El Estado colombiano ha sido valiente para declarar la guerra al narcotráfico, pero en la práctica los fiscales han cargado esa misión casi como si fuera un asunto personal. Esta historia lo comprobó a través de los relatos de cinco mujeres fiscales: dos que han sido asesinadas por cumplir su deber; dos más que tuvieron que exiliarse; una que se negó a politizar sus decisiones y la echaron; y una más que sucumbió a la corrupción de la chequera infinita del narco.
Cuatrocientos veintinueve fiscales, jueces y otros funcionarios de la justicia han sido asesinados en Colombia, desde 1979 y hasta septiembre pasado. Diez cada año.
La Corporación Fasol, una organización privada que ha documentado la violencia y las intimidaciones contra empleados judiciales por tres décadas, las tiene registradas como víctimas del conflicto armado interno que vivió el país por medio siglo, pero detrás de muchísimos de estos crímenes han estado las mafias del narcotráfico, comprando las armas y azuzando la guerra.
La fiscal más recientemente asesinada fue Esperanza Navas. Cayó el 9 de junio de 2021 cuando un pistolero le disparó en la sala de su casa en Tibú. Este municipio de Norte de Santander es el que tiene más cultivos de coca en el país, según el último censo realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). El actual Fiscal General de la Nación, Francisco Barbosa, prometió que “este hecho no quedará impune; por esto hemos destacado un equipo de fiscales, investigadores criminalísticos y médicos forenses quienes se encargarán de esclarecer este lamentable crimen”. Seis meses después, no hay ni una sola captura. Otros fiscales e investigadores amenazados que tuvieron que salir del municipio apoyados por la Corporación Fasol aún no han regresado porque no hay condiciones de seguridad.
Como ellos, otros 538 funcionarios del sector han sufrido amenazas, 211 han sido víctimas de atentados, 43 lo han sido de desaparición forzada, 52 han sufrido torturas y 78 han sido secuestrados. Además, 53 personas del poder judicial han tenido que huir del país exiliados.
“Todos nos comemos el cuento de que el país está luchando contra el narcotráfico, pero nadie, excepto esos jueces y fiscales que han dado su vida, están luchando contra el narcotráfico”, dice la socióloga Estefanía Ciro, coordinadora de investigaciones sobre narcotráfico en la Comisión de la Verdad, creada en 2018 por el Acuerdo de Paz con la antigua guerrilla de las FARC para esclarecer las verdades del conflicto.
Según Ciro, esos jueces y fiscales son el último eslabón de la cadena de la lucha contra el narcotráfico pero cuando quieren desenmascarar que no se trata de simples narcotraficantes, sino de unos poderes, de unos empresarios, de unas élites, de unos actores específicos, esos poderes los eliminan del tablero. “Es una máquina que va limpiando a los valientes y va dejando lo peor en la política y en la justicia”, dice.
Esta investigación, que hace parte del proyecto Una Guerra Adictiva, de la alianza periodística de Cerosetenta en Colombia, junto con El Universal y Quinto Elemento Lab en México, Occrp, VerdadAbierta, El Faro en El Salvador y Ponte Jornalismo en Brasil, coordinada por Dromómanos y el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), encontró la evidencia que sustenta descarnadamente las palabras de Ciro en las historias de Esperanza Navas y María del Rosario Silva, asesinadas por cumplir con su deber, de otras dos mujeres que como fiscales se le enfrentaron al narcotráfico, convencidas de que detrás tenían el Estado, pero se quedaron solas y tuvieron que exiliarse; de otra más que se resistió a politizar sus decisiones y la echaron; y también de las que como la ‘Batichica’ sucumbieron a la corrupción.
“Administrar justicia es sagrado”
La máquina de limpiar valientes fue la que casi aplasta a María Cristina Chirolla, hoy de 73 años y quien se tuvo que exiliar hace 15.
“La verdad es que yo sólo cumplí con mi deber, y eso no tiene nada de extraordinario”, dice Chirolla en una conversación por video desde su casa en Houston, Texas. Dice que dejó de ser, en sus palabras, “una mujer de poder”, encargada de arrebatarle los bienes a la mafia, con guardaespaldas y dos camionetas blindadas que no la desamparaban por el riesgo que entrañaba su oficio, “a firmar pasaportes” como cónsul de Colombia en la capital estadounidense del petróleo. Esperó en su exilio a que la llamaran de vuelta a la lucha, pero la olvidaron. Finalmente se jubiló y cambió los trajes y los tacones por ropa ajustada para hacer ejercicio.
No fue fácil irse del país, dice, pero lo hizo para proteger su vida. Porque llegó un momento en el que un atentado en su contra era tan inminente que ni su cargo, ni sus conexiones, ni sus guardaespaldas, ni siquiera el poder del Estado colombiano, podían protegerla.
En 2001, el Fiscal General de la Nación, Luis Camilo Osorio, a quien Chirolla conocía desde la universidad, la nombró directora de la Unidad de Lavado de Activos y Extinción de Dominio de esa entidad. En ese cargo lideró a un equipo que ayudó a convertir en ley la facultad para que el Estado colombiano pudiera arrancarle a la mafia los bienes comprados con dineros ilícitos.
