¿Por qué ciertas investigaciones tienen impacto y otras no? ¿Por qué la información sobre un discreto almuerzo que congrega a políticos, jueces y empresarios, para promover intereses de manera indebida, corre como reguero de pólvora y es acogido en todos los medios de comunicación; mientras que la exposición de prácticas empresariales en sectores enteros que merman el bien común —menos ingresos para el estado, condiciones abusivas para los usuarios— no reciben ninguna forma de rating?
En su columna Las Palabras, Gustavo Gorriti ensaya una explicación: aunque podría pensarse que el impacto depende de la veracidad de los datos, lo que manda —literalmente— es la capacidad intimidación de los investigados y las redes tejidas con otros poderosos. En efecto, sendas indagaciones sobre la pesca y la banca terminaron como alarido de mimo. Sin embargo, cuando el director de IDL Reporteros escribía su entrega para Caretas, el radar público comenzaba a mostrar lucecitas en forma de editoriales, columnas de opinión, iniciativas legislativas, intervenciones radiales y televisivas, sobre las AFP. ¿El desencadenante? Una investigación de este medio.
Más o menos los mismos actores, igual poder, diferente resultado: un caso en el que Occam permitiría complicar la teoría.
Pensé en un reciente libro, The Human Brand, de Chris Malone y Susan Fiske. Se aplica a marcas, corporaciones y consumidores, pero quizá también a la interrogante de Gorriti.
La mente humana evalúa todo lo que puede tener un impacto —personas, obviamente, pero también animales, seres fantásticos o divinos, u organizaciones— según dos dimensiones: por un lado, competencia/incapacidad, fuerza/debilidad, estatus alto/bajo; por el otro, calidez/frialdad, bondad/maldad, intenciones buenas/malas, codicia/generosidad y egoísmo/altruismo.
La distancia con respecto de personas e instituciones, las maneras en que me relaciono con ellas, lo que tolero de ellas, cómo recibo sus productos —tangibles e intangibles— y servicios, lo que les perdono, dependen de dónde se encuentran en mi mente con respecto de esas dos dimensiones.
Frente a lo que combina eficacia y calidez busco cercanía, identificación, alianza, pertenencia. Me beneficia, me da, me cobija, me protege. Gana, sí, pero también me hace ganar. Si hay entuerto comprendo, como reciprocidad ante lo recibido.
Ante la potencia fría, quizá malintencionada, soy cauto, sigo el juego, no provoca, estoy cerca de falta de alternativa. Puedo beneficiarme, pero es un efecto secundario de una motivación para acumular, mandar, y ganar. Si hay equivocación o dolo, observo el castigo sin mover un dedo y con una sonrisa en los labios.
Hay, claro, pobrecitos, los que mezclan poca eficacia aunque buenas intenciones, objetivos loables. Provocan simpatía y ganas de ayudar, a veces compasión. Doy el brazo para permitir su caminar, pero que quede claro que no soy parte de la procesión. Una metida de pata lleva al retiro brutal del apoyo, una cancelación de la benevolencia.
Y están los que acechan y vienen de fuera o están en los márgenes. No tienen y no pueden nada, pero si me descuido me quitan sin misericordia lo que tanto me ha costado poseer. Su mera existencia es un error.
Volvamos a las investigaciones:
1. Cuando pongo en evidencia un acto de corrupción focalizado en un individuo, organización o grupo, que trasgrede las reglas de juego para beneficiarse en desmedro del resto de jugadores, estamos hablando de un ejercicio de poder abusivo, que le quita posibilidades a quienes juegan limpio. El común de los mortales, que no pasan de ser espectadores más o menos pasivos, gozan intensamente con la caída de un poderoso: el tercer yate de un multibillonario no es noticia, pero su quiebra, más si es escandalosa, estimula las papilas del Shadenfreude (en alemán, alegrarse con la tragedia ajena), amén de convenir a otros poderosos. La desgracia de un político altamente situado, también.
2. Cuando descubro un sistema que acrecienta asimetrías y permite que el conjunto de ciertos actores económicos o políticos obtengan demasiado, se la lleven fácil, sin dar a cambio lo que correspondería —al Estado, sus electores, sus clientes—, depende:
a. Si en líneas generales mi percepción de ellos es que sus intenciones son benignas o no especialmente malignas, que son pasablemente amables y simpáticos, y me dan algo que antes no tenía, o no sufro hoy los resultados de sus acciones, puedo pasar el asunto por alto, más allá de la rabia o indignación iniciales.
b.Pero si se trata de pedantes, abusivos, desconsiderados, que maltratan habitualmente y, además, me meten la mano al bolsillo, me dañan, o sus ofertas se diluyen en futuros lejanos, las reacciones son intensas, sostenidas y acumulativas. Bajo el dedo.
3. Si las evidencias apuntan a un actor —individual o colectivo—limitado, discapacitado o que dice obrar en nombre de los débiles, el retiro de apoyo es rápido y sin misericordia (pregúntenle a Urtecho).
4. Finalmente, los antipáticos e impotentes pero envidiosos de lo mío, que acechan lo mucho o poco que tengo, esperando su oportunidad —zombies, mendigos, inmigrantes— no necesitan hacer mucho para que esté dispuestos a aceptar que sean penalizados, a veces eliminados.
Vladimiro Montesinos es un buen ejemplo de 1. Nadie puede dudar del poder que tuvo, pero aunque tarde con respecto de las investigaciones que rastrearon sus andanzas desde el principio, colapsó.
La pesca y los bancos son, más bien, ejemplos de 2a. La biomasa es algo lejano —como la relación mi conducta con el calentamiento global—y los impuestos que maneja el Estado no es algo que entusiasma a la opinión pública, que tampoco tiene mayor contacto con los distintos integrantes de esa actividad económica. Claro, si el ceviche desapareciera de nuestras mesas…
Por su lado, los bancos —que como todos sabemos me prestan un paraguas cuando el día está soleado y me lo piden de vuelta cuando llueve— sí interactúan conmigo, gastan millones en mostrar que me quieren y se preocupan por mi vida y bienestar, me permiten conseguir los sueños de la modernidad. ¿Que demoro años para convertirme en dueño de un departamento o un plasma, que termino pagando al otro extremo del arcoíris una suma fabulosa, que los lapsos y las cantidades son menores en otros lados? Sí, puede ser. Pero mi mente prefiere poseer ahora aunque tenga que pagar mucho a través de la suma de muchos ahoras pequeños. Sobre todo si hasta hace relativamente poco, en el Perú la opción era tener y pagar en el momento una suma inalcanzable o no tener.
Las AFP entran en el caso 2b: solicitan mi atención permanentemente, me quitan tiempo para trámites, hablan un lenguaje incomprensible y son agentes de un ahorro forzado que me amputa una parte de placer presente, en nombre de un evento lejano, asociado con la vejez y el fin de la vida. Si alguien me convence que hay gato encerrado, exageración o trampa, ni los esfuerzos de relaciones públicas y marketing social, ni el poder (sus titulares son los mismos que los bancos) —sobre todo cuando no hay ninguna ganancia presente que haga contrapeso— son suficientes para detener la indignación, su repercusión y la presión por hacer cambios:
Durante los últimos 150 años delegamos en desconocidos los productos y servicios —tangibles e intangibles— que definen la vida cotidiana moderna. Quienes nos los proporcionan —al contado o a plazos— no tenían rostro o, mejor dicho, nos ofrecían de ellos el rostro que les convenía y nosotros no teníamos manera de hacerles conocer nuestras vivencias. Bastaba el poder.
«Durante los últimos 150 años delegamos en desconocidos los productos y servicios —tangibles e intangibles— que definen la vida cotidiana moderna».
La naturaleza reticular, instantánea, en tiempo real, de la información ha cambiado eso de manera radical. Podemos compartir el rostro, a veces amenazante y grotesco que vemos, validar historias y difundir impactos. Se necesita, además del poder, buena leche real, resultados tangibles. Sin los dos últimos, las metidas de pata no se perdonan, la caída en desgracia es festejada y amplificada.
El periodismo de investigación es contundente en el caso 1. El conde Drácula o Corporación Transilvania se desintegran bajo la luz, al instante o en cámara lenta. Igual ocurre en el caso 3. En el 4 puede, más bien, contribuir a humanizar y desactivar lo que estamos dispuestos a hacer con los marginales.
En el caso 2, depende. Puede iniciar o sumarse a una campaña para cambiar las reglas de juego: ha ocurrido muchas veces en la historia cuando se ha otorgado derechos a quienes no los tenían o limitado el poder de quienes abusaban de él.
Pero las reacciones iniciales, el balance de fuerzas, depende no solamente del poder de un grupo y sus intereses, sino también de factores que tienen mucho que ver con la irracionalidad de la mente humana y su evaluación de tiempos, ganancias, pérdidas, espejismos, riesgos actuales y futuros, simpatías, mimos percibidos y lealtades♦