El lunes 15 volvieron a marchar y otra vez fueron miles. No marchaban siguiendo a un líder sino a una convicción. Y no se equivoquen: esos miles, y los muchos otros que ellos representan son quienes definirán la elección. Hasta donde sé, esa mayoría no ha elegido todavía, pero ya sabe a quiénes no elegir y contra quiénes luchar.
Los que marcharon y marcharán, especialmente en la manifestación culminante del 5 de abril, no lo hacen por odio – como sostuvo Keiko Fujimori – sino por defender lo que aprendieron a amar cuando la perdieron en los años de la dictadura: la democracia, la libertad, los derechos de todos a vivir en una sociedad libre, sin ladrones ni demagogos. Sin la perversión provocada por la devaluación de instituciones, de principios; de la palabra y la verdad.
En los años que siguieron al derrocamiento del fujimorismo y la entropía de la democracia, en un país que creció económicamente pero cuya política e institucionalidad se convirtieron pronto en anémicas y disfuncionales, las fuerzas democráticas subsistieron en latencia, resignadas a escoger el mal menor pese al deseado bien mayor.
Eso cambió el 2011, cuando pareció que luego de una decena de años, el péndulo perverso de nuestra historia, y la latinoamericana, nos regresaba – ¡por la vía de los votos! – al autoritarismo fujimorista. Con la mayoría de la clase empresarial –y la virtual totalidad de la plutocracia–, sus medios de comunicación masiva, sus escribas, sus políticos (como Kuczynski, por mucho que ahora la quiera barajar), alineados tras ella, el triunfo de Keiko Fujimori parecía a muchos inevitable. Sobre todo teniendo a Ollanta Humala como contendiente, a quien virtualmente todos, en los simulacros de las encuestas, le ganaban en segunda vuelta.
«Keiko Fujimori está en la política no por su nombre sino por su apellido, lo que este representa y lo que ella, en última instancia, defiende».
Pero, cuando Ollanta Humala juró en San Marcos respetar y defender la Democracia (juramento que sin duda cumplió, al margen de errores, pésimas decisiones y transacciones más que investigables), se produjo la gran movilización de los cientos de miles para quienes la democracia es el bien supremo de esta república. Hubo marchas y manifestaciones en todo el país, convocadas y efectuadas en muy poco tiempo, que cambiaron el rostro a la campaña. Gracias a ellos, Humala triunfó, por más que apenas unos meses después terminara rodeado por buena parte de la gente que había apoyado a Keiko Fujimori casi hasta el final.
Keiko Fujimori es disciplinada y entendió la lección de su derrota: que mientras fuera la representante de su padre lo más que iba a lograr era mantener el tercio aproximado de votación fujimorista. Se dedicó durante los años siguientes a rearmar su organización política y a iniciar un despliegue gradual de la derecha al centro y de la defensa a ultranza a la autocrítica.
Fue un trabajo largo y metódico, de resistencia. Se escondió a las impresentables, se mantuvo una aceptable disciplina declarativa y se trató de presentar el rostro, para decirlo en gringo, de una kinder, gentler Fujimori que surfeaba tranquila hacia la segunda vuelta con un aura de apacible inevitabilidad.
La aparición de Julio Guzmán cambió el escenario, trastocó los libretos y encendió el conflicto. En su rapidez y, sobre todo, su geografía de crecimiento, Guzmán demostró la capacidad de derrotar a Keiko Fujimori, no como mal menor sino como una alternativa nueva y promisoria.
El problema de Guzmán fue crecer demasiado rápido. Los otros candidatos se sintieron virtualmente fuera de juego justo en las semanas en las que se calienta la campaña y donde se producen las atropelladas de los últimos días. El más alarmado fue Alan García quien, pese a su disfuncional alianza, confiaba en atropellar como lo había hecho en dos elecciones previas en este siglo y en entrar a la segunda vuelta así fuera por puesta de ombligo.
