Percy Rojas abre la computadora en su oficina en el séptimo piso de un edificio en el distrito limeño de San Miguel, cerca del Parque de las Leyendas. Aparece en la pantalla un listado de personas desaparecidas en orden alfabético, por sexo, edad, fecha de detención. Los colores identifican a las que desaparecieron el mismo día, en las mismas circunstancias. Todas, entre el 1 de julio y el 21 de agosto de 1984. “Agana Anaya, Yuri, 17; Arana Alcázar, César, 20; Araujo Ayala, Enrique, 44; Araujo Cabezas, Alejandro, 23; Araujo Curo, Alejandro, 37…”, lee Rojas en voz alta.
También figuran en la nómina 14 mujeres que desaparecieron en esas siete terribles semanas: “María, 39; Sofía, 30; Crista, 26; Concepción, 61; Margarita, 35…”. “Dos de ellas estaban embarazadas”, explica Rojas.
Percy Rojas, 36, historiador de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, trabaja en la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas (DGBPD), en el Ministerio de Justicia. Homónimo del famoso futbolista, su misión es develar el horroroso secreto del Estadio Municipal de Huanta, en Ayacucho.
Entre el 1 de julio y el 21 de agosto de 1984, 107 personas fueron detenidas y conducidas al estadio –algunas a plena luz del día, a vista de testigos. Nunca más se supo de ellas, como consta en la nómina actualizada del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y Sitios de Entierro (RENADE).
En el estadio municipal de Huanta operaba el cuartel general de la Infantería de Marina, desde enero de 1983. Un mes antes, el gobierno del entonces presidente Fernando Belaunde había delegado en las fuerzas armadas la dirección de la lucha contrasubversiva contra Sendero Luminoso.
El jefe del destacamento de la Infantería de Marina a partir de junio de 1984 era el capitán de corbeta Álvaro Artaza Adrianzén. Su apelativo de guerra: “comandante Camión”.
La tarea de Rojas y su equipo es brindar respuesta a los familiares sobre el paradero de sus seres queridos, y en el mejor de los casos, encontrar los restos humanos, identificarlos y restituirlos a sus deudos para que puedan darle digna sepultura. “La nuestra no es una labor judicial, sino humanitaria”, subraya el funcionario.
La labor demanda una investigación paciente y meticulosa. “Recogemos información documentaria, tomamos testimonios de los familiares y posibles informantes –no los llamamos testigos, porque no es un proceso penal–, e identificamos los posibles sitios de entierro”, explicó Mónica Barriga, directora de la DGBPD.
Cuenta regresiva
Rojas corre hacia atrás en el tiempo, coteja las denuncias de detención de personas con la nómina actualizada de desaparecidos en ese año en la provincia de Huanta en el Registro Único de Víctimas (RUV) y otras fuentes, desanda los últimos pasos en vida de las víctimas.
La cuenta regresiva, apoyada en los casos reportados a la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), es estremecedora.
El 7 de julio de 1984, “miembros de la Marina de Guerra detuvieron al profesor de instrucción premilitar, Rigoberto Tenorio Roca (39) […]. Fue llevado con rumbo desconocido y, desde entonces, se encuentra desaparecido”.
El 8 de julio, “miembros de las Fuerzas Armadas ingresaron a un local donde se realizaba una fiesta y detuvieron aproximadamente a 30 jóvenes, entre ellos a los hermanos Alejandro y Celestino Bellido Bautista […] Fueron llevados a la comisaria de Huanta y posteriormente trasladados a la base militar, ubicada en el Estadio de Huanta […]”.
El 27 de julio, “Ricardo Baldeón fue detenido y torturado por miembros de la Marina de Guerra en Huanta […] los militares ingresaron nuevamente a su casa disfrazados de civiles, le recriminaron que se haya quejado ante las autoridades y se lo llevaron con ellos […] nunca apareció”.
El 2 de agosto, el periodista de La República “Jaime Boris Ayala se dirigió al cuartel de la Marina de Guerra para conversar con el comandante jefe de las Fuerzas Armadas de la zona, desde ese momento Jaime se encuentra desaparecido”.
El 10 de agosto, “fuerzas combinadas de integrantes de la Ronda Campesina local y efectivos de las Fuerzas Armadas detuvieron a 36 pobladores de Culluchaca [en las alturas de Huanta]. Los militares caminaron sobre ellos y dispararon al aire para hacer que el resto de pobladores se retirase. Los detenidos fueron conducidos a la base de Huanta […] Desde entonces las 36 personas están desaparecidas”.
El mismo 10 de agosto, “a las siete de la mañana […] Florentino Condori Urbano junto a otros cinco comuneros no identificados […] fueron llevados a Huanta y ejecutados en el estadio de esta ciudad”.
El 15 de agosto de 1984, “en el distrito de Luricocha, mientras asistían a un empadronamiento organizado por la Marina de Guerra del Perú, efectivos de esta arma detuvieron a Guillermo Inga Bejarano, Cirilo Barboza Sánchez y Alejandro Gutierrez. Los trasladaron a la base militar de Huanta […]. Los marinos le pidieron una vaca a cambio de la libertad de los detenidos. Los familiares les llevaron una oveja, pero los militares no aceptaron. Desde esta fecha los detenidos se encuentran desaparecidos”.
Limpiar el estadio
Las pesquisas de Rojas y su equipo hacen un corte abrupto el 22 de agosto de 1984.
Ese día, la Fiscalía de Huanta –en respuesta a una denuncia anónima– halló tres fosas comunes en Pucayacu, a 40 km de Huanta, en el camino a Huancayo. Ahí se exhumaron 50 cadáveres –49 hombres y una mujer–, desnudos, maniatados, vendados de ojos, desfigurados. En la escena del crimen se halló la libreta electoral de Cirilo Barboza y unas incriminatorias huellas de oruga de un probable vehículo militar.
La masacre puede haber sido gatillada por un acto singular e inesperado. La desaparición del periodista Ayala había puesto los reflectores sobre las acciones del “comandante Camión”. Así, el 16 de agosto, el fiscal de la nación Álvaro Rey de Castro realizó una visita de inspección al cuartel militar de Huanta. La Marina invitó al funcionario a recorrer las instalaciones del estadio. Rey de Castro no encontró nada que le llamase la atención.
Recién en 2009, pudieron ser identificadas, con el cotejo exitoso del ADN, 10 de las víctimas de Pucayacu. Todas eran comuneros de Culluchaca, detenidos el 10 de agosto. Rojas y su equipo están llegando a la conclusión de que es muy posible que las víctimas de Pucayacu fueran ejecutadas en la víspera de la visita del fiscal Rey de Castro “en una lógica de limpiar el estadio”.
Esclarecer la identidad de la totalidad de las víctimas de las fosas de Pucayacu resolvería solo la mitad del drama. La unidad de búsqueda de personas desaparecidas tiene mapeado otros sitios de entierro que pueden haber sido el destino final de los otros detenidos – 13 mujeres entre estos.
Centro de abuso y terror
“¿Dónde están las 97 personas desaparecidas aún no identificadas?”, se pregunta Rojas.
La unidad de búsqueda tiene el registro de 61 sitios de entierro, de los cuales 17 serían fosas comunes y cuatro serían “botaderos” –áreas donde se arrojaban los cadáveres– en las localidades de Iguaín, Huamanguilla, Huanta y Luricocha. La Marina había instalado bases militares en cada uno de estos distritos.
“Según los informantes, nueve de las 17 fosas comunes [contienen víctimas de matanzas] perpetradas por la Marina. Se vieron camiones militares o personal uniformado”, sostuvo Rojas, “pero también pudieron ser ronderos”. El mapa de estos sitios de entierro masivos es reservado para evitar el riesgo de que sean intervenidos. La estrategia es estrechar el círculo de búsqueda hasta alcanzar la precisión molecular. La identidad de la víctima será descubierta con el cotejo del ADN de los familiares con los restos humanos exhumados.
“Al menos dar con sus huesitos”, indicó Rojas en la presentación del proceso con los familiares, el jueves 20 pasado. Ahí se expuso que lo ideal es obtener la muestra de ADN de seis miembros de la familia del desaparecido. “No vamos a ser tan irresponsables de generar expectativas”, advirtió Rojas.
La Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas se creó recién en 2017 y ha encontrado a la fecha los restos de 351 personas víctimas de desaparición forzosa por parte de las fuerzas del orden, Sendero Luminoso o rondas de autodefensa, y, milagrosamente, una persona hallada con vida.
Hay un alto grado de confianza de que se logre ubicar e identificar a muchos de los desaparecidos en el estadio de Huanta. Pero faltará uno: Álvaro Artaza Adrianzén, alias el “Comandante Camión”.
El oficial de la Marina que dejó una estela de sangre y muerte fue evacuado de Huanta por orden superior en septiembre de 1984. Estaba vivo. El 26 de febrero de 1986 se perdió su rastro en un hecho insólito. Pocas horas después de que la Corte Suprema de Justica resolviera a favor del fuero común la contienda de competencia entablada por la justicia militar para juzgarlo por actos violatorios de los derechos humanos, Artaza Adrianzén fue presuntamente secuestrado a plena luz del día frente a una conocida chicharronería en Surco. En 1989, el diario oficial El Peruano dio cuenta de un trámite que lo declaró legalmente muerto.
Ese cuento no se lo cree nadie.
En 2003, la CVR demandó al Estado peruano formular una denuncia por secuestro, tortura, homicidio y desaparición forzosa contra el capitán de corbeta Artaza Adrianzén, entre otros miembros de la Marina.
Salomón Lerner, presidente de la CVR, presentó ese año en el Estadio Municipal de Huanta las conclusiones del Informe sobre “graves violaciones a los derechos humanos, que tuvieron su epicentro, en buena medida, en estas mismas instalaciones”. El filósofo y exrector de la Pontificia Universidad Católica del Perú calificó ese delito de “categoría intolerable, deshonra para nuestro país”.
La CVR registró cerca de 9 mil desaparecidos entre 1980 y el año 2000 como producto del conflicto armado interno. Dos décadas después, el número real de desaparecidos, de acuerdo al RENADE, escala a 20,349 personas. Y solo en el año 1984, en la provincia de Huanta, desaparecieron 1145 personas, cerca de la mitad de los cuales en hechos que se atribuyen a las fuerzas del orden. “De los escombros de este desastre moral, estamos seguros que resurgirá una nación rejuvenecida y capaz de mirar el futuro”, confió Lerner Febres hace ya 17 años. El paso del tiempo es tan cruel como la tortura.