La pequeña hija de siete años, sentada en su regazo, le observa la enorme cicatriz atravesándole la cabeza por el parietal izquierdo. Está acostumbrada a verla y sigue con sus pequeños dedos la línea por donde un día de febrero de 1995, una bala de fusil cavó un surco de necesidad mortal. Solo que la muerte se quedó a medio camino. Y no porque nadie muere en su víspera, sino porque el hombre que le iba a salvar la vida estaba a tiro de piedra y tenía la pericia necesaria para devolver un cerebro a su lugar.
– Cuando sea grande, quiere ser como tú, le dice la hija.
Edison Llerena Ojanama mira las casas entreveradas con los arenales de Ventanilla y recuerda que un día, a los 17 años, salió de Flor de Punga para hacerse soldado y retornar a su comunidad y ser como los demás. Tal como sus ancestros y como debían de ser sus descendientes. Así, recaló en el Batallón Contrasubversivo N° 28, de Rioja.
Había combatido al terrorismo y tenía mucho que contar en Flor de Punga –quizás con ese currículo sería presidente de la ronda local— pero cuando estaba por culminar el servicio militar, a fines de 1994, una orden decretó que las tropas veteranas no salgan de baja. Y además, le cambiaron el rival. Pocos días después, bajó de un avión de transporte, surcó aguas arribas el Marañón y entró en combate. Debía apoyar a la Compañía Especial N° 115 en tomar un lugar cuyo nombre ya había cobrado connotación los días previos: Falso Tiwinza.
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Entre enero y febrero de 1995, las fuerzas armadas de Perú y Ecuador se enfrentaban por un diferendo territorial, que para ese entonces tenía 154 años de antigüedad. Otro veterano. Así como el fenómeno del Niño solía azotar las poblaciones del norte ciertos veranos; los líos de frontera solían reactivarse en las fiestas de pascua. La escalada del Alto Cenepa, tuvo una diferencia; sería la última del siglo XX y la más complicada por el terreno imposible y las minas sembradas como si fueran granos.
El 22 de febrero –después conocido como el “Miércoles Negro”– se inició el asalto a Falso Tiwinza. Las tropas ecuatorianas se defendieron, a pesar del tumulto de cohetería que les llovía y Edison se percató que dos hombres habían sido heridos. Salió al claro para ayudarlos y sin percatarse, él mismo se convirtió en el objetivo. Se defendía a la vez con su fusil FAL de dotación y con el Galil de uno de los heridos, hasta sintió que caía en la más profunda oscuridad.
Recuerda en la casa sobre la arena de Ventanilla, lejos de su río Ucayali: las fotografías de los momentos siguientes, la selva dándole vueltas, la puerta de un avión, el contorno de los edificios de una ciudad que después sabría que era Lima. Cuando despertó en el hospital y fue consciente y las fotografías se detuvieron, pensó:
– ¿Y dónde está mi fusil?
Como no había quien le responda, sacó su cuenta. En ese momento, para él mismo, era un prisionero de guerra y comenzó a hacer planes para darse a la fuga.
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Años después Edison Llerana está frente al coronel de sanidad Luis Gutiérrez Vera. Su “médico de cabeza”. Se saludan, se fotografían. Es extraña la sensación. De no ser por la guerra, no se hubieran topado nunca. Y después de suturarlo, de ponerle las cosas a su sitio y devolverle una vida que parecía arrebatada; son realistas en decirse que ambos van a permanecer ligados por un vínculo en común. La del paciente y el médico o la del milagro y el santo.
Desde Ventanilla, la niña acaricia a su héroe, su padre, su amigo. Quiere ser como él, aunque sea con la cicatriz.