El pueblo aparece de improviso al final de una garganta verde, muy estrecha, que sigue disciplinadamente los caprichos del río Utcubamba. Cuando se abandona Bagua, con sus planicies de arrozales, sin mucho trámite se penetra en ese enorme callejón. Conforme el calor es más carnicero con las poblaciones que crecen al costado de las cunetas, tanto más se ven hombres sin polo secando café o mujeres en pantalones cortos conversando en las puertas de sus casas, para no delirar en la modorra bajo las calaminas plateadas.
El pueblo es pujante. Con excepción de los más jóvenes, nadie es de allí. Algunos llegaron huyendo de la violencia innata que asolaba el oriente próximo. Otros porque se trata de un paso obligado (allí se bifurca la carretera hacia Tarapoto y Chachapoyas) que facilitaba el comercio. Otros porque su clima resulta casi perfecto para el cuerpo y la salud y algunos finalmente, llegaron por cosas del amor.
Los memorandos militares para ir a trabajar hasta allí dicen “Jazán”, pero si uno quiere comprar un pasaje para ese lugar, simplemente no existe. “Debe ser Pedro Ruiz Gallo”, me dijo la primera vez que fui la empleada de la empresa en la que intentaba viajar. Los antiguos oficiales que llegaron para construir la carretera que uniría la costa y la selva, le pusieron “Ingenio”. Y los operadores de radio castrenses, acostumbrados a hablar en clave toda su vida (hasta cuando se casan) lo denominan “Puerto Rico”; por la P y R, de Pedro Ruiz. En la misma ciudad hay un puente. La gente dice que a partir de allí se dividen Jazán y Pedro Ruiz. Y los más viejos o los que han vivido aquí antes jamás le van a decir otra cosa que no sea Ingenio. Cuando vienen de pasada, por nostalgia o por novelería incurren al nombre original, porque Jazán les suena a árabe y Pedro Ruiz es el nombre no de un héroe, sino de un futbolista del otrora poderoso Unión Huaral.
En 1961, durante el gobierno del presidente Manuel Prado Ugarteche, se dispuso que un batallón de ingeniería –el Sacsayhumán N° 6—construya esa importante vía de penetración. El jefe de esa unidad era el teniente coronel Francisco Morales Bermúdez. En esos años, el oriente seguía siendo tan lejano, que antes de partir se les hizo una ceremonia y una misa en la Escuela Militar. El diario “La Crónica” cubrió extensamente el evento; el primero de ese tipo que realizaba en el Perú. Pero las noticias de “La Crónica” terminaron allí. Los ingenieros ingresaron al monte y no se supo mucho de ellos.
Peripecias de unos fundadores. -Morales Bermúdez dejó la obra un año después, y en su reemplazo llegó el teniente coronel José Soriano Morgan. Intuyo que tenía una visión de las cosas muy peculiar, pues ocurrieron varias cosas en el campamento: atraídos por el gran número de soldados y trabajadores, unos colonos cajamarquinos habían seguido al batallón para venderles comida y enseres.
Al observarlo, Soriano Morgan se le ocurrió algo: llamó a los dueños de los campos, los conminó a ceder ciertos terrenos y diseñó con sus oficiales lo que sería el pueblo de Pedro Ruiz Gallo, en honor al héroe patrono de los ingenieros militares. Trajo al prefecto de Chachapoyas, a un sacerdote, a una banda de músicos acantonada en Chocope y lo fundó, así, a la española.
No fue todo. Los nuevos habitantes eran ingeniosos y un alcalde menor se presentó al cuartel para contar que, aprovechando las numerosas caídas de agua, se podría hacer una pequeña central hidroeléctrica. La hicieron. Y al haber luz y carretera, se condenó a la extinción a los antiguos pueblos de las alturas, que estaban allí por siglos, tales como San Carlos, Chosgón y Shipasbamba.
En 1980, varios años después de ser fundado, las autoridades ruicinas aprovecharon la llegada del general Morales Bermúdez, y lograron hacerle firmar el documento que los declaraba distrito. Claro, eran otros tiempos y la audacia podía torcerte el destino, así como así. Jazán, como distrito, ha superado con creces en comercio y en escándalo a la capital de la provincia –su nombre es Jumbilla- cuyo germen de soledad es infausto porque es un páramo aislado.
En la época de lluvia, se ve crecer una catarata magnífica llamada Chinata. Tres ríos cruzan el poblado de este a oeste en un desorden cabal, pero su resuello es una sana costumbre que no se escucha o no interrumpe la vida. La ciudad no tiene mucho que ver. No hay una sola construcción que merezca una fotografía de revista. Es como si la gente hubiera venido a vivir por un tiempo sin percatarse que no se volvería a ir, pero ya ni cómo arreglarlo porque echaron raíces, sus hijos crecieron y se quedaron atrapados en sus oficios. Nadie es lo suficientemente rico para hacerse una mansión ni lo suficientemente pobre para morirse de hambre, pero se vive bien, sin la sensación de que el reloj es tu peor enemigo.