Cuando un gran escritor muere, se escribe mucho sobre su vida, su creación y, si fue además un intelectual público, sobre sus opiniones, sus controversias, sus acciones y omisiones.
Pero pocas veces se expresa el duelo personal de sus lectores, acostumbrados a añadir, al correr de los tiempos, nuevas cartas al mapa de los mundos que el escritor reveló. El mapa, desde ya, quedará inalterable.
La creación literaria encierra épicas silenciosas de esfuerzo, descubrimiento, disciplina, intuición, inspiración, dudas, angustias y esfuerzos agotadores por parte del autor.

También existe la otra parte de la ecuación: la de los lectores. De su anhelo profundo por encontrar las narraciones absorbentes, reveladoras, que respondan a preguntas que existían sin conocerse, que despiertan cuando las iza a la luz y al movimiento la navegación envolvente de la narrativa.
Cada lector voraz –a veces tan creativo en su lectura como el escritor que despertó su imaginación– tiene la memoria de los libros que marcaron su vida, conforme a su vocación y a la circunstancia en la que llegaron a ella. Jamás se olvida los tempranos, los que primero corrieron las cortinas que cubrían los ojos de buey y permitieron vislumbrar los mares de la vida, abrieron los ventanales de la imaginación y condujeron después a los grumetes de la lectura hacia la cubierta, a contemplar y vivir, cara al viento, la procelosa navegación narrativa. Salgari, Verne, Scott, Dumas, Rider Haggard, Conan Doyle, Dickens, entre otros, en el camino sin escalas hacia Víctor Hugo y Flaubert y Conrad y Tolstoi y Dostoyevski; y de ahí hacia el siglo siguiente, que estiró, no sin accidentes, los alcances de la narrativa.
Más de la mitad de mi vida pertenece al tormentoso siglo XX. ¿Cómo intentar entenderlo sin sus grandes novelas y relatos? Dos terribles guerras mundiales, la primera que liquidó el orden del siglo XIX sobre millones de tumbas; y la segunda, que completó y multiplicó la cosecha luctuosa de la anterior en el choque a muerte de ideologías totalitarias entre sí y contra las democracias. La Historia cuenta lo suyo, pero solo la gran narrativa resucita las pasiones, hazañas, esperanzas y desengaños perdurables que las largas tempestades, y sus cataclismos, desencadenaron. Así como sus réplicas largas y perdurables.
Una de esas réplicas, de las más afortunadas, ocurrió en Latinoamérica, con el surgimiento en la posguerra de una generación de grandes autores.
La mía, y quizá la que vino después, tuvo la fortuna de descubrirlos conforme emergían del anonimato y presentaban al mundo obras maestras que después de deslumbrarnos en el descubrimiento, enriquecieron a perpetuidad nuestras vidas.

¿Fue, en realidad, una fortuna descubrirlos en el momento en el que nacían para la literatura? Siento que sí, pero no fue una bendición incondicional. Ellos fueron, por lo general, hijos jóvenes de nuestro tiempo, de sus ilusiones y también de sus espejismos. El impacto temprano que tuvieron sus obras en las mentes de decenas de miles de jóvenes, los abrió a las preguntas (y los requerimientos) que se espera (o esperaba) respondan los intelectuales públicos. Y ellos, con variaciones y matices, lo hicieron. Casi siempre con honestidad pero no siempre con el rigor y la profundidad que esa inmensa responsabilidad demandaba.
Pero, cuando el tiempo decante lo que queda y lo que se va, perdurará el sentimiento envolvente, abrazador que experimentaron los cientos primero, miles y miles después, de lectores cuando voltearon las páginas de los libros recién impresos de esos jóvenes que empezaban a ofrecer su imaginación y sus memorias unidas por su genio narrativo.
No es fácil describir el efecto que tuvo la experiencia de leer a los entonces casi desconocidos grandes escritores poco después de que salieran a luz sus primeros libros.
A través de Latinoamérica miles se identificaron intensamente con los mundos de esas novelas, con cronopios, con Remedios la bella, con qué me mira cadete y convirtieron ello en parte de su lenguaje y de sus sueños.


La sensación de descubrimiento fue una nueva manera de ver nuestro suelo, nuestro continente. ¡Esa era Latinoamérica! Así cantaba, así contaba, así seducía y así, con el ingenio chispeante y la imaginación desbordada, conjuraba (me temo que no con mucha clarividencia) el futuro.
Fue un efecto del espíritu de los tiempos que, en muchos casos, sedujo también a la narrativa, junto con la poesía y la canción. Pero al final, donde los intelectuales públicos se equivocaron, acertaron los narradores y acentuaron con el tiempo sus aciertos.
Recuerdo, hacia mediados de la década de los sesenta, llegar una mañana tardía al campus de la UNI, en camino a la práctica de judo en el dojo que tenía la universidad, y ver a un grupo grande, denso y vibrante de estudiantes de ingeniería cautivados por el diálogo que, sobre una tarima bien puesta, sostenían dos todavía jóvenes escritores de emergente fama. Uno era Vargas Llosa, el otro, Gabriel García Márquez, entonces muy amigos, años antes del puñetazo conmocionante, literal y literariamente, que los separó para siempre. Las diferencias de estilo verbal eran notables: Vargas Llosa, serio en la articulación de su pensamiento, García Márquez disfrutando del escenario que permitía disparar las agudezas que divertían a morir a los estudiantes. Durante esas horas, las matemáticas, los cálculos de resistencia de materiales, de conductividad eléctrica quedaron olvidados ante la magia percibida, el encanto absorbente de los dos jóvenes prodigios de la narrativa.

También, me temo, la práctica de judo de aquel lejano mediodía.
En mi caso, la relación intensa, transformativa, de lector con la obra de Vargas Llosa se expresó sobre todo en tres novelas. La primera fue “Conversación en La Catedral”, que leí lejos del Perú, poco después de publicada, en 1969. Fue una de las lecturas más absorbentes, abarcadoras, silenciosamente emocionantes de esos años. Me hubiera impresionado aunque fuera extranjero, pero recorrer mi país, su historia vista desde los escenarios conocidos, llevado por la magnífica narración de Vargas Llosa, marcó mucho más la huella que dejó.

“Pantaleón y las visitadoras” fue otro de los libros que, de manera diferente, me dejaron huella inmediata. Hay quienes lo consideran una obra menor de Vargas Llosa, pero yo no pienso igual. Leerla entre risas no la hizo superficial sino lo contrario.
“Pantaleón” apareció en 1973, durante los años de mayor fuerza y poder del “gobierno revolucionario de la Fuerza Armada”, empeñado en una masiva ingeniería social conducida bajo las premisas explícitas e implícitas de que la verticalidad castrense aplicada al gobierno y sus profundas reformas era el método más eficaz y exitoso de guiar a los pueblos.

Ver ese método aplicado por un prodigio de la logística, como el capitán Pantaleón Pantoja, para solucionar con eficacia las premiosas exigencias de logística coital de los jóvenes soldados en lejanas guarniciones, fue tanto más divertido por la manera con la que le torció los bigotes a la impositiva seriedad castrense de ese tiempo.
Tanto más porque el programa de visitadoras no fue imaginado sino correspondió a programas que continuaron después, aunque sin el perfeccionismo del capitán Pantoja ( entre las visitadoras de la imaginación y las ‘charlies’ de la realidad, ganó la imaginación).
Que bajo un gobierno que acentuaba la disciplinada subordinación colectiva, con choque de talones reales y metafóricos, en el camino de una ingeniería social ambiciosa pero verticalmente controlada, saliera un libro que desataba carcajadas al ver la aplicación clausewitziana de la logística del orgasmo optimizado en lejanías, resultaba subversivo de una manera que no se prestaba a otra represalia que un impotente carajeo contrapunteado por liberadoras carcajadas.
Años después, en 1981, percibí la publicación de “La guerra del fin del mundo” como la llegada de una de las grandes novelas del siglo. Su escenario no fue el Perú, pero su tema sí resultó desgarradoramente contemporáneo para la nación.

Recuerdo la solemne (o solemnota) presentación de la novela en el hotel Bolívar de entonces, con la asistencia del presidente Belaunde, la intervención de Luis Alberto Sánchez (me lo trajo a la memoria un discurso de Carlos Eduardo Zavaleta pronunciado treinta años después). Fue el momento, uno de los primeros, en que el establishment limeño recibió con respeto oropelado (que era a la vez una forma de apropiación) al antaño escritor insumiso e iconoclasta, hasta entonces rechazado por haber descrito con certeza literaria la realidad que expuso vergüenzas y tabúes.
Ya ese año los trágicos temas del fanatismo y los contrapuntos de violencias desatadas se trasladaban de los sertones finiseculares del XIX a los andes y los bosques peruanos de un siglo después. Los lenguajes fueron diferentes pero los elementos básicos muy parecidos. Cosmovisiones en choque, asestadas a la realidad, que terminaron fracturándola y torturándola en tremendas agonías de sufrimiento colectivo.
“La guerra del fin del mundo” hizo ver, a través de su enorme valor narrativo, cómo la tragedia coral de un siglo antes se reencarnaba en nuevos escenarios, bajo nuevos argumentos, con nuevos personajes pero bajo la misma épica oscura y primitiva de sangre y destrucción en la que una visión del mundo porfiaba a muerte contra la realidad.

No fue, por cierto, ni la única novela sobre violencias sociales rebeldes y represivas ni el único significado de una novela tan grande como “La guerra del fin del mundo”, pero esa fue la circunstancia de su aparición y su convergencia con el destino.
Pero eso, y otros aspectos, como la deriva de sus opiniones políticas en los años posteriores de su vida, acompañan el conjunto vital, con sus sombras inevitables, de un inmenso talento, de amplitud renacentista, que, poniendo la disciplina al mando de la inspiración, creó una obra que, pienso, deslumbrará a nuevos lectores en diversos lugares de la tierra, varias generaciones después de la nuestra. Vargas Llosa, el esforzado taumaturgo de la narrativa, estará entre aquellos autores cuya muerte inicia una nueva vida, en la que, al margen del paso de los tiempos, al decir del gran Quevedo, “en músicos callados contrapuntos/al sueño de la vida hablan despiertos”.