El Apra movió sus fichas en el Jurado Nacional de Elecciones, contó con la vergonzosa complicidad de la mayoría de los otros candidatos (especialmente la candidatura de Kuczynski), a quienes la posibilidad de saquear los votos de Guzmán les pareció irresistible; y se armó la leguleyada, con un derroche de argumentos dignos de los tiempos de José Portillo, Rómulo Muñoz y Alipio Montes de Oca.
Fue, por supuesto, un fraude adelantado perpetrado por un Jurado indigno. Lo deprimente fue constatar la hipocresía de los demás candidatos – salvo, parcialmente, Verónika Mendoza y, algo menos, Alfredo Barnechea–, en el coro fariseo de ‘la ley es la ley’, mientras, sin esperar su defunción, empezaban a tratar de canibalizar sus votos.
Si Guzmán hubiera tenido mejor capacidad de lucha y manejo de crisis, la historia pudo haber sido diferente. Pero no las tuvo. Y el triste capítulo final se dio el domingo pasado, cuando entró a someterse al dictamen final de esa tremenda corte electoral y, en lugar de utilizarla como tribuna, dejó que hablaran sus abogados por él.
¿Puede haber una resurrección? El problema es que, como se sabe, todo proceso de resurrección es inquietante. Si uno ve que alguien declarado muerto vuelve a la vida, no sabe si abrazarlo o salir corriendo.
Las consecuencias de ese fraude previo se dieron desde el principio. La sensación de manipulación grosera encendió alarmas en cadena. Hubo dos preguntas repetidas una y otra vez cuyas respuestas pronto coincidieron. ¿Quién lo hizo? García. ¿Quién se beneficia? Fujimori. Quizá García no pensó lo mismo respecto de la segunda pregunta, pero ese fue el consenso.
¿El resultado? La primera contramanifestación que tuvo Keiko Fujimori en Arequipa y su violenta respuesta terminó de definir las cosas. La contramanifestación de Cusco y las marchas en Lima y Arequipa demostraron que los términos de la campaña habían cambiado radicalmente.
La movilización de las fuerzas democráticas no se da, a diferencia de lo que sucedió con el fujimorismo, como una carrera de larga distancia. Son esfuerzos de distancia corta o media, con energía, velocidad y buen remate. Keiko Fujimori enfrenta no un movimiento contra ella sino uno en defensa de la democracia. Ella es diferente a su padre, pero está en la política no por su nombre sino por su apellido, lo que este representa y lo que ella, en última instancia, defiende.
¿Encontrará este masivo movimiento su candidata o candidato? Creo que esta vez no se buscará solo a quien pueda derrotar mejor a Fujimori sino que, sobre todo, represente una alternativa verdaderamente democrática.
Ahí no figura, en absoluto, García, uno de los principales perdedores de su propia maniobra. Si en la historia fue García quien nos dio a Fujimori, sus coincidencias y cercanías en los últimos años los asocian. Y así, con alianza o sin alianza, García ha mantenido la capacidad de hacer daño pero ha perdido la de convocar. Su magro mitin en el norte, su violento paseo por Huancayo no solo retratan una candidatura en decadencia sino un político que no controla gestos ni impulsos.
La hipocresía de ‘la ley es la ley’ ha empezado a volverse contra ellos, pese a los patéticos intentos del JNE de presentar como veniales hechos que, en los casos de Guzmán y Acuña fueron pena capital.
¿Cómo enfrentará García esta etapa en la que arriesga, con un fracaso contundente, la sepultura política? Hay quienes sostienen que apoyaría la sanción a Keiko Fujimori por la entrega de dádivas. Cualquier solución radical a estas alturas es para él un alivio.
En medio de la considerable incertidumbre queda, sin embargo, una certeza: las fuerzas democráticas ya movilizadas, cuya dimensión se hará visible el 5 de abril, serán las que, en la mayoría de escenarios previsibles, definirán la elección.
(*) Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2428 de la revista ‘Caretas’.