Chirolla sabía cómo. Desde que estudiaba derecho en Bogotá y durante más de cinco años, trabajó en la oficina jurídica de la Superintendencia Bancaria –hoy SuperFinanciera–, que se encarga de vigilar al sistema financiero del país. Tuvo que revisar conceptos, dirimir conflictos de intereses, preparar sanciones por posibles irregularidades en transacciones económicas. Rápidamente aprendió a ver lo importante entre las pilas de papeles y fólderes. “Ese fue mi gran doctorado”, dice Chirolla. “Es lo que me sirvió después para ser la presidenta del grupo de expertos de lavado de activos de la OEA”.
Por eso en su nuevo cargo en la Fiscalía pronto vio que la norma colombiana de extinción de dominio no tenía dientes. Cuenta ella que el fiscal Osorio le respondió: “cambie la ley”. Junto con su equipo lo hizo: revirtieron el principio de la buena fe, para que fuera el acusado –y no el Estado– quien tenía que demostrar que los bienes fueron adquiridos con dineros lícitos. “Ese fue el gran triunfo”, dice Chirolla.
En 2004, y después de que quedó al descubierto un escándalo de corrupción en la Unidad Antinarcóticos de la Fiscalía, el Fiscal le ofreció ese cargo a ella, sumado a las responsabilidades de tiempo completo que ya tenía al frente de la unidad anti lavado.
Los periódicos la llamaban “la fiscal de hierro” y publicaban que ella, junto con el entonces coronel Óscar Naranjo, director de inteligencia de la Policía y más adelante de toda la institución, eran los dos principales objetivos de la mafia en Colombia.
Ese año, las autoridades descubrieron dos planes para acabar con la vida de Chirolla. En el primero, dos hombres fueron capturados antes de que le pudieran disparar en Zarzal, un pueblo en el norte del Valle del Cauca. Chirolla había estado allí dos días antes, liderando un operativo supuestamente ultra secreto que le confiscó 105 propiedades al narcotraficante Diego León Montoya, alias ‘Don Diego’, por cuya cabeza el gobierno de Estados Unidos ofrecía una recompensa de 5 millones de dólares. En el segundo, las autoridades establecieron que una estructura narcotraficante, cuyo líder se escondía en un club de suboficiales del Ejército en Bogotá, buscaba asesinarla a ella u otras “figuras relevantes” de la Fiscalía General de la Nación. El general Naranjo se refirió a la estructura como una “célula terrorista”. Esos hechos quedaron registrados en el documental “Una ciudadana honesta” que realizó en 2004 el canal de televisión británico Channel 4 sobre la vida de Chirolla.
En una de las últimas escenas, Chirolla aparece llorando, mientras hace ejercicio en una caminadora que apenas cabe en el patio de ropas de su minúsculo apartamento en el norte de Bogotá. Luego en pijama, metida entre las cobijas, dice: “Estoy asustada. Estoy segura de que voy a morir. Aquí en Colombia hay una cultura de no protección. Los fiscales me dicen: ‘doctora, no se meta tanto en esto porque va a morir y no va a importar su muerte’”.
“El dinero permea todo”, dijo Chirolla en su entrevista con Cerosetenta, medio digital colombiano integrante de esta alianza periodística. Asegura que su gran tristeza fue ver que todo su trabajo en la Unidad contra el Lavado de Activos se “desbarataba” cuando los bienes confiscados llegaban a la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), una entidad gubernamental hoy liquidada que se encargaba de administrar los bienes incautados al narcotráfico. “Para serte franca, no estuvieron a la altura. Lo que no se podía negociar aquí, se negociaba allá”, dice.
De los cuatro directores que tuvo la DNE en sus primeros 12 años de existencia, dos fueron investigados por corrupción y uno por lavado de activos. Hasta ahora dos han sido condenados: Ómar Figueroa Reyes y Carlos Albornoz, directores de la entidad en 2007 y 2009, respectivamente. La justicia tomó más de una década para probar que recibieron coimas a cambio de adjudicar los bienes de la mafia administrados por la entidad.
Según Chirolla, a ella nadie se atrevió nunca a ofrecerle un soborno. “Era una cuestión de actitud”, sostiene. Por eso, siempre le dijo a su equipo que no se dejaran poner un precio, que se dieran ese lujo. “Administrar justicia es sagrado”, dice convencida aún hoy. “Tienes que responderle a la sociedad con ese instrumento casi divino que tienes en tus manos”.
El problema es que en Colombia no tener precio puede resultar demasiado costoso.
“Doctora, ¿a usted no le gusta el dinero?”
“Yo lo resumo con tres palabras: hay quienes se dejan corromper, quienes no hacen nada porque viven con miedo, y quienes como yo, no aceptamos ninguna de las dos, y el camino que nos queda es la muerte”, dice María Nancy Ardila.
