo la tutela de Moshé Feldenkrais, aprendió hasta a pararse de cabeza, entre otros progresos físicos (e intelectuales) que logró laboriosamente en la vejez. Konrad Adenauer asumió el gobierno de Alemania Occidental en 1949, a los 73 años. Deng Hsiao Ping pasó de víctima de la Revolución Cultural a líder de los cambios que hicieron la China de hoy entre los 74 y 85 años.
La testosterona menguante, de otro lado, no significa la pasión decreciente. Muchos de los grandes creadores longevos no conservaron solo la capacidad de enamorarse sino la de llevar la pasión a la práctica. Goethe tenía 72 años (de los de su tiempo) cuando se enamoró –sin otro éxito que el poético– de Ulrike von Levtzow, de apenas 17.
Sabemos de por lo menos un premio Nobel de Literatura arrebatado por un amor octogenario. ¿Quizá piensan en Saul Bellow, que tuvo una hija, Rosie, a los 84 años cumplidos?
Pareciera, en efecto, haber una coincidencia más o menos frecuente entre la longevidad creativa y la amatoria. Pablo Casals, Pablo Picasso, Charlie Chaplin, junto con varios otros, lo ilustran. ¿Es eso propio de la creatividad o de una salud vigorosa que, junto con los de los famosos, se irradia en multitud de romances anónimos y ardorosas pelvis otoñales?
Y tampoco la creación aparentemente tardía deja de tener genio y audacia. Giuseppe di Lampedusa escribió El Gatopardo en los últimos años de su vida y murió antes de verla publicada. Cervantes tenía 58 años bien sufridos (y, otra vez, de esa época) cuando publicó la primera parte del Quijote; y 68 cuando sacó la segunda.
¿Por qué, entonces, cuando pensamos en presidentes viejos es más probable que surja la imagen de, digamos, Joaquín Balaguer, presidente ciego, estadista literalmente anciano de la República Dominicana a los 80 años? Porque al fin, hasta ahora la historia común de la vejez es una de entropía y atrofia, salvo las figuras excepcionales, tanto en el llano como en la cima.
En esa historia, las respuestas no llegan necesariamente con los años. En algunos casos hasta las preguntas se van.
Pero con el ingreso del baby boom, de la posguerra a la vejez, hasta el concepto de esta cambiará. Esta generación excepcional en lo demográfico y cultural no tendrá el tiempo suficiente como para llegar a multiplicar sus años de vida, pero sí para alargarla y mejorar enormemente su funcionalidad. Para millones de personas la vejez ya no representará debilidad física, impotencia sexual, amnesia progresiva, inmovilidad creciente, aflojamiento de válvulas, prolapso de vísceras, dolores constantes, pañales plenitud (o por lo menos plenos) y otros encantadores fenómenos de la decrepitud.
Un porcentaje creciente de viejos será fuerte gracias al ejercicio constante, mejor comprendido y practicado; su nutrición, vastamente mejorada, los mantendrá saludables; y una combinación de tratamientos los tendrá sexualmente activos hasta cuando quieran estarlo. Fuertes y sanos, continuarán competitivos muchos años después de la edad de jubilación y los mejor desarrollados intelectualmente podrán realizar una obra mayor, más prolongada y memoriosa.
Eso ya ocurre ahora con un porcentaje mucho mayor de viejos que en cualquier otro momento de la humanidad, y ese porcentaje seguirá creciendo. Luego habrá otros avances, cuando la biotecnología cree un nuevo orden de cosas al orientar los procesos básicos de la vida. Pero, por rápidos y espectaculares que sean sus avances, ni la cola del baby boom alcanzará a ver (y aprovechar) sus resultados mayores.
De todos modos, mientras la geriatría reformula sus saberes, no está mal transitar el siguiente quinquenio con un presidente avanzado en años pero también en ideas, intereses y entusiasmos; con la suficiente experiencia y conocimiento de mundo como para no tenerle miedo a heterodoxias o herejías, pero con el suficiente sentido común para mantener un manejo pragmático y eficiente del gobierno.
Esto, claro, es más un deseo informado que una predicción. Hay muchas cosas que pueden ir mal; no existen los suficientes equipos afiatados ni la misma unidad de propósito y, en la relación Legislativo-Ejecutivo, hay un problema básico de gobernabilidad que debe y tiene que resolverse. Pero, por lo menos en cuanto a actitud presidencial, se ha empezado bien; y, aunque todavía incierta, existe la posibilidad de que nos vaya mejor.