Este es el testimonio desde el campo de batalla de “Wiman”, un sargento peruano que sirvió en el VRAEM por varios años y que, tres meses después de haberse licenciado en la 2ª Brigada de Infantería, decidió mudarse a otro frente. Un poco lejano, eso sí: a 12 mil 500 kilómetros de nosotros, en Kiev, la capital de Ucrania, país que se halla actualmente bajo el ataque de las fuerzas armadas rusas. “Wiman” compró algún tipo de equipo militar básico en el mercado local, hizo un largo viaje desde Lima y se halla ahora mismo en la primera línea de fuego. El viaje fue una vicisitud, de principio a fin. Nada más cuando estuvo por salir del Perú, por el volumen de su equipaje, unos agentes del aeropuerto Jorge Chávez lo detuvieron creyendo que era algún malsano traficante. Al enterarse que Wiman estaba yendo a una batalla ajena le dieron una tímida bendición para que los tiroteos lo respeten, lo que hasta ahora viene pasando. Lo mismo le ha sucedido en cada parada, sea en Bélgica, Polonia o la misma Ucrania: lo interrogaban, porque mientras las personas huían del frente, él iba precisamente en la dirección contraria.
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Me dicen “Wiman”, y en las últimas horas han caído casi 200 proyectiles en la posición en la que me encuentro, disparados desde vehículos blindados rusos; especialmente tanques T-90 y mi unidad ha sufrido tres bajas.
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He venido como voluntario a combatir en esta guerra. Yo he sido soldado en el Ejército del Perú por varios años. Me incorporé al servicio militar en el Batallón Contraterrorista Nº 34, de Villa Virgen a orillas del río Apurímac. Se trata de un pueblo pequeño, convertido en distrito el 2014, en medio de una selva verde, donde el calor es agobiante hasta que se pone a llover. Aprendí lo que se debe saber para ser un soldado en el campo peruano, en especial a ser disciplinado y tener agallas y bastante resistencia. Sin esa experiencia, no me hubiera atrevido a responder a la invitación que andaba circulando por redes sociales para unirme a estas fuerzas.
Con tantos años vividos en el Ejército, uno se acostumbra a ser un militar, y por más que se me presentó un trabajo al licenciarme, sentí que no estaba en lo mío. Por eso cuando supe que se requería de voluntarios para marchar a la guerra con Rusia, hablé con mis padres y les comuniqué mi apuesta. Si logro vencer, posiblemente tengamos un mejor destino del que hemos tenido hasta ahora.
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Después de un viaje por todo el continente europeo, crucé la frontera Polonia-Ucrania y llegué a la base militar de Yaroviv, el día 27 de marzo, poco después de un bombardeo dirigido específicamente a una instalación donde se albergan extranjeros que se han presentado para apoyar a Ucrania. Habían caído 30 misiles en un solo punto y todos los fallecidos eran foráneos. Justo el día que llegué, apareció un mensaje en redes sociales. Era de Vladimir Putín, que en persona envió un mensaje dedicado a nosotros:
«Así morirán los extranjeros si siguen viniendo».
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Como no entiendo ruso, alguien se encargó de descifrarme el contenido. No estaba solo: el último tramo de recorrido lo hice con dos brasileños, dos españoles y otro peruano, al que llaman “Sparring”. No pasé mucho tiempo en el lugar. Nos avisaron que debíamos embarcarnos en un bus con las lunas forradas de negro, finalmente, hacia el meollo del asunto. La misma Kiev. Antes de subir, uno de los españoles, repentinamente, cambió de opinión y desistió. Dijo mil cosas. «Está arrugando», pensé y lo dejamos. Diez horas después, llegamos a Kiev. Amanecía el 29 de marzo.
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Aquí el desayuno es trigo. El almuerzo es trigo. Y la cena también. A veces, nos dan sopa caliente. La temperatura promedio en la noche oscila entre los 15 y 22 grados bajo cero (-15º C a -22º C). El día es más soportable, si es que aparece el sol.