Tiene 51 años, cara redonda y mirada triste, y asegura que siempre supo que la querían matar. De los 28 años en los que fue fiscal, 26 fueron en el Valle del Cauca, el departamento colombiano donde nacieron y florecieron dos de los carteles más poderosos del narcotráfico criollo: el Cartel de Cali, que tuvo su mayor auge en los años noventa, y el Cartel del Norte del Valle, que lo reemplazó. Aunque esos nombres dejaron de existir hace años, todavía no se han acabado ni el negocio ni la violencia que promovieron sus fundadores, como comprobó Ardila en carne propia.
Mientras era coordinadora de Fiscalías en Buenaventura, el principal puerto colombiano sobre el océano Pacífico y frecuente salida clandestina de la cocaína colombiana, Ardila sobrevivió a un atentado con explosivos que dejó en pérdida total el edificio de la Fiscalía local en 2006. En su natal Caicedonia, llamada la ciudad centinela del valle del río Cauca, prefería salir de misa antes que su familia, para que ellos no fueran testigos si alguien intentaba atentar contra su vida.
Cada día antes de irse a trabajar en su modesto carro particular, se echaba la bendición y se despedía de su mamá como si no la fuera a volver a ver. Los narcos la presionaban constantemente. No perdían oportunidad para ofrecerle sobornos –casi siempre económicos, aunque no faltaron propuestas amorosas– para que se torciera. Ella siempre se negó.
“Me decían, doctora, ¿y es que a usted no le gusta el dinero? Yo les decía ‘sí me gusta, pero no así’. Yo quiero dormir tranquila”, cuenta.
Consiguió dormir tranquila hasta 2012. Ese año, Ardila investigaba una oleada de homicidios en Caicedonia, como fiscal seccional de ese municipio, cuando se topó con el nombre de Alexander Toro en un expediente bajo el rótulo de ‘archivado’. Toro, alias ‘El Viejo’ era jefe local del Clan del Golfo (también conocido como Autodefensas Gaitanistas), actualmente la red de narcotráfico y crimen más cruenta y extendida en el país. Alto, grueso, moreno, con peinado de militar, le decían ‘El Viejo’ porque comandaba una banda de unos treinta muchachitos que traficaban droga en los pueblos del norte del Valle y mataban personas por encargo. Para ellos la vida valía poco: por asesinar a Gustavo Sánchez, profesor de matemáticas en el bachillerato de la Institución Educativa Bolivariano de Caicedonia, por ejemplo, cobraron 800 mil pesos colombianos de 2014 (unos 417 dólares al cambio de la época).
Además Toro era el de más experiencia: desde 2008 había sido parte de Los Rastrojos, la banda heredera de los negocios y el poder de intimidación del extinto Cartel del Norte del Valle. Toro había amenazado a jueces, fiscales, procuradores y ex alcaldes de Caicedonia.
La ex fiscal Ardila no niega que conocía el rumor: que “quien se metía con él era persona muerta”. Aún así, ordenó reabrir la investigación. Al día siguiente, se reunió con dos investigadores de policía judicial (la Sijin) y les compartió su decisión. Una abogada de Toro se presentó después en su oficina. Que lo que estuviera archivado lo dejara archivado, cuenta ella que le recomendó, que la gente con la que se estaba metiendo era muy peligrosa. Para probarlo, marcó al celular de Toro y la puso a escuchar cuando el hombre, al otro lado del teléfono, dijo: “En Caicedonia no se mueve una aguja sin que yo me entere”.
Intentó protegerse: trasladó el caso a un fiscal especializado, pero durmió el sueño de los justos durante un año. La entonces directora seccional de Fiscalías del Valle, la hoy Vicefiscal General Martha Mancera, le propuso que retomaran el caso y que Ardila siguiera investigando pero a escondidas, para que no se filtrara la información. Junto con su asistente de confianza, Ardila iba a la Fiscalía de Caicedonia en la noche para sacar los expedientes. Luego conducía hasta Buga por 98 kilómetros a donde tenían la investigación. “Parecíamos delincuentes”, recuerda Ardila.
Finalmente, en octubre de 2014, la Fiscalía capturó a Toro y a otros 24 miembros de su banda. Según un boletín de resultados de la Fiscalía publicado ese año, “con la desarticulación de esta organización criminal se redujo en un 90% los homicidios en la zona de injerencia”.
“No tuve ningún apoyo de la Fiscalía”
“Ellos le buscan a uno la parte oscura o la parte débil. Si uno llega tarde, si toma licor, qué problemas tiene, cómo es la familia”, cuenta Ardila. En su caso, lo único que sobresalía eran muchas reuniones familiares. “Esa era mi parte débil”, dice.
El 20 de enero del 2015, sicarios en moto asesinaron a tiros a Elio Fabio Ardila, de 44 años, dueño de un local de venta de pollos en Caicedonia. Era hermano menor de María Nancy, a quien le llevaba menos de un año. Apenas cuatro meses después, el 13 de mayo, otro de sus hermanos, Jhon Jairo Ardila, de 43 años, almorzaba en la casa de la fiscal en Caicedonia junto con una tía, cuando un sicario tocó a la puerta. Le disparó varias veces hasta matarlo. La Fiscal se salvó porque estaba en la oficina, pero cinco días después sí estuvo presente cuando un encapuchado fue nuevamente a su casa preguntando por su mamá.
