Gustavo Mohme Llona murió poco antes de los meses de luchas decisivas que llevaron al derrocamiento de la dictadura de Fujimori y Montesinos. Pero esas oleadas populares de entusiasmo, indignación y esperanza que llegaron al punto más alto en las jornadas de julio del dos mil, debieron mucho al esfuerzo pertinaz y sacrificado de ese piurano larguirucho, afable y valiente a través de los años acosados y oscuros de la década del noventa.
Mohme Llona pagó un precio alto por su verticalidad y coraje. Puedo imaginar cuánto debe haberle dolido al provinciano caballeroso, cortés hasta con sus enemigos, el torrente de inmundicias escritas con las que el infecto SIN de Montesinos llevó a cabo una campaña de descrédito e intento de destrucción moral en su contra.
La dictadura cleptocrática tenía todas las razones para odiarlo. Mohme Llona logró mantener –con habilidad e incluso con cintura algunas veces– viva a La República en los años en los que casi toda la prensa o aplaudía o callaba y miraba a otro lado. Pero además de director del diario, Mohme Llona fue activo dirigente político (una mala combinación en circunstancias normales, pero plenamente justificada entonces), que se esforzó de manera permanente, en tratar de coordinar, conciliar, unir y entusiasmar a la oposición democrática. Su constancia en ello fue uno de los factores importantes que nos llevó de ser una minoría pequeña el 92 a la gran mayoría del dos mil.
Por eso fue tan triste perderlo antes del colapso de la dictadura. Y por eso se lo extrañó mucho en los días de esperanza que siguieron a la conquista de la democracia. Y por mucho más – su nobleza y hombría de bien sobre todo– se lo sigue extrañando hoy.