El suboficial Juan Díaz Salazar, en la cola del Fokker-27, recibió la penúltima llamada del piloto por el auricular. Le ordenaba:
— Maestro de salto, en este momento estamos en problemas. He declarado la nave en emergencia. Ajusten la carga y láncense en paracaídas.
Díaz levantó la vista y vio a Hugo Enrique Rey, el aviador argentino, luchando con la máquina para esquivar los cerros. El cañón que lo tenía encerrado iba estrechándose cada vez más y ya no habría forma de salir, así que les dijo a los otros tres suboficiales que lo acompañaban que se colocaran sus equipos. Lo hicieron, pero resultó inútil. A pesar del pánico, el maestro de salto observó que la altura era escasa para intentar un salto y con señas, les dijo a los demás que se detengan. El ingeniero de vuelo abandonó su puesto en la cabina y comenzó a persignarse. Entonces, nuevamente el capitán Enrique Rey lo llamó. Esa fue la última vez que escuchó su voz:
— Ya saben lo que tienen que hacer. ¡Suerte!
En ese momento, Díaz observó por la ventana y vio claramente que el ala izquierda del avión se deshacía como si fuera una barra de mantequilla.
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Cuando a un peruano adulto promedio se le menciona el año 1970, a su cabeza vienen dos ideas: el terremoto y posterior aluvión en Yungay y la Copa Mundial de fútbol realizada en México. Cuarenta y ocho años después de esos eventos, el técnico del Ejército Juan Díaz Salazar ha vuelto de la ciudad de Roma para un reencuentro consigo mismo. Para él, además del sismo y el mundial; 1970 significa un renacimiento, cuya cicatriz todavía parece a salvo de su propia edad.
Ese 10 de junio, el Fokker F-27 de la Fuerza Aérea Argentina, salió del aeropuerto Jorge Chávez llevando ayuda humanitaria para las poblaciones aisladas por el desastre. Estaba piloteado por el capitán argentino Hugo Enrique Rey, acompañado por otros dos tripulantes connacionales. Para completar el cuadro, los operadores de lanzamiento provenían de la Escuela de Paracaidistas del Ejército y eran tres: Díaz, y los suboficiales Melo Bustamante, Ríos Cabanillas y Vera Gonzales. Debían lanzar varias toneladas de carga sobre las comunidades a orillas del río Pativilca.
La misión comenzó temprano, casi a las ocho de la mañana, y los animó saber que quizás alcanzarían a ver el partido de Perú con la poderosa selección de Alemania, programado para la tarde y el ánimo parecía festivo, sin sospechar que se perderían el compromiso. Hicieron una prueba para ver como lanzaría las cargas e ingresó por una quebrada donde dos pueblos se daban frente; Conga y Vista Alegre. Fue un éxito, a pesar de las bolsas de aire y la presencia de dos picos que amenazaban por su cercanía. Después del primer lanzamiento, el piloto observó que los víveres habían caído demasiado lejos del pueblo de Conga y llamó al maestro de salto:
— Ahora voy a atacar de nariz para que las cargas caigan más cerca del punto. Nos vamos a pegar al cerro. Tienes diez segundos.
Para el capitán Rey, el pasaje fue un éxito: las cargas habían llegado donde quería, pero para los lanzadores, fue un desastre pues la turbulencia era caótica y vieron el cerro demasiado cerca.
— He sentido miedo, le dijo Ríos Cabanillas al suboficial Díaz.
Díaz volvió a la cabina y el piloto le dijo que repetiría entrada. El militar peruano le advirtió del peligro de la cercanía de los picos y de la mala forma como lanzaron la ayuda humanitaria. El piloto lo tranquilizó:
— No te preocupes. Yo soy piloto de caza, por si acaso.
No sabía si inquietarse o tranquilizarse más, pero se puso nuevamente en posición para el tercer y último envío sobre Congas y Vista Alegre.
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Otra de las cosas de delirio que le dijo el capitán Rey al suboficial Díaz es que intentaría un aterrizaje forzoso en la quebrada. No era una posibilidad. Después del último mensaje, los cuatro tripulantes se miraron. Díaz le dio la mano a Melo Bustamante:
—Buena suerte, gritó.
Se persignó y luego vio que se alternaba el cielo y la oscuridad, la oscuridad y el cielo. Estaba todavía volando cuando oyó la primera explosión y nunca supo si cayó por la compuerta o por el vacío que dejó el avión al partirse. Hubo dreos cosas que explican su milagrosa supervivencia: que llevaba el paracaídas puesto y que cayó entre los fardos de ropa víveres que no llegaron a ser lanzados.
Cuando se levantó, además de la cabeza rota, tenía tres dedos de la mano derecha quebrados. Después de algunas horas, se percató que dos más de sus compañeros –Ríos Cabanillas y Vera—estaban vivos. Entonces, siguiendo la línea de un riachuelo anduvo 15 kilómetros, hasta que dio con unos campesinos que vieron pasar el avión debajo de donde estaban ellos. Le hablaban de lejos. Creyeron que era un abigeo, aunque así como estaba, parecía más un aparecido.