Las protestas urbanas sacudieron América Latina en 2019, sobre todo en la última mitad del año. Sucedieron en Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela, Haití y Nicaragua, para nombrar países donde resonaron más las multitudes.
Pero, ¿cómo este fenómeno alcanzó realidades tan diferentes? Parece más fácil entenderlo en Haití que, digamos, en Chile. Pero cuando irrumpe la realidad y fuerza una enorme disonancia cognitiva sobre la confortable percepción previa, esta combinación suele plasmarse en frases memorables para la historia o la leyenda, detonando levantamientos a su paso.
Pocos años antes de la Revolución Francesa, una escasez de harina movilizó a los parisinos pues el pan era parte fundamental de la alimentación del pueblo. Según la leyenda, cuando María Antonieta se enteró que la multitud reclamaba la falta de pan, ella sugirió: “¡Que coman pasteles!” (“Qu’ils mangent de la brioche”). La anécdota es apócrifa, pero se mantuvo en el tiempo porque retrata bien la indiferencia de los grupos privilegiados ante la suerte del pueblo llano.
En octubre de 2019, el hoy célebre comentario de la primera dama de Chile, Cecilia Morel, no provino de la arrogancia sino del temor. Morel dijo en una nota de voz de Whatsapp a una amiga, en pleno curso de las manifestaciones: “(… ) estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirlas”. Morel terminó aconsejando a su amiga “racionar la comida, y vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.
Morel se disculpó luego por el comentario, pero su involuntaria elocuencia describió el ánimo de una élite en sobresalto; alucinando a Karl Marx reencarnado en George Lucas: “Un fantasma recorre