Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2455 de la revista ‘Caretas’.
Hace algunos años, en un momento de euforia y de triunfo, Lula lloró.
Era 2009 y acababa de ganar la sede olímpica para Brasil en 2016. El derrotado era, sobre todo, el presidente Obama y el vencedor era Lula; con el futuro por delante y un 2016 que se vislumbraba culminante y luminoso. Obama encajó el revés con rostro serio y Lula la victoria con lágrimas felices.
“En el lamento y en la euforia también se calibra al líder” escribió entonces (8 de octubre de 2009) Gabriela Warkentin en un artículo en El País. Las lágrimas de Lula fueron explicadas así por Warkentin: “Porque hay de lágrimas a lágrimas: las que restan virilidad –según los cánones del macho–, y las que suman dignidad. El 2 de octubre, Lula lloró desde esta otra dimensión”.
¡Cómo han cambiado las lágrimas! ¡Cómo ha cambiado Brasil! La olimpiada pasó, pero antes de que terminaran las competencias paralímpicas, Lula derramó lágrimas de nuevo. Que no fueron ni de “las que restan virilidad” ni de “las que suman dignidad”, sino las que expresan conmoción. Por el escenario que ha creado el huracán político en su nación, uno totalmente diferente del que soñó en la euforia de 2009, cuando, entre otros entusiasmos, Warkentin terminó su artículo con una pregunta: “Lula, ¿te animas a ser Presidente de México?”.
Pues no, luego de que el día anterior la fiscalía federal anticorrupción de Curitiba lo acusara de ser “el comandante máximo de la corrupción” por el caso Lava Jato en Petrobras, Lula la desafió, en un apasionado discurso, cortado frecuentemente por las lágrimas y los aplausos de sus partidarios: “prueben una corrupción mía e iré caminando a la cárcel”.
En la circunstancia brasileña actual, no se trató de un desafío retórico. La investigación anticorrupción del caso Lava Jato ha demostrado sobradamente que en Brasil hoy, nadie es, a diferencia de lo que pasó en Estados Unidos con el escándalo financiero de la década pasada, “too big to jail”, demasiado importante como para ser encarcelado.
En la presentación de la acusación fiscal contra Lula, Deltan Dallagnol, el fiscal federal que dirige el equipo de fiscales del caso Lava Jato en Curitiba, sostuvo que el ex presidente dirigió el esquema global de coimas y otros pagos ilegales que fortalecieron al gobierno del PT de Lula, mediante un uso extensivo de sobornos que sostuvo coaliciones y ganó favores. Lula, dijo Dallagnol, citado por el New York Times, era “el general” al mando de ese esquema.
Lula desafió la acusación, en un apasionado discurso, cortado frecuentemente por las lágrimas y los aplausos de sus partidarios: “prueben una corrupción mía e iré caminando a la cárcel”.
A diferencia de otras acusaciones en Lava Jato, los cargos de corrupción personal contra Lula son comparativamente modestos: La fiscalía lo acusa de haber recibido ilegalmente, junto con su esposa, Marisa Letícia Lula da Silva, el equivalente de un millón 100 mil dólares para mejoras y gastos en un departamento de playa pagados por la constructora OAS. Esa suma es, aclaran los fiscales, solo una parte de los cerca de 26 millones dólares que esa compañía habría pagado en coimas para obtener contratos de Petrobras.
Lula, sostuvo Dallagnol, dirigió una “propinocracia” (propina= coima) predicada en el robo y el soborno, que movilizó cientos de millones de dólares destinados a la compra de voluntades y a la corrupción en general.
La defensa legal de Lula fue rápida y agresiva. Sus abogados calificaron la acusación de Dallagnol como “un deplorable espectáculo de verborragia” sin pruebas, basado en “piezas de de inconsistencia cristalina[sic]” presentadas mediante “un discurso farsesco”.
Pero el martes 20, el juez federal brasileño Sergio Moro aceptó procesar la denuncia por corrupción y lavado de dinero contra Lula, su esposa y otros acusados, entre ellos el ex presidente de OAS, Léo Pinheiro y Paulo Okamotto, presidente del Instituto Lula.
Moro enfatizó que “el juicio de admisibilidad de la denuncia no significa un juicio conclusivo en cuanto a presencia de responsabilidad criminal… El proceso es, por tanto, una oportunidad para ambas partes”.
Lo importante es que el proceso general de Lava Jato, ha ingresado a su fase más crítica: la final. Su efecto sobre Brasil ha sido nada menos que revolucionario. La destitución de la ex presidenta Dilma Rousseff, fue un efecto indirecto; mientras que la del ex presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, fue directo.
El escándalo de Lava Jato ha remecido a toda la clase empresarial y política de Brasil. De las casi 240 personas denunciadas, 100 son empresarios (algunos de ellos entre los más resaltantes de la nación) y casi 40 son políticos importantes. Setenta de los acusados ha firmado ya acuerdos de colaboración con la justicia, especialmente de la muy eficaz “delación premiada”.
Pero ahora que se aproxima la fase culminante de la investigación, la resistencia contra ella se ha intensificado marcadamente. Léo Pinheiro, de OAS, que luego de resistir por meses, capituló e inició un proceso de ‘delación premiada’, fue impedido de seguir en él por razones formales. Queda, sin embargo, la posibilidad de reanudar todavía su testimonio, que sería crucial, entre otras cosas, para desvelar la identidad de varios corruptos peruanos.
La hostilidad del nuevo régimen de Michel Temer a la investigación de Lava Jato es evidente. Según la edición de El País en portugués, la evaluación del gobierno de Temer es que los procuradores [fiscales] de Lava Jato están “exagerando hace tiempo” las acusaciones. La popularidad del gobierno de Temer es tan baja, sin embargo, que resulta poco probable una ofensiva abierta contra el juez Moro y los fiscales federales de Curitiba en el corto plazo. Pero ello puede cambiar, y el sentido de conservación y supervivencia política podría generar las más extrañas coaliciones en el futuro cercano.
Todos los protagonistas saben que el final del juego, el desenlace de esta historia, está cerca y saben que se agudizará la pugna para el resultado: el conocimiento en detalle de robos y corrupciones, con sus remecedoras consecuencias; o –aunque difícil no imposible– un audaz sabotaje en la última etapa del proceso anticorrupción, que logre arrebatar la impunidad de las manos mismas de la revelación.