Seis años después, Ardila le contó a este equipo periodístico que ella había visto a unos patrulleros de la Policía merodear cerca al local de su hermano y por su casa, tomando fotos y videos, en las semanas antes de que ocurrieran los crímenes contra sus familiares. Cuando cuestionó al director de la policía local, recuerda Ardila, éste le respondió con evasivas y se negó a mostrarle los videos que habían captado los agentes. El informe de seguridad de la Fiscalía que Cerosetenta leyó hace referencia a este episodio, aunque, según una fuente que cita el informe, se trataba de operativos rutinarios de la Policía para monitorear viviendas cercanas a expendios de droga y que, según la fuente, María Nancy “se lo toma como personal”.
Ese informe de la Fiscalía General para constatar el nivel de riesgo que enfrentaba Ardila por cuenta de su trabajo llegó solamente después de que la organización criminal de Toro asesinó a su primer hermano.
El documento de 14 páginas dice que su riesgo era “extraordinario”, que abarcaba “la totalidad del territorio nacional”, de manera específica, en los departamentos del Valle, Risaralda y Quindío.
El informe también dice que el riesgo era “concreto, presente, importante, serio, claro y excepcional”. Y que abarcaba a toda la familia de la fiscal –un grupo de 15 personas, entre madre, hermanos, tía, sobrinos e hijo de Ardila– porque la amenaza de Toro era “no dejar que ella ni su familia salieran vivos de Caicedonia”, como se lee en el documento.
El informe recomendó medidas de protección especiales “en favor de Ardila y su grupo familiar”, pero la Fiscalía sólo la protegió a ella. Primero la trasladó a Cali y luego a Bogotá. Los 15 miembros de su familia salieron juntos, pero tuvieron que costear su traslado y hospedarse en la casa de unos conocidos.
En la capital colombiana, Ardila y la Corporación Fasol presentaron una acción de tutela para exigirle a la Fiscalía General de la Nación medidas de protección que cubrieran a toda la familia y ayuda para que pudieran salir del país. En una primera instancia, el Tribunal Superior de Bogotá se pronunció para que la Fiscalía reconociera lo extraordinario de su amenaza, pero no amparó los derechos de sus familiares.
Por eso, en 2015, la Corte Suprema de Justicia, una de las altas cortes de Colombia, regañó en un fallo de segunda instancia no solo a la Fiscalía sino al Tribunal, porque a su juicio, las pruebas que constan en el expediente muestran que el riesgo extraordinario los cobijaba a todos. Además, citó a la Corte Constitucional diciendo que “no se le puede exigir una conducta heroica a un funcionario público” y ordenó a la Fiscalía instaurar medidas urgentes de protección a María Nancy Ardila y a toda su familia.
Como Chirolla, Ardila pudo finalmente salir del país. Pero no gracias a la acción de alguna entidad del Estado colombiano, al que siente lejano e indolente. Fueron más de 40 organizaciones de derechos humanos locales e internacionales, lideradas por Fasol y Somos Defensores, que unieron fuerzas y recursos para sacarla y velar porque en ese otro país –que ella pide no mencionar por razones de seguridad– pudiera continuar con sus tratamientos médicos. Hasta les compraron las maletas en un momento en el que ella ni siquiera tenía fuerzas para cobrar su propio sueldo, recuerda Ardila.
“Yo no tuve ningún apoyo de la Fiscalía. Nada. Es como si no me hubiera pasado nada”, dice Ardila. Las comisuras de sus labios se hunden en un gesto de profundo pesar.
“El mismo Estado no puede garantizarles una protección efectiva”
La Dirección de Protección y Asistencia de la Fiscalía es la unidad adscrita al despacho del Fiscal General que se encarga de prestar protección a los fiscales, miembros del CTI y testigos de la Fiscalía que participan en los procesos penales y que son sujetos de amenazas. Esta alianza periodística buscó una entrevista con el actual director de esa oficina, Héctor Jairo López, a través de su equipo de prensa desde el 22 de septiembre de 2021. “No sé si esa información te la puedan dar porque es un tema de seguridad, pero yo hago el traslado”, le dijo a Cerosetenta Paola Tovar, jefe de prensa de la Fiscalía. Hasta la fecha de publicación de esta historia no obtuvimos respuesta.
Esta unidad tiene un presupuesto anual de unos 4.500 millones de pesos (más de 1,1 millones de dólares) y ofrece tres tipos de protección para los fiscales: reasignar el proceso que está investigando a otro funcionario, trasladarlo a otra región del país y asignarle un esquema de seguridad. El esquema básico de seguridad –que incluye dos escoltas y un carro blindado– le cuesta a la Fiscalía unos 30 millones de pesos (7.600 dólares) mensuales. Pero hay otros más costosos que incluyen, por ejemplo, el pago del arriendo y la manutención de las familias de los protegidos en otra ciudad mientras esté vigente el riesgo.
