Ninguna frase define mejor, creo, la historia del periodismo de investigación de estos años que aquella con la que Charles Dickens inició su Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos…”.
Empecemos por el lado oscuro a partir de un punto de luz.
En su discurso ante la Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, en octubre de 1996, Gabriel García Márquez definió —y fue la única vez— el periodismo escrito como “el mejor oficio del mundo”.
El 2013 la consultora CareerCast calificaba ese año el periodismo escrito como el peor trabajo en Estados Unidos. El periodista escrito perdía hasta frente a empleos como el de lector de medidores u ordeñador de vacas.
Al margen de la percepción, lo objetivo fue que el número de periodistas empleados en salas de redacción en Estados Unidos se había reducido a la velocidad de témpano en el trópico: de 55.000 en 2006, a 38.000 en 2012. Es decir, un 30% menos en apenas seis años.
Ese proceso de brutal entropía se inició años atrás. Es posible que el curso que tomó hubiera sido a la larga inevitable. O no. Lo cierto es que se aceleró enormemente por una serie de estúpidas, y por ende contagiosas, decisiones corporativas cuando la industria periodística mantenía márgenes de ganancia comparativamente altos. Para conservar las ganancias en esos niveles, o acrecentarlas, una mayoría de periódicos se embarcó en reducciones de costos cuyas primeras víctimas fueron las salas de redacción. Dentro de ellas, las unidades de investigación fueron las primeras en ser eliminadas. ¿El resultado? Un desastre, para los periodistas primero, y para toda la industria, incluidos sus ineptos líderes, después.
“¡El periodismo de investigación está siendo asesinado!”, fue el cri de coeur del renombrado periodista Rosental Alves, en un inglés cuyo acento brasileño enfatizaba, quizá, el peligro, en uno de los numerosos seminarios sobre el tema; este en Austin, Texas, en 2009.
Y mientras el asesinato amenazaba con consumarse, el periodismo escrito en general se encogió, raquitizó y deformó. Salvo excepciones ilustres, la prensa perdió buena parte de su capacidad de fiscalización. El daño que ello representa para la democracia fue comprendido por muchos; no por los suficientes.
En el perverso ecosistema que resultó, la decadencia del periodismo fue agravada por el apogeo de las relaciones públicas y de la propaganda disfrazada como información. Según un reportaje del Center for Public Integrity de enero de este año, en Estados Unidos los relacionistas públicos superan en número a los periodistas en proporción de 4,6 a 1. La diferencia salarial promedio es de más de 20.000 dólares al año, no necesito decir a favor de quién. Lo peor es que donde antes hubo información ahora hay propaganda, parte de la cual es lo suficientemente sofisticada como para parecer una cobertura desinteresada.
Las buenas noticias empiezan por saber que el asesinato nunca fue consumado. Quizá lo hubiera sido si no hubiera habido alternativa a los medios clásicos. Pero incluso antes de que las nuevas tecnologías cambiaran radicalmente las formas, los costos y el alcance de publicar, hubo organizaciones pioneras que abrieron camino al periodismo de investigación sin fines de lucro. En 1989 Charles Lewis creó en Washington el Center for Public Integrity; y a fines de 1997, el propio Lewis fundó el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ por sus siglas en inglés), cuyo papel en coordinar, producir y editar investigaciones trasnacionales fue central en el vigoroso surgimiento de un periodismo de investigación cosmopolita, versátil, enérgico y flexible.
Hay errores que, por serlo, merecen el aplauso. Fue en junio de 2001, me parece, cuando en una conferencia del ICIJ, Seymour Hersh citó una frase de Bill Moyers: “El periodismo de investigación no es un esfuerzo colaborativo”. Sonaba cierto, históricamente, y en la experiencia de muchos de nosotros.
Pero si hay una característica central en el sobresaliente periodismo de investigación que se produce hoy, es su calidad colaborativa. Redes regionales, continentales y globales han hecho posible que el esfuerzo de pequeños grupos investigativos, algunos de ellos extraordinariamente talentosos y valientes, tengan no solo un eco internacional sino frecuentemente un crucial refuerzo periodístico.
Es un proceso en el que ahora los mejores medios tradicionales se integran también a estas redes, como sucedió con las recientes investigaciones al HSBC y al Banco Mundial.
El nuevo ecosistema es, por cierto, estructuralmente inestable y los problemas que enfrentan sus protagonistas expresan casi siempre la realidad de vivir peligrosamente. Muchas cosas cambiarán, algunas para bien, pero lo que ya sabemos es que parte de los remezones actuales representan el vigor creciente del nuevo periodismo de investigación.
(*) Publicado el 23 de abril en El País, de España.