El lunes 24, después de su penosa entrevista con CNN, Pedro Castillo caminó por los corredores de Palacio hacia el ala de la PCM, sobre el jirón Carabaya, al despacho de la primera ministra, Mirtha Vásquez. Fue una rara visita, pues por lo general el Presidente convoca a la Premier a su despacho.
Según los entendidos, los pugilistas recientemente noqueados suelen darse a melancólicas reflexiones e imprevisto deambular mientras tratan de absorber el mareo y asentar la concusión.
Observadores de lo obvio percibieron que Castillo estaba afectado porque “sentía que le había ido mal en la entrevista”. En ese ánimo, el Presidente quería hablar con Vásquez sobre temas literalmente oscuros, en particular sobre el derrame de petróleo. Pero conversaron también sobre la crisis del ministerio del Interior. Vásquez le insistió, como ya lo había expresado en público, en la necesidad de respaldar con firmeza al ministro Avelino Guillén. Javier Gallardo, el hasta hoy comandante general de la Policía, tenía que irse, dijo Vásquez, según fuentes dignas de crédito.
Castillo contestó que se había percatado que “estaban maltratando al doctor Guillén” y que iba a resolver el asunto. Había citado, dijo, al ministro Guillén para conversar esa noche.
Pero no hubo ni reunión ni conversación. Fue además una mentirijilla (a la que es afecto Castillo, pues la ha hecho varias veces) afirmar que lo había citado. Tampoco lo llamó, citó o contactó el día siguiente, cuando la premier Vásquez fue diagnosticada con Covid y entró en cuarentena. La única reunión con ese elenco que tuvo Guillén, fue una virtual, con la cuarentenada Vásquez.
El presidente Castillo, mientras tanto, viajó al Brasil el miércoles 26 y dejó, como suele ser su estilo, la crisis sin resolver.
El Presidente demostró que no solo aprende en el azaroso kindergarten de la Presidencia, sino que también enseña un poco. Por ejemplo, que para utilizar la táctica del avestruz es más cómodo utilizar un sombrero en lugar del proverbial hueco en la tierra.
Pero hay problemas que no por ignorarlos se esfuman o se pasman. Por lo contrario, fermentan, crecen y eventualmente se derraman o revientan. Este es el caso de la crisis en el sector Interior, que lleva más de un mes malamente represada, cada día más precaria y ahora imprevisible.
Sobre inestabilidad e imprevisible precariedad podrían preguntarle, por ejemplo, al general PNP Jorge Angulo, jefe de la Región Policial Lima. Angulo es el principal responsable de la seguridad ciudadana, la prevención y represión del crimen en la capital. Es quien está al mando de la movilización, el despliegue, la presencia de policías, desde las comisarías y patrulleros hasta las unidades mayores de control del orden público.
Angulo ha sido inundado por una oleada de resoluciones de cambios de colocación de suboficiales de su región que, desde noviembre, alcanzó niveles de tsunami.
Bajo el comando general de Javier Gallardo; el coronel PNP Edward Zorrilla, jefe del departamento de Movimiento de Personal de la Dirección de Recursos Humanos de la Policía, fue el ejecutor de alrededor de 1,600 cambios de colocación que, a decir de fuentes policiales, no tiene, “ni de lejos”, precedentes.
“Antes había unos diez o quince cambios por mes en la Región”, dice una fuente. Pero, “desde que Zorrilla entró, han dado [más de]1,600 resoluciones de cambios de colocación en la Región Lima”.
Casi todos son cambios de suboficiales, que dejan el servicio en comisarías y unidades de control y prevención, (como la USE, por ejemplo) para ir a direcciones especializadas (digamos la Policía de Carreteras, o Tránsito) que no están bajo el control de la Región y no son utilizadas en las tareas directas de orden público y seguridad ciudadana.
Ese tsunami tuvo inmediatas consecuencias institucionales. Mientras que la Policía de Carreteras enfrentó, por ejemplo, un exceso de personal, para el que no había ni vehículos que asignar, varias comisarías se quedaban sin policías.
El general Angulo dio curso a las primeras 500 resoluciones, pese a las quejas de sus oficiales. Pero cuando prosiguió la inundación y se encontró con más de 1,000 resoluciones adicionales, tuvo claro que cumplirlas significaba desmantelar la Región Lima. Y eso en meses de crecimiento de la criminalidad e inevitable inquietud por la inseguridad en la población.
Angulo pisó el freno y se negó a seguir dando curso a las resoluciones. Lo primero que hizo fue informar al comandante general de la Policía, Javier Gallardo, y alertarlo sobre cuán grave era desmantelar y desguarnecer policialmente a Lima.
