Aquí, en el Perú, acontece todo lo bueno y lo malo – aunque a veces leemos más de lo malo–, y ello, inevitablemente, hace más compleja la misión de los periodistas. Porque no es cosa fácil buscar la ponderación y el equilibrio en su justo medio, ni capear las pasiones encontradas. Tal ha sido, a la letra, el desafío que asumió Enrique Zileri Gibson, un periodista de raza al igual que lo fuera su madre, Doris Gibson, ambos responsables de páginas esenciales en la historia del Perú. Ellos, desde la segunda mitad del siglo XX hasta principios del XXI, le tomaron el pulso a la realidad nacional, ora registrando noticias, ora investigándolas, o bien opinando con coraje y honestidad, y, por si fuera poco, haciendo escuela de revisteros.
Enrique Zileri ejerció un periodismo serio y de impacto, pero con un estilo enemigo de la solemnidad y que destacó en nuestra prensa local por su acuciosidad, irreverencia e ironía. La revista Caretas, bajo su mando, fue siempre un cóctel de textos incisivos, grandes fotografías decidoras e ingeniosas carátulas. Una buena revista, decía Enrique, empieza desde la primera página, la carátula.
Con Caretas, además, apareció por primera vez en el Perú el periodismo de investigación, una práctica que hoy en día resulta imprescindible para sanear paulatinamente la sociedad. Todo ello, por cierto, sin desdeñar el lado amable de la vida. Vale decir, Zileri tuvo un amplio criterio de cobertura que anhelaba informar sobre el acontecer de la cultura, el arte, el entretenimiento y sobre todas las manifestaciones sociológicas que han ido transformando al país.
Ver lo bueno y lo malo del mundo, trabar feroces combates por defender la libertad de expresión, desafiar al poder cuando los principios democráticos lo demandan, fiscalizar donde nadie más lo hace, exponerse a clausuras y deportaciones, ha sido, y es, el espíritu que ha gobernado a los periodistas de Caretas en todas sus épocas.
Cada generación de periodistas, eso sí, tiene sus leyendas. La leyenda que yo atesoro, lleva el nombre de Enrique Zileri Gibson, el profesional y el amigo; el hombre vital, capaz de subir en bicicleta la cuesta de Casuarinas, camino a su casa, hasta los 80 años; el individuo que fue la sencillez y la bonhomía personificada; el maestro de periodismo, cuyo instinto aderezaba con Fernet Branca.
No ha existido jamás un cantante de ópera más entonado que Enrique Zileri cuando daba de alaridos en un cierre de edición. Su voz de altísimos decibeles ha sido el estímulo secreto, y la wagneriana obertura de las ideas para muchas célebres notas publicadas en la revista. Recuerdo que Enrique, en algunos de aquellos cierres apasionados, se tumbaba en el sofá de su oficina y hacía una siesta entre las once de la noche y las dos de la madrugada, y, al despertar, feliz como un chico que sale al recreo con los amigos del colegio, llamaba a sus redactores más cercanos y fijaba “el ángulo fresco” que se le había revelado durante el sueño. Y entonces, en esa afiebrada epifanía, la redacción lechucera del último pliego que iría a imprenta, el sufrido pliego de política, arrancaba a golpear las teclas desenfrenadamente hasta el amanecer.
Sabemos, gracias a la Grecia clásica, que la política es el arte de armonizar criterios en beneficio de la sociedad, pero algunos quieren entenderlo como el arte de la componenda. Y sabemos que, a diferencia de los ricos, que tienen sus riquezas, y de los militares, que tienen sus armas (que no son suyas, sino delegadas por la sociedad civil, aunque a veces, en diversas épocas de la historia, ellos lo han olvidado), la política es la única herramienta para defenderse que tienen las grandes mayorías del país, en particular las clases medias y bajas. El periodista, pues, tiene que jugárselas. Y por eso mismo, Enrique Zileri hizo de su vida una barricada, a fin de resguardar la libertad de expresión y los derechos del ciudadano.
Hombre honesto y amigo de lealtades inquebrantables; hombre culto, lector de infatigable curiosidad; hombre generoso, amante de la buena mesa; hombre de familia, y que ha sabido mantener unidos a los suyos, Enrique Zileri sigue con nosotros. Hoy, en Lima, un 25 de agosto, día de su fallecimiento (o bien día de su eternidad), tocó que fuera lunes de invierno y con cielo soleado. Insólito sol de las brujas tras semanas de garúas y neblinas, y hasta precedido con ligeros temblores. Una manera muy limeña de anunciar su partida.
*Reproducción del artículo publicado hoy en la revista ‘Caretas’.