Una noche, hablaba con el teniente gobernador y el juez de paz de un anexo sobre un hecho de violencia que me pareció peculiar. En una discusión, un campesino había atacado a otro con un arma de película: una motosierra. Le cercenó parte de la oreja izquierda y dentro de mi lógica, el caso debía proseguir su curso judicial. Para la familia de la víctima, no. Preferían su libertad a cambio del pago de la curación. Entonces quedamos en seguir hablando a primera hora del día siguiente, pero el teniente gobernador me dijo:
— Mañana va a llover.
Un atisbo de nubes apenas si sobresalía de la cadena de cerros más lejanos. Además, estábamos bajo techo.
— ¿Cómo sabes que va a llover?, le pregunté
El hombre levantó la cabeza y observó el foco encendido.
— Lo que pasa es que ese tipo de polilla solamente sale cuando va a llover, me respondió.
Quedé anonadado. Entre un tipo de polilla y las tantas alimañas que pueden alzar vuelo en la selva, no podía distinguir cuáles podrían anunciarme que nos íbamos a mojar pronto.
***
La carretera que parte de San Francisco hacia la sierra toma altura rápidamente. A pocos kilómetros se pueden ver las tres ciudades más grandes a orillas del Apurímac. No distan demasiado entre sí. Desde Rosario –un activo anexo en donde surge el camino para Sivia– vi que un soldado apostaba con otro que los árboles que se expanden en la quebrada “cambiaban de color con el viento”. No le creímos y yo personalmente aduje que se trataba de la polvareda que vino con un ventarrón, el cual nos tuvo a mal traer un par de días y voló carpas y calaminas. El soldado volvió a señalarme dos árboles de la misma especie, yuxtapuestos: uno verde y el otro blanco.
Era verdad. Por momentos, cuando el resoplido del viento de las quebradas toma más impulso, un truco vegetal hace que lo verde se transforme en blanco. Personalmente he constatado a soldados encender luciérnagas con las manos, no sé cómo ni para qué.
Los boteros que surcan los ríos del VRAE llevan la sabiduría en el pulso. En las épocas de lluvia, cuando el caudal de los ríos se incrementa, sus frágiles embarcaciones son el nexo que mantiene la vida. Ni el surfer marítimo más experimentado tiene la pericia de los boteros navegando contracorriente en un bote cargado de mercadería o de soldados con su equipo completo. Cada pasaje es una lucha entre fragilidad de la canoa y el brazo demoledor del río; el pulso del motorista que debe intentar imitar la precisión de manos de un cirujano porque en cada pasaje está la diferencia entre vivir o morir.
A pesar de los avances de la tecnología, los hombres frente a la naturaleza no han dejado de ser hombres. Los soldados de las patrullas saben de la presencia del enemigo por la presencia de aves en los árboles, y su contraparte, los acostumbrados terroristas, de nutrida experiencia en el ramo, tienen la capacidad de oler la transpiración de algún extraño en las hojas de los arbustos o identificar un tronco quebrado en tamaña inmensidad.
Pero también, dentro de este cúmulo de habilidades está el reflejo malsano de la imaginación pérfida. La capacidad, por ejemplo, de aparecer en las playas de los ríos extensas pistas de aterrizaje para uso del narcotráfico. La habilidad para rehabilitarlas después de arduas y complejas jornadas de destrucción por las tropas. La habilidad para crear un mecanismo logístico que se inicia en el tallo de una planta de coca y termina con una avioneta en el aire. Basta un descuido de las autoridades y la septicemia de los laboratorios y traqueteros y pozas rebrota como mala hierba.
Regreso a tierra: un día he estado caminando por un pequeño sendero y vi tres soldados detenidos. Me señalan una serpiente mediana que se ha puesto en guardia, muy furiosa. Uno de estos sabios del campo toma un palo, hace un cálculo preciso y lo lanza hacia la cabeza del reptil, que queda noqueado. Después lo captura, comprueba su estado y decide freírlo. “Es como pollo”, me dice.
Los quechuahablantes y aimaras casi sin excepción, son bilingües. Cuando se dan episodios de alteración social y se envían contingentes de fuerzas del orden para controlar desmanes, suele suceder que los insultos a policías o soldados son en sus idiomas locales. El agente sospecha, de una u otra forma, que es víctima de una burla por la gesticulación y la risa comunitaria. El quechua y el aimara se sienten en la ventaja de conocer lo que su rival de turno no: un idioma completo. Aunque son compatriotas, sus idiomas y conocimientos distintos, ahonda el muro de incomprensión nacido hace siglos en el Perú y que a veces, no estamos muy dispuestos a derrumbar. No sé de muchos mecanismos de integración que hagan que los peruanos de aquí o de allá se tomen un entendimiento. Corrijo. Hay un tema en el que no hay un rincón del país que no quede conmovido, amargado o feliz: cuando juega la selección de fútbol.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.