Gallardo, según fuentes con conocimiento de causa, le ordenó que cumpla con las resoluciones.
Angulo, es preciso recordarlo, fue uno de los generales de reconocida capacidad operativa a los que Gallardo quiso pasar al retiro en diciembre. Logró mantenerse en actividad –como algunos otros– gracias a la intervención del ministro Guillén, en lo que fue uno de los primeros choques entre el ministro y el insubordinado comandante general de la PNP.
Angulo, a tenor de las fuentes, remitió un informe a Dimitri Senmache, jefe de gabinete de asesores del ministro del Interior. Pero ahí no terminaron sus tribulaciones.
El jefe policial ha recibido carta notarial tras carta notarial de suboficiales que demandaban se cumpla con hacer efectivo su cambio.
En contraposición, Angulo enfrentó la presión urgente de oficiales y comisarios que se quejaban de estarse quedando “sin personal y sin choferes… en las comisarías se está yendo la gente”, según un policía veterano; “esas son las dos presiones. [El general Angulo] está entrampado”.
El dilema que enfrenta Angulo es el resultado de disposiciones tóxicas impuestas desde su propio instituto, pero fuera de su área de comando. Una oleada de cambios que tiene todos los visos de ser parte de un caso masivo de corrupción: ofrecer por un precio los cambios o traslados a unidades más cómodas o lucrativas.
Una imposición como esa, cuyo efecto dañino se hace de inmediato perceptible y que presupone avasallar al jefe de la Región policial más importante de la nación, solo es posible si cuenta con el apoyo del comandante general de la Policía, quien a su turno necesita un respaldo político mayor.
Eso es lo que, según ha podido averiguar IDL-Reporteros, ha sucedido. Se trata de un proceso donde un juego político crudo y elemental se entrelaza con la rapiña en cada paso. Parte de ello es conocido, pero no todo.
Hace pocos días, el general Javier Bueno, ex subcomandante general de la PNP, denunció en forma pública que el último proceso de ascensos ejecutado bajo el comando de Javier Gallardo –por el que Bueno pidió su pase al retiro en noviembre pasado, luego de una primera denuncia–, no solo fue contaminado por la arbitrariedad sino también por los sobornos. Bueno sostuvo que, en varios casos, se había pagado de 25 mil dólares para arriba, según el individuo para lograr el ascenso.
IDL-Reporteros supo, a través de fuentes que pidieron total anonimato, el caso de por lo menos un coronel que fue abordado por otro oficial, quien se presentó como intermediario de la oferta de ascenso a cambio del pago de un soborno de, precisamente, 25 mil dólares. El coronel se negó a pagar. No ascendió. IDL-R, de otro lado, conoce también el caso de un oficial que ascendió sin que se le pida coima. Aunque la reserva de fuente no permita entrar en detalles, puede decirse que se trató de un oficial que estaba en posición más fuerte que la de sus pares.
Entonces, no todos pagaron sobornos para ascender, pero algunos sí. ¿Cuántos, cómo, a través de quién, de qué tipo de organización o cooperación?
Vamos a contarlo.
La primera vez que el actual comandante general de la PNP, general Javier Gallardo, visitó al presidente Pedro Castillo, fue a los pocos días que este asumiera la presidencia, el 6 de agosto del año pasado.
La persona que hizo el contacto y llevó a Gallardo, quien no era todavía comandante general, fue el congresista cajamarquino por Perú Libre Américo Gonza Castillo. Según algunas fuentes, el coronel PNP Edward Zorrilla fue quien conectó previamente a Gallardo con Gonza.
El objetivo de Castillo entonces era contar con jefes policiales confiables para su gobierno. Profundamente desconfiado, pero con pocas fuentes independientes de información comprobada y creíble; el recelo y la desconfianza de Castillo lo hacían paradójicamente más manipulable y engatusable que los demás.
Tenía razones para ser desconfiado, por supuesto, puesto que enfrentó una tremenda hostilidad cargada de desinformación y con varios sectores dispuestos a la ilegalidad para evitar su gobierno. Pero esas razones eran diferentes a las de varios de sus aliados y arrimados que se hicieron lugar en su entorno más cercano, utilizaron su nombre sin que Castillo en gran número de casos lo supiera y empezaron a cutrear con la avidez de pirañas en ayuno, apenas tuvieron control del gobierno.
El caso más notorio y evidente fue el de Bruno Pacheco. Que no trabajó solo.
Del otro lado, el aparato de Perú Libre, manejado por Vladimir Cerrón, necesitaba controlar las investigaciones por corrupción en curso, sobre todo en Junín. Igual que a otros políticos corruptos, de diferentes partidos, ciertas unidades policiales, como la División de Investigación de Delitos de Alta Complejidad (Diviac), formadas para ayudar y profundizar la investigación de fiscalías especializadas, les provocaban temor y hostilidad. En eso eran parecidos a los políticos de derecha y ultraderecha investigados por corrupción y lavado de activos.
La inquietud de Castillo por no quedar sitiado por burócratas hostiles fue adaptada a la búsqueda de jefes policiales ‘confiables’. Con el precario e imperfecto círculo protector de sus sobrinos, fue pronto rodeado por un conjunto de nombres y personajes –desde Karelim López hasta Javier Gallardo– que lo sobrepasaron en todo pero con las suficientes zalemas como para que él sintiera las obligaciones de reciprocidad que la cortesía rural reclama.
Sus decisiones, salvo excepciones contadas, fueron por eso malas o torpes. Diversos grupos e intereses entraron pronto en pugna dentro de su gobierno. Y él trató de escoger el camino de no decidir y dejar que las cosas se resuelvan solas. Sin saberlo, siguió el concepto de un político de antaño, Manuel Prado, diferente en todo, menos en su visión de los problemas peruanos. Para Prado, los problemas eran de dos tipos: “Los que se resuelven solos y los que no se resuelven nunca“. Pero, claro, en Prado, el político afrancesado, ello sonaba a la sabiduría cínica de una inteligencia decadente pero elegante; mientras que en el político chotano chirriaba la incompetencia sin concesiones bucólicas.
Así fue en el manejo de la seguridad pública y, especialmente, de la Policía en el gobierno de Castillo.
En las transacciones corruptas por ascensos hubo, de acuerdo con varias fuentes, tres o cuatro canales por los que se realizaron las negociaciones:
- Uno, el principal mientras duró en su puesto de secretario de la Presidencia, fue de Bruno Pacheco. Este, indican fuentes diversas, no ofrecía solo el ascenso sino puestos;
- En otro figuraba un coronel de la PNP, Wilberto Bernal, asignado el 1 de agosto pasado a la División de Seguridad Presidencial. En varias visitas a Pacheco que hicieron coroneles de la PNP en busca de ascenso, fueron recibidos primero por Bernal. Parece haber jugado un papel subordinado a Pacheco.
- Bernal participó también en los intentos de influir tramposamente en los ascensos de la Fuerza Aérea. El excomandante general de la FAP, Jorge Chaparro, reveló que Bernal lo buscó para pedirle que ascendiera a un mayor general FAP al grado más alto de teniente general. Dijo que lo hacía por encargo de Bruno Pacheco. La información fue publicada en La República.
- Un tercero era el de Zorrilla, quien, de acuerdo con fuentes con conocimiento del tema, utilizaba como intermediario a un coronel de servicios para sondear a los candidatos a general, tal como fue descrito líneas arriba en esta nota.
- Además de su relación con Américo Gonza, Zorrilla visitó en dos oportunidades, cercanas entre sí, a la congresista cerronista de Perú Libre, Kelly Portalatino, en su oficina en el Congreso.
En pleno proceso, con el mercado en febril funcionamiento, intereses de diversa categoría, que uno hubiera podido suponer contradictorios, se entrecruzaron y produjeron en conjunto una química destructiva para la profesionalidad policial.
De un lado, el gobierno continuó buscando policías ‘leales’, maleables y cooperadores hasta la complicidad en neutralizar investigaciones comprometedoras para los políticos en el poder.
Del otro, buscaron policías dispuestos a pagar por su ascenso y también para que los destinaran a un puesto “rentable”. Salvo algunas excepciones, el típico candidato al ascenso bajo esas características debía ser un policía mediocre, o uno con pocas esperanzas de ascender, o uno corrupto, dispuesto a “invertir” en ascenso y posición, para recuperar en poco tiempo lo “invertido”.
Fuentes con conocimiento directo de causa, indican que, en forma simultánea, Zorrilla desarrolló el mercado de cambio de colocaciones de los suboficiales. Diversos testimonios indican que el precio que presuntamente se pagaba por cada cambio era de alrededor de cinco mil soles. El número de disposiciones da una idea de la magnitud de las corruptas transacciones.
En noviembre, en medio del escándalo, salió Bruno Pacheco de la secretaría general de la presidencia. Pero el subsecretario general, Beder Camacho, asumió pronto un interés cercano en los asuntos policiales. En las últimas visitas de Gallardo a Palacio, Camacho fue quien lo recibió:
En la última ocasión, la reunión duró casi cinco horas.
Quizá ahora se pueda entender mejor el duro escenario que enfrentó Avelino Guillén al asumir el ministerio del Interior. El jefe de la Policía, Javier Gallardo, tenía contacto directo con Palacio de Gobierno; coordinaba ahí estrategias y acciones con quienes manejaban la administración de la Presidencia —y de buena parte de la información sobre la que Pedro Castillo tomaba decisiones–. Con ellos había participado en los trucos sucios de los ascensos; en los cambios y en sus beneficios. Con esa perspectiva de poder no sintió, es obvio, ningún deber de subordinación frente al ciudadano independiente, fiscal jubilado, de maneras suaves y pausadas, que no levantaba la voz ni para cantar, ¿qué órdenes podía darle cuando ya todo estaba decidido y todo lo que tenía que hacer Guillén era firmar?
Vladimiro Montesinos alguna vez dividió a los gobernantes entre “los que hablan y los que mandan”. Gallardo sentía estar junto a los que mandan. Guillén, en ese concepto, era de los que hablan y ahí debía quedarse.
Pero Guillén resultó más fuerte, sólido y perspicaz de lo que les pareció. Cuando vio la lista de quienes iban a ser “invitados al retiro”, que comprendía a varios de los mejores generales de la Policía, el ministro no vaciló en cuestionarla. Le pidió a Gallardo que la modifique y este no solo mantuvo a los anteriores sino que metió a Jorge Angulo entre quienes se iban al retiro. Fue un desafío entre provocador y desdeñoso que llevó al primer enfrentamiento.
Y aunque al final Guillén cedió en parte con el pase al retiro de oficiales de calidad, como Óscar Serván, pudo mantener en servicio activo a otros de destacado valor profesional como Vicente Tiburcio, Óscar Arriola y el propio Jorge Angulo.
Luego, Guillén pidió cambiar la relación de nombramientos a direcciones clave, pues contaba con algunos de estos policías para los trabajos de seguridad ciudadana, lucha contra la corrupción y el crimen organizado que planeaba realizar.
Gallardo le devolvió la lista poco después. No había otro cambio que un enroque. ¿Cómo iba a cambiar esos puestos si ya estaban pactados y, en algunos casos, pagados? Y en cuanto a poner a los mejores policías a cargo de misiones investigativas complejas y ambiciosas, ¿no se daba cuenta de que eso era precisamente lo que se trataba de evitar?
En abierta pero displicente insubordinación, Gallardo siguió ordenando. Tenía todo el apoyo político necesario, incluyendo intereses compartidos con varios. El resultado solo podía ser la renuncia de Guillén.
Pero el cálculo resultó equivocado.
Un número importante de oficiales de la PNP vio con claridad que la gestión de Gallardo era tóxica y potencialmente letal para la PNP. No era la primera vez que se pagaba por los ascensos, pero nadie recordaba la atmósfera de mercado persa con la que se los transó el 2021. Y luego, la denuncia de venta de cambios de unidad para los suboficiales se había hecho en tal grosera escala como para malograr el funcionamiento de la institución en su misión fundamental.
Los generales más importantes hicieron conocer su apoyo al ministro Guillén. En el pasado, dijo un general, “siempre nos quejamos de la injerencia de los políticos en la PNP; pero en este caso es lo opuesto”. Guillén defiende la institución, dijo otro, mientras su comandante general la socava.
Otro aspecto no previsto por Gallardo y sus, digamos, aliados, es que, a diferencia de otros casos, el presidente Castillo siente genuino respeto por Guillén. Hasta hace poco Castillo buscaba una solución que resultara satisfactoria para todos. Hizo saber que le preocupaba la salud de Guillén y que por eso pensaba darle un portafolio más descansado: el de Justicia, según información de buena fuente, en los cambios de gabinete que se prepara a efectuar en, según parece, pocos días.
Fuentes cercanas a Avelino Guillén afirmaron que este no aceptaría de ninguna manera ese arreglo y que renunciaría con inesperada resonancia.
Del lado de Castillo, dijeron fuentes con conocimiento cercano del Presidente, el problema es cómo enfrentar el muro de compromisos asumidos, de aliados con historia común, de acciones que juzgan defensivas para su gobierno. Si le da alas a Guillén y su proyecto, entre otras cosas, de fortalecer y promover la Diviac, le preguntan ¿qué va a pasar cuando arresten amigos, compadres, de repente familiares? ¿Cuando le increpen que por su culpa están en la cárcel? ¿Cuando le digan que a él también lo van a arrestar cuando termine su mandato? ¿Qué les va a decir?
No se le ocurrió, parece, responder con aquel viejo dicho cantado.
“…Lo que has hecho estás pagando”.
En realidad, el problema principal de Castillo no es una situación como la apenas descrita. El problema es él mismo; sus indecisiones, sus miedos, su poca capacidad de mando. “Le meten el susto, no le presentan buena información”, dice una fuente con conocimiento del entorno palaciego y partidario de Castillo.
Su carácter más bien manso, afable y conciliador, aunque con un toque taimado, no le permite imponerse frente a varias personas atropelladoras, que en forma implícita y muchas veces explícita, toman su nombre para dar órdenes, reforzar una gestión, o simplemente intimidar y mandonear.
“El Presidente lo permite porque eso [su entorno, Palacio] es una chacra … te das cuenta inmediatamente quién es un fanfarrón, quien es esto o lo otro. Toman el nombre del Presidente todo el tiempo. Él dice, no, esto no es así… pero no pone orden. Los sobrinos tratan, pero no pone orden”, dice una persona que ha podido observar de cerca la dinámica de grupo en Palacio.
Por eso, añade esa persona, el entrampamiento actual. “Castillo no decide. Rehuye a Avelino y no quiere tomar una decisión”.
El problema, dice un funcionario que también conoce el temperamento de Castillo, es que “el Presidente tiene la lógica de que las cosas se resuelven solas. [Pero] a veces las demoras causan perjuicios. El Presidente se demora y luego ya es muy tarde. Si no lo presionas no se da cuenta. Con él funciona la presión”.
Que no puede ser a medias. Por ejemplo, el viernes 14 de enero, el ministro Guillén le llevó la resolución que destituía a Gallardo de la comandancia general y nombraba a los tres primeros en la línea de mando de la Policía. Guillén le pidió una cita lo más pronta posible, para resolver la indefinición. Y desde entonces Castillo rehuye a Guillén y tampoco decide nada.
Gallardo conoce, por supuesto, que Guillén ya ha planteado su destitución y que no pasa nada. Para demostrar que está en control, el sábado pasado convocó a todos los generales que se encuentran para una reunión que duró cerca de cuatro horas, en la que Gallardo se defendió asociando su gestión como jefe de la Policía a la “institucionalidad”. Sugirió que Castillo lo apoyaba. Según una versión de su discurso, Gallardo sostuvo que, “por primera vez se está respetando la institucionalidad y esto lo hace gracias a Castillo, que se ha luchado tanto por la institucionalidad y ahora está garantizada por el presidente”.
Dijo que el Presidente lo sostenía días después de que este recibiera la resolución de Guillén que lo destituye.
Lo único claro es que Castillo rehuye a Guillén y que Gallardo sigue como comandante general de la Policía.
Mientras en el sector Interior, la presión crece cada día. Sería necio y autodestructivo no intervenir en forma rápida y decidida.
Algunos de los asesores del Presidente parecen haberse percatado de la realidad. Biberto Castillo León visitó hace pocos días a por lo menos dos de los potenciales nuevos comandantes generales para sondear cuál sería su actitud frente al Presidente. ¿Podía contar con su lealtad?
Aparentemente Biberto no definió bien qué entendía por lealtad. ¿Un sinónimo insinuado de complicidad? ¿O a la persona cuyo deber es personificar la nación y sus principios?
Si el maestro fue a Palacio a aprender cómo ser Presidente, no hay duda que falló la escuela y que el alumno reprobó el semestre. El examen oral fue de espanto. Pero hay circunstancias, en las que los contrasuelazos enseñan mucho más que las caricias. Si uno decide que va a hacer todo lo necesario para que el desastre jamás vuelva a ocurrir y se prepara y actúa con la disciplina y el propósito de un monje Shaolín, entonces puede haber cambios sorprendentes, hazañas inesperadas, misiones cumplidas. ¿Que eso es imposible? Improbable, sí; imposible, no.
Castillo tiene una oportunidad. Las apuestas no le son favorables. En pocos días sabremos el resultado.
IDL-R intentó entrevistar a los generales Javier Gallardo y José Carlos Mendez; y al coronel Edward Zorrilla. No respondieron. El congresista Américo Gonza inicialmente aceptó la entrevista vía telefónica; pero al ser consultado por su relación con Gallardo, prometió devolver la llamada y cortó la comunicación.