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Antes del primer día de combate, pasamos a una oficina donde nos hicieron un pequeño interrogatorio y, entre otras inquietudes, nos preguntaron si aceptábamos la nacionalidad ucraniana. Mirándome a los ojos, un oficial ucraniano me dijo: «los beneficios se le darán cuando termine la guerra». Terminado el registro nos llevaron a un almacén, nos entregaron equipo, casco, uniforme, botas, chaleco y otros aditamentos para campaña. Al final del día, acabamos en un edificio universitario sin alumnos; abandonado a raíz de los ataques con artillería. Esperaríamos algunas jornadas, entre incertidumbres, para recibir nuestra primera misión.
El 1 de abril, apareció en el edificio otro peruano, al que le llamaban “Maldito”. Se nos acercó a mí y a “Sparring” y después de preguntarnos por nuestra experiencia en combate, nos llevó donde su comandante, al que llamaban “Lucas”. Nos aceptó en su unidad de inmediato, y nos dieron nuestro armamento: una ametralladora PK rusa, una pistola y un AKM, así como un parche de la unidad. A partir de ese momento, formalmente, era un legionario. Armamos una patrulla de 15 hombres.
Recibimos instrucción hasta el día 11 de abril —especialmente en misiles antitanque C-90— en que dieron la orden de alistarnos para el combate. Sería mi primer enfrentamiento contra los rusos, en Mariupol, en el óblast [equivalente aproximado de una región o departamento, NdR.] de Donetsk. Después de dar saltos por varias localidades a escondidas, pasamos al sector de Chernihivka. Allí, nos reagrupamos y salimos por la noche en una camioneta sin luces. No había pasado ni un kilómetro, cuando escuchamos un tiroteo. La sangre comenzó a bullir dentro de mí. Después de tantos contratiempos en el camino, por fin, la guerra comenzaba para nosotros. Saltamos a un lado del camino y quité el seguro de la ametralladora.
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En realidad, casi nos enfrentamos a otros ucranianos que estaban defendiendo un parapeto. Nos dispararon. Nadie les dijo que estábamos yendo en esa dirección, felizmente no nos herimos. Lo que sí ocurrió es que pronto, la artillería rusa volvió a hacerse presente, y nos escondimos a la espera de mejores condiciones. Unos diez misiles cayeron en inmediaciones.
Los drones comenzaron a hurgar nuestro escondite. Son muchos, y más que las tropas enemigas, de quien nos debemos cuidar es de ellos. Veía pasar muchos, y lo único que nos quedaba era mantenernos en las trincheras. Al anochecer, aprovechando que la artillería cesa en sus fuegos para evitar ponerse al descubierto, volvimos a salir. Por radio, el comandante del grupo nos informó que estábamos a 200 metros de la posición rusa por atacar.
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Quité los seguros de mi arma. Miré el reloj: eran las 4 de la mañana del 20 de abril. Al subir una loma próxima, escuché un grito. Era un soldado de mi equipo que había recibido un tiro. Comenzó una balacera intensa y una sucesión de explosiones. Era tal la magnitud de los tiros que no podíamos levantar la cabeza y la mitad de la patrulla retrocedió y solo quedamos ocho para resistir lo que se nos venía. Teníamos dos heridos: el del disparo y otro por la onda explosiva. El médico reaccionó y pudo estabilizarlos, mientras enfrentábamos la situación. De alguna manera, pudimos cortar el contacto y escapar a tiempo y al amanecer, ya estábamos fuera del rango del enemigo.
Los georgianos de la patrulla estaban enojadísimos. Se le fueron encima a un veterano al que llaman “Yura”, insultándolo en ruso (no entendía nada) y con un palo comenzaron a golpearlo. Otro georgiano sacó una pistola y cuando vi eso, traté de separarlos. El georgiano disparó y, para mi suerte, el arma se trabó. La discusión amainó y parte del equipo se marchó. Yo me quedé. Pronto saldríamos a una nueva misión: destruir artillería rusa.
La sensación de frío es intensa. Debo de acostumbrarme. Los drones siguen rondando por el cielo, como si fueran personajes, más celosos que perros sabuesos.
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