En 1970 Alexander Solzhenitsyn recibió ausente el premio Nobel de Literatura. Han pasado apenas 45 años, y las aparentemente macizas realidades que enfrentó con su creación y rebeldía no existen más, recientes en el tiempo se han hecho lejanas en la memoria.
En la conferencia escrita que llegó en su lugar, Solzhenitsyn expresó, sin embargo, pensamientos cuya verdad no ha envejecido ni un segundo. ¿Qué puede hacer la literatura, se preguntó, frente al crudo asalto de la violencia? Esta, recordó, no vive ni puede vivir sola sino inextricablemente ligada con la mentira. “Toda persona que aclamó alguna vez la violencia como su método debe inexorablemente escoger la mentira como su principio… nada disfraza a la violencia excepto la mentira, y la única manera a través de la cual puede sostenerse la mentira es mediante la violencia (…) La violencia demanda también de sus víctimas el vasallaje a la mentira, la complicidad con la mentira”.
La gente puede resistir a la mentira, dijo Solzhenitsyn, pero los escritores y artistas logran vencerla: “¡En la lucha contra la mentira el arte siempre triunfó y siempre triunfa! La mentira puede resistir contra mucho en este mundo, pero no contra el arte… y apenas se disipe la mentira, se revelará la desnudez de la violencia en toda su fealdad —y la violencia, decrépita, caerá”.
Tengo la impresión de que al escribir esas líneas que sugieren las grandes batallas metafísicas entre la luz y la oscuridad, Solzhenitsyn no pensó en la guerrilla ligera, audaz, veloz, eficaz de la sátira.
Así pasa. Las épicas solemnes olvidan la importancia de los protagonistas de pies ligeros, ojo rápido y punta memorable.
No debiera ser así. En la empresa de develar la mentira, la caricatura puede ser a veces el mejor retrato y la risa la manera más directa, fugaz pero memorable, de encontrarse con la verdad.
La risa corroe la mentira y ridiculiza las amenazas. Le da un poder corto pero real a quien no lo tiene. Quizá por eso el asesinato de un humorista toca fibras en el alma de la gente que no alcanzan otras tragedias.
Colombia sabe de violencias como pocos países en el mundo; y los años ochenta y noventa del siglo pasado fueron quizá los peores. A la vez, los colombianos ríen mucho y ríen bien, con inteligencia y buen ojo, de sus complejidades, sus tragedias y sinrazones.
Por eso, cuando el humorista político más popular de Colombia, Jaime Garzón, fue asesinado en agosto de 1999, su muerte conmocionó a los colombianos pese a lo frecuentes que eran entonces los asesinatos. Decenas de miles acudieron al sepelio de Garzón. Como dice la periodista María Teresa Ronderos, cuyo libro 5 en humor (Aguilar; Colombia, 2007) cuenta la vida y las obras de cinco grandes humoristas colombianos (Rendón, Osuna, Klim, Garzón y Vladdo): “Ríos de gente salió a la calle a rendirle homenaje, llenos de rabia, los lustradores de zapatos (el personaje que él hacía era de un lustrabotas) llenaron su cuadra de flores. Garzón era, por ejemplo, el único que se atrevía a decir ‘hay que rodear al presidente… para que no se escape’ cuando todos sabían que había habido dineros sucios en la campaña presidencial”.
En el proceso de develar riendo, Garzón devino “la conciencia crítica de la nación” según un artículo en Terra “y, para muchos, también la fuente más confiable de información”.
“Los humoristas”, dice Ronderos, “le sacan la rabia a la gente, le ayudan a expresar lo que siente, a reírse de lo que no se puede uno reír; por eso matar a un humorista es como matarle ese espacio más libre del alma de la gente”.
En Colombia, los asesinatos no fueron solo numerosos sino también osados. El de Garzón, como dijo su hermana Marisol a la BBC, “en cierta forma fue para darle un mensaje a todos los colombianos, que así como somos capaces de matar a Garzón podemos matar a cualquiera”.
Quince años y siete testigos silenciados después, el asesinato permanece todavía impune. Hay avances recientes, pero no resultados en la investigación.
En el ínterin hubo muchos intimidados, pero no los mejores humoristas colombianos, que acrecentaron, si acaso, su punzante acidez.
El (finalmente fallido) mensaje de los asesinos fue que no solo había que acatar la mentira sino tomársela en serio. En el otro lado del mar entonces, como en París ahora, mostraron que el odio al humorista no es un asunto ni de honor ni de teología sino de maléfico poder.
(*) Publicado el 14 de enero en El País, de España.