El 19 de abril pasado publiqué el editorial “No regalar el voto”, dirigido a las fuerzas democráticas de nuestra sociedad, para describir el amargo dilema que nos había presentado el destino (la “Alternativa del Diablo”, en préstamo del título de Frederick Forsyth) y pensar sobre la acción posible que quedaba por tomar frente a la disyuntiva de elegir entre dos fuerzas radicalmente diferentes pero que tenían en común ser un peligro para la democracia.
Era claro entonces, y lo es más ahora, que sin el trauma brutal de la peste, ese escenario desolador no hubiera ocurrido jamás. Hubiéramos llegado al Bicentenario como una nación orgullosa de haber logrado el más longevo período democrático y el más sostenido y diverso crecimiento en nuestra historia. No hubiera sido, en absoluto, suficiente para eliminar injusticias, atrasos y taras profundas arrastrados por los años y también los siglos, pero era, por fin, el comienzo de un camino en el que la democracia y el creciente ejercicio de derechos creaba un país mejor.
Gracias a la democracia y sus libertades habíamos logrado los mayores y más profundos avances en la lucha contra la corrupción en nuestra historia. El número de expresidentes procesados, de empresarios poderosos en confesión de fechorías a través de la colaboración eficaz, de jueces y fiscales relevados y procesados mientras otros asumían con entereza el proceso de investigar y acusar la corrupción, era el signo de que se iniciaba el camino hacia una sociedad más limpia y, en consecuencia, más justa y eficaz; donde el mérito y no la corrupción marcarían el camino al éxito personal y el progreso colectivo.
Era, por supuesto, un camino minado por fragilidades múltiples, como ha sucedido en cada caso en la Historia en el que las sociedades se construyeron a sí mismas a partir de la injusticia o la desgracia hacia un futuro mejor.
Aquí, los corruptos eventualmente contraatacaron, pero eso era previsible, como lo era el apoyo de la sociedad a quienes investigaron y sacaron a luz lo que hasta entonces se había considerado imposible lograr..
Pero a partir de marzo 2020, la peste convirtió la esperanza en desolación, esparció la muerte, fracturó la economía, destruyó trabajos y recursos, trajo hambre, confusión y la depresiva percepción de que nadie con capacidad de decidir ofrecía el camino o la dirección para salir de la calamidad.
Pasó luego lo que pasó: cayeron presidentes, surgieron candidatos y fuimos a votar en un pico pandémico. Terminamos con los dos candidatos que encabezaron la competencia de pitufos obteniendo juntos apenas el 18% del total de votantes. Más del 80% de electores no fue representado por ninguno de los dos.
Y esas dos fueron las cartas que nos entregó el destino: juegues la que juegues, perderás.
En los veinte años anteriores, la democracia estuvo por lo menos cada cinco años en peligro. Pero siempre se la logró salvar con la movilización de la sociedad democrática que demostró en cada caso su poder de decidir el resultado de una elección. En todos los casos las fuerzas democráticas tuvieron claro quién era el enemigo mayor –el fujimorismo principalmente– y actuaron en conjunto como una sola fuerza decisiva.
Por eso, inmediatamente después de la primera vuelta, pedí no regalar el voto. No apresurarse en apoyar a tal o cual sino mantener la capacidad de presión sobre los candidatos para forzar cambios sustantivos que garanticen la sobrevivencia de la democracia.
Fracasé casi de inmediato en ello. De un lado, Mario Vargas Llosa, y un grupo importante de sus seguidores, tomó la decisión de apoyar a quien antes habían combatido con tanto denuedo y por tantas razones: a Keiko Fujimori. De otro lado, una parte considerable de la izquierda democrática decidió apoyar a Pedro Castillo. Las fuerzas democráticas de izquierda, centro y derecha, que hasta ese momento siempre actuaron juntas se apuraron en dividirse al comienzo de la segunda vuelta y cancelaron con ello la capacidad de una presión creíble.
Hubo esfuerzos, sin embargo, por lograr compromisos. El más importante fue la Proclama Ciudadana, presidida por el cardenal Pedro Barreto, que fue jurada por ambos candidatos en una ceremonia conjunta en el Colegio Médico. Tengo la impresión de que ninguno de los dos sintió un compromiso perdurable, a juzgar, luego, por el tenor de sus campañas.
Al día siguiente del debate con Castillo en Arequipa, Keiko Fujimori juró otra vez fidelidad a la democracia, en una ceremonia presidida virtualmente por Mario Vargas Llosa, donde pidió perdón por los estropicios que antes ocasionó, aunque tuvo cuidado de referirse a su prisión como “injusta”, de manera que si por algo no pidió perdón, fue por la corrupción.
Por su lado, Pedro Castillo tuvo un encuentro virtual “de maestros” con el expresidente uruguayo José Mujica el jueves 3 de junio, cuyos consejos llevarían a un gobierno democrático de izquierda… si fueran seguidos.
Y así llegamos al último día previo a la elección, cuando es inevitable decidir el voto.
Por primera vez en este siglo, no hay una alternativa estratégica ganadora para las fuerzas democráticas. Puede haber maniobras, iniciativas tácticas que permitan una inesperada feliz resolución. Pero no hay certeza alguna de que ello vaya a suceder.
Así que procedo a razonar mi voto.
No votaré por Keiko Fujimori porque estoy convencido de que no tiene la calificación moral básica para ocupar la presidencia. Es cierto que muchos de los presidentes anteriores tampoco la tuvieron, pero lo descubrimos o terminamos de descubrirlo cuando estaban en el poder o cuando lo dejaron. Y ninguno de los luego investigados y procesados volverá nunca a ser presidente.
Keiko Fujimori sirvió a una dictadura criminal, como lo señaló Vargas Llosa muchas veces hasta hace poco.
Luego, como candidata y líder de su partido, socavó gobiernos e instituciones. Cambió de versiones y posiciones varias veces, como quien cambia de ropa. Y lo que es peor, cuando tuvo una agresiva mayoría congresal a sus órdenes y empezó a revelarse su participación en el caso Lava Jato, no dudó en emplearla a fondo, para intentar cooptar, presionar y amenazar para cancelar las investigaciones. Cuando estas se concretaron en la acusación fiscal de marzo pasado, revelaron delitos graves, articulados a través de su organización, por los cuales el fiscal ha pedido una pena severa. Es cierto que el caso debe dilucidarse en juicio, pero es cierto también que si gana la elección, dicho juicio esperará cinco años bajo su gobierno.
Imaginen lo que pasará. ¿Cómo les irá a los fiscales Rafael Vela y José Domingo Pérez? Incluso ahora, previendo el cambio de vientos, ya los acosan dentro del Ministerio Público. El probable resultado será que ambos fiscales, extraordinarios en sus logros y valentía, terminen siendo acusados y procesados por fiscales y jueces serviles al nuevo fujimorismo como sucedió bajo el viejo fujimorismo de los 90.
Por esas, entre otras, razones: No votaré de ninguna manera por Keiko Fujimori.
Si Pedro Castillo hubiera demostrado su voluntad de mantener, defender y fortalecer la democracia, como lo hicieron izquierdistas democráticos tales como José Mujica, Tabaré Vásquez, Michel Bachelet y el Lula del primer período, hubiera votado por él. Puedo no estar de acuerdo con buena parte de las estrategias de gobierno de esa izquierda, pero representan una alternativa legítima y viable dentro de los procesos democráticos. Tal como la representan a su turno los gobiernos conservadores, de derecha democrática. Unos se concentran en lo distributivo, los otros en lo productivo. Pero ambos son democráticos, gobiernan con las leyes que defienden y promueven las libertades fundamentales.
Pero Pedro Castillo no controla el partido que lo llevó como invitado. Esa maquinaria no es suya sino de Vladimir Cerrón. Y Cerrón es ideológicamente hostil a la democracia. Un gobierno en el que ambos disputen y cooperen a la vez, enfrentados a una mayoría hostil en el Congreso, llevaría al país a una turbulencia enorme que probablemente se zanjaría con la caída del Congreso o el Ejecutivo en unos meses. Eso, ¡en medio de la peste!
No votaré por ninguno de los dos candidatos. Con total seguridad en un caso y con relativa pena en el otro. Sigo pensando ahora como antes que ambos representan, por las diferentes razones expuestas, un peligro serio para la democracia.
¿Qué hacer, entonces? Mantener vigilancia, lucidez, corazón firme y temple parejo mientras se acercan y transcurren los días que pueden llevar a la oscuridad. IDL-Reporteros intensificará con todo empeño su esfuerzo de periodismo investigativo y de defensa de la democracia por más que el camino se empine cuesta arriba y se acorten las horas. Con el paso de los años, el peso de la experiencia, crece la responsabilidad de nuestra misión cuanto crece el honor de cumplirla.