Jorge Eduardo Rojas ocupó la dirección entre el 2012 y 2016 y de nuevo, durante todo el 2020. En su oficina sobresale un diploma colgado en la pared que le otorgó el gobierno de Estados Unidos reconociendo sus servicios cuando fue fiscal de la Unidad Antinarcóticos de la Fiscalía y una pequeña escultura de un cuy disfrazado de agente del CTI que le regalaron sus subalternos. Aunque ha tenido muchos cargos de responsabilidad en la entidad, dice que nunca ha sido objeto de amenazas directas y que solo tuvo escoltas cuando fue director de la seccional de Fiscalías en Medellín en 1999.
Durante la entrevista, repitió unas cinco veces que, para él, la responsabilidad de evitar el riesgo es de los fiscales.
“Una de las finalidades es tratar bien a la gente”, dijo en entrevista con esta alianza periodística. “Al delincuente uno no lo puede pordebajear. Él cometió un hecho, él sabe que uno como fiscal está cumpliendo su función. Y desde que uno lo respete, él no se va a desquitar conmigo. Y por eso nunca he tenido inconvenientes”, indicó. “Uno en la vida tiene que ir por el camino del centro: ni recargarse a la izquierda, ni recargarse al lado derecho, sino parejito. Si usted va parejo, no va a tener problemas”, añadió. E insistió en que “depende de uno; las investigaciones dan resultados dependiendo del fiscal que lleve el caso”.
Aseguró que hasta que dejó el cargo en la Dirección de Protección en el 2020, la Fiscalía tenía a unos 480 protegidos en el país y 1.600 personas si se cuentan sus familiares. La inmensa mayoría eran testigos en procesos penales y “no más de 30 o 40 fiscales”, en sus palabras, tenían esquemas de protección, de los casi 6 mil que trabajan en la entidad. Algunos contaban con estos esquemas como medida preventiva y otros porque tenían informes de seguridad de la propia Fiscalía que demostraban que tenían riesgo extremo o extraordinario, como María Nancy Ardila.
Sin embargo, Rojas no recuerda el caso de Ardila, a pesar de que a él iba dirigido el informe de seguridad sobre la fiscal de Caicedonia.
“Tanto informe yo firmé… Yo firmaba solicitudes de vinculación y desvinculación de 5.000 [personas] o más. Es que muchas veces, ¿qué sucede? Que la persona quiere como imponer su voluntad, digamos, en los esquemas. Hay un esquema básico: entonces la gente dice no, a mí no me sirve. Pero es que no se puede dar más”, dijo Rojas. Por “esquema” el ex director de Protección se refiere a las medidas con las que se protege una persona, bien sean chalecos antibalas, guardaespaldas, carros blindados, arreglos de comunicación instantánea con la autoridad, rondas policiales en su casa y trabajo, entre varios otros.
Aseguró que muchas personas confunden un esquema de seguridad con el estatus que le da. Por eso, la Dirección de Protección revisa anualmente el nivel de riesgo de los funcionarios con esquema para ver si amerita mantenerlo y, según Rojas, algunos protestan cuando deciden quitárselos. Otros, quizá los que más los necesitan, nunca lo piden, bien sea porque desestiman el riesgo o porque saben que no se los van a conceder. Rojas reconoce que la Unidad recibe unas 5 mil solicitudes de protección al año y que, según sus propias cifras, casi el 70 por ciento queda desatendida. Es decir, dos de cada tres llamados de auxilio.
“Si todo el mundo estuviera amenazado, no alcanzaría ni el presupuesto para montarle esquema a cada fiscal”, dice. “Si ellos tienen alguna amenaza, que hagan la petición. De todas maneras hay un soporte técnico, pero ¿si no lo comunican?”. Además, se pregunta por el riesgo que corren los funcionarios en la calle que, según él, es el mismo de cualquier ciudadano: “Cuando uno sale como un ciudadano común y corriente, pues está corriendo un riesgo”, dijo.
Un ex fiscal en retiro que habló con esta alianza periodística que pidió omitir su nombre “para evitar susceptibilidades” dijo que muchas de esas solicitudes son negadas porque la Fiscalía estipula que el riesgo es bajo y no amerita protección. Él, sin embargo, nunca presentó la solicitud. En cambio, cuando fue fiscal seccional en un departamento del sur del país (en territorio que en ese momento era dominado por la hoy desmovilizada guerrilla de las FARC) solicitó “a motu proprio”, en sus palabras, protección por parte del comandante del Batallón del Ejército con quién forjó una relación de colaboración permanente. En esos territorios, dijo, “el funcionario está muy expuesto, es totalmente vulnerable”.
Es una situación frecuente. De hecho, Rojas reconoce que en los lugares de la geografía nacional donde es más difícil otorgar seguridad por parte del Estado, éste ofrece que fiscales y jueces que administran justicia vivan y despachen en instalaciones militares, aunque esto pueda afectar la independencia de sus decisiones. Se hace necesario, dice, “porque el mismo Estado no puede garantizarles la vida de ellos y una protección efectiva”.
La otra opción para que fiscales puedan tener una protección efectiva es hacer parte de una Unidad Especializada como las que creó el Plan Colombia, un plan ideado en Estados Unidos al final del siglo pasado con el objetivo expreso de fortalecer el Estado colombiano para combatir el narcotráfico, pero que en la práctica se convirtió en un plan contra la guerrilla de las Farc. Esas unidades trabajan de la mano con el gobierno de Estados Unidos y con la Fuerza Pública colombiana para perseguir al narco. Por eso, cuentan con medidas especiales de seguridad.
El mismo fiscal que pidió reservar su nombre dijo que, cuando dirigió la Unidad Nacional contra el Terrorismo de la Fiscalía General de la Nación en Bogotá, se movía en un vehículo con blindaje 3 y un conductor.
“Nos sentíamos más seguros en Bogotá. Aquí había mucho más respaldo institucional e inclusive la Embajada Americana también ayudaba mucho a que se prestara la protección en determinados casos”, cuenta.
“La persecución es muy poco estratégica”
“En la guerra contra las drogas la Fiscalía ha sido, en general, pasiva y poco estratégica y ha respondido a la priorización y a los objetivos que establecen las Fuerzas [Armadas] y el Ministerio de Defensa”, dice Miguel Emilio La Rota, experto en política criminal quien lideró la dirección de Política Criminal en la Fiscalía General de la Nación entre 2014 y 2018.
La razón es histórica. Las unidades especializadas de la Fiscalía, como la Unidad Antinarcóticos, la Unidad contra el Terrorismo y la Unidad contra el Crimen Organizado, nacieron en un principio con recursos de Estados Unidos. Eran unidades que acompañaban los esfuerzos y las estrategias de los grupos especiales antinarcóticos de las Fuerzas Armadas, también creadas con recursos y entrenamiento de los estadounidenses.
“Pero esas Fuerzas tienen una mirada muy gruesa, muy básica, de lo que creen que es luchar contra las organizaciones. Las clasifican entre unas más fuertes, otras medianamente fuertes y otras pequeñas, y de acuerdo con eso tratan de asignar recursos”, dice La Rota, quien hoy lidera el centro de pensamiento Laboratorio de Justicia y Política Criminal.
Por eso, según él, los indicadores de éxito de la Fiscalía siguen siendo las capturas y las neutralizaciones (o bajas). Es decir, en sus palabras, “cuántas cabecillas visibles logramos tachar del [álbum] Panini” y eso explicaría por qué la persecución penal de la Fiscalía “sea muy poco estratégica y no priorice, por ejemplo, en los más violentos o los homicidios”.
De hecho, cuando el gobierno de los Estados Unidos define un objetivo de ‘alto valor’ para que las Fuerzas Armadas y las unidades especializadas de la Fiscalía lo persigan en Colombia, la información no termina de ser transparente para quienes ejecutan esas órdenes.
Lo reconoce el ex director de Policía Nacional y ex vicepresidente de Colombia, el general en retiro Óscar Naranjo.
“Lo que puedo afirmar durante el tiempo que fui director de la DIJIN y de la Dirección General de la Policía es que recibí por parte de la cooperación del gobierno de los Estados Unidos información operacional. Es decir, información muy puntual en algunos casos para capturar integrantes de la propia organización del extraditado o para iniciar investigaciones de lavado de activos. No obstante, tengo que decir que la información estratégica derivada de la colaboración de los extraditados que mostrara un cuadro completo de la organización no se compartía de manera fluida. Existía, repito, un canal de información operacional táctica que resultó muy útil para ir sumando al desmonte de las organizaciones pero no una información ampliada en términos estratégicos sobre el conjunto de la estructura criminal a la que pertenecía el extraditado”, dijo Naranjo a esta alianza periodística.
Esa colaboración, para Antonio Suárez, fundador y vicepresidente de Fasol, no solo ha sido impuesta por parte del Gobierno de Estados Unidos sino que está basada en una falacia. Porque mientras fiscales y jueces en Colombia “ponen el cuerpo”, en sus palabras, para cumplir con las órdenes de extradición presionadas por Estados Unidos, una vez allá, “las personas que se lucran del narcotráfico simplemente son objeto de negociaciones con la justicia norteamericana”, dice. (Ver historia sobre la extradición y sus efectos reales de esta misma alianza).
“La Justicia es la rama seca del poder público”
Suárez recuerda de memoria los nombres y las fechas de asesinatos contra jueces, magistrados y fiscales que se atrevieron a luchar contra el narcotráfico y sus aliados, los paramilitares en las últimas tres décadas. “Los hitos”, como los llama él. Es uno de los pocos que los recuerdan, porque los administradores de justicia en Colombia han sido víctimas casi invisibles en esta guerra. Para ellos no hay más monumentos que los que han puesto ellos mismos.
“Eso es cierto y eso es triste, y yo pienso que devela la concepción que tiene el Estado frente a la administración de justicia”, dice Suarez. “La justicia en Colombia es la rama seca dentro del poder público”, agrega, citando a un ex consejero de Estado que explicó así la sangrienta toma y retoma del Palacio de Justicia en Bogotá en 1985.
Por eso, para La Rota, no es que la mayoría de fiscales y jueces sean corruptos, sino que ante este panorama, “se acomodan y no les importa”, dice. “Porque saben que si empiezan a ser estratégicos”, –es decir, a diseñar operaciones que sirvan para disminuir la criminalidad en esos territorios e incluso bajar los niveles de violencia–, “se van en contra de sus altos mandos o se van en contra de las organizaciones criminales y los matan”, dice La Rota.
Hay dos episodios que revelan cómo sectores poderosos de la sociedad (incluyendo las Fuerzas Militares, las élites regionales y las mismas directivas de la Fiscalía) arremetieron contra administradores de justicia que se atrevieron a hacer operativos estratégicos para desmontar organizaciones criminales aliadas con el narcotráfico. Los dos, además, corresponden con los años que más victimización sufrieron los funcionarios que administran justicia, según las cifras de Fasol.
El primero fue el allanamiento al Parqueadero Padilla en Medellín en 1998, que encontró la contabilidad de la mafia con nombres y montos económicos aportados por élites locales a los grupos paramilitares aliados con el narcotráfico. Después del hallazgo fueron asesinados catorce integrantes del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía. Sólo quedó vivo el director, Gregorio Oviedo, que debió exiliarse.
El segundo fue el período entre 2001 y 2005, cuando la Fiscalía General fue dirigida por Luis Camilo Osorio –el mismo que nombró a Chirolla– y quien fue denunciado por alianzas con el paramilitarismo (aliados con los narcos). Las presiones contra los fiscales que se atrevieron a perseguir a los paramilitares han sido denunciadas por los mismos fiscales, por políticos como Gustavo Petro (hoy candidato a la presidencia de Colombia) y organizaciones internacionales como Human Rights Watch. Y han sido publicadas en los diarios nacionales como El Espectador desde el día siguiente en que Osorio se posesionó en el cargo. El entonces Fiscal General forzó la renuncia, por ejemplo, de los fiscales que habían tomado la decisión de encarcelar al general Rito Alejo Del Río, hoy condenado por sus vínculos con los paramilitares. Del Río terminó libre por orden de un juez y en 2004, el Fiscal Osorio precluyó la investigación en su contra. Sin embargo, en el 2009, la Corte Suprema ordenó reabrir la investigación y finalmente lo condenó.
Además, en Norte de Santander, departamento limítrofe con Venezuela, Osorio nombró y respaldó como directora de la seccional en Cúcuta a Ana María Flórez, hija de su amigo, Álvaro Flórez Bernal, y quien tenía el alias de ‘La Batichica’ por sus vínculos con los paramilitares. La abogada bogotana llegó a esa ciudad en diciembre del 2001 a reemplazar a María del Rosario Silva y Carlos Arturo Pinto, fiscales especializados contra el narcotráfico, que ese año fueron asesinados en cuestión de tres meses por paramilitares al mando de ‘El Iguano’. A pesar de su insistencia, ni Silva ni Pinto recibieron protección alguna por parte de la Fiscalía. Florez, en cambio, estrenó chaleco, carro blindado y escoltas, como contó el libro Guerras Recicladas de María Teresa Ronderos. La ‘Batichica’ fue condenada en 2007 por colaborar con los paras y aún está prófuga.
“Les decía de frente a los fiscales que no fueran a perseguir a los paramilitares y persiguieran a la guerrilla”, cuenta la ex fiscal Élcida Molina.
Molina fue una de las funcionarias de esa seccional a quienes el fiscal Osorio y el propio presidente de la República, Álvaro Uribe, acusaron de estar aliados con la guerrilla. La despidieron, junto con varios colegas, en medio de una ‘purga’ que anunció el Fiscal. Luego, los persiguieron con investigaciones penales que abrió la misma Fiscalía, aunque ninguna fue por vínculos con la subversión.
Molina, por ejemplo, fue acusada de presunto prevaricato por acción en un proceso de tráfico de migrantes y ordenaron su detención. Las denuncias en su contra, sin embargo, fueron desmontadas por la Corte Suprema de Justicia que, en 2004, la absolvió y ordenó dejarla en libertad. En 2008, Molina denunció a Osorio ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, donde aún reposa el expediente.
“Sí, yo lo denuncié. Yo tenía mucha rabia porque yo era inocente y él lo sabía. Pero no creo que ya me metería en problemas”, dice.
No meterse en problemas es la justificación que dan muchos fiscales para no denunciar la corrupción, para resguardar sus vidas y para aferrarse a sus cargos. Porque, como dice Miguel La Rota, “hacer una persecución penal mínimamente efectiva en esos territorios, desde el punto de vista estratégico, requiere héroes”.
Y a pesar de que ese heroísmo existe y ha demostrado ser efectivo, como revelan los casos de María Nancy Ardila o de María Cristina Chirolla, el Estado colombiano no los protege ni parece hacer esfuerzos reales por disuadir a los actores armados ilegales para que dejen de atentar contra la vida de quienes se atreven a llevar a los narcos, y sus aliados, a la justicia.
“Si quieres hacer disuasión estratégica, lo peor que puedes hacer es salir, hablar duro y después no hacer nada porque entonces la señal de amenaza, que es lo más importante para la disuasión, pierde credibilidad”, dice La Rota. “Los grupos ilegales pueden ser sensibles a una amenaza clara y creíble, pero para eso se necesita un fiscal que sea estratégico, que tenga carácter, que tenga fuerza frente a las Fuerzas Armadas y no solamente frente a los ilegales, y ponga los recursos que hay que poner para hacer las investigaciones que hay que hacer”, asegura.
“Tiene que haber un cambio que valga el sacrificio”
María Cristina Chirolla dice que le cuesta trabajo verse como “la fiscal antimafia” que fue hace dos décadas. “Miro hacia atrás y no me reconozco. Ahora soy otra, desprevenida. Dios me ha concedido lo que tanto le pedí: ser una anónima tranquila”.
Sentada al frente del computador y con una moña que delata a quien ya no le interesa estar bien peinada, volteó varias veces la mirada hacia su biblioteca, detrás de ella, para explicar que fueron esos libros –”En busca del tiempo perdido” de Proust, “Autobiografía de un yogui” de Yogananda y “Guerras recicladas”, entre otros– y su psicoanalista, la compañía y el refugio que necesitó para cambiar de vida.
“Yo creo que sin mi psicoanalista no hubiera podido hacer lo que hice. Una vez me propusieron estar en una lista de candidatos para la Fiscalía General y me dijo, ¿estás loca?”, dice, riéndose con fuerza. “Es el resultado de una estructura mental psicoanalítica fuerte: saber que uno cumple roles, los deja y tiene que seguir, porque esa chequera se agotó”.
Aunque ha tenido que pasar pruebas duras no se considera una víctima. Dice que es una lección que aprendió de su mamá, una mujer que se atrevió a divorciarse a mitad de siglo XX cuando casi que era un pecado en Colombia. “Lo peor que le puede pasar a una persona en la vida es ser víctima”, recuerda que le decía, “porque sobre la víctima se decide. Yo acepté tener esa capacidad por mi madre”.
La suerte de María Nancy Ardila ha sido muy distinta. El costo de pelear una guerra perdida fue demasiado alto para ella.
Siete años después del asesinato de sus hermanos, todavía tiene mucho miedo y pide que no revele su ubicación porque no se siente segura. Su vida ahora transcurre entre citas médicas atendiendo las secuelas psicológicas y físicas que le dejó la venganza de Alexander Toro, aún preso.
“Cuando no estoy yendo al médico, estoy llevando a mi mamá, acompañando a mi hijo, porque todos nos quedamos con problemas”, dice.
Además de psicólogos y psiquiatras, ha tenido que visitar médicos endocrinólogos, neumólogos, gastroenterólogos y hasta un otorrinolaringólogo. En este momento, están descartando un problema de hipertensión pulmonar que creen que puede tener una causa emocional.
“Es que…”, toma aire mientras hace un esfuerzo descomunal por controlar las lágrimas, “el asesinato de mis hermanos, el desplazamiento forzado, es algo muy horrible. Uno salir con las manos vacías, perder todo. Perder a mis hermanos, el arraigo, el trabajo. Prácticamente lo dejan a uno destruido moralmente”.
Aunque ya se han ejecutado varias condenas por los asesinatos de sus hermanos, siente que es improbable que en su caso haya justicia. “Para que haya justicia tiene que haber un cambio que valga la pena todo este sacrificio”, dice. Acto seguido, comienza a enumerar algunos: más protección a los funcionarios, mayor capacitación a la Policía, mejor remuneración para evitar casos de corrupción. Podría seguir, pero se detiene: “la gente del pueblo me hace sentir que este sacrificio valió la pena porque mucha gente quedó tranquila, porque había mucha impunidad y muchas víctimas lograron que se hiciera justicia. Pero para yo sentirme satisfecha, no. Yo creo que ya no lo alcanzaremos a ver”, dice.
Lo que quizá sí comparten María Nancy Ardila y María Cristina Chirolla, aguerridas fiscales antimafia, es la certeza de que cumplieron su deber y el desarraigo y la soledad que implica haberse tenido que ir de un país que no supo -o quiso- protegerlas. Y quizás también la frustración de sentir que si no hay un cambio de política de fondo, la justicia seguirá poniendo las víctimas, mientras los líderes siguen haciendo de cuenta que luchan contra el narcotráfico.
*Una Guerra Adictiva es un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo sobre las paradojas que han dejado 50 años de política de drogas en América Latina, del que participa IDL-Reporteros. Además, integran la red el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Dromómanos, Ponte Jornalismo (Brasil), Cerosetenta y Verdad Abierta (Colombia), El Faro (El Salvador), El Universal y Quinto Elemento Lab (México),Miami Herald / El Nuevo Herald (Estados Unidos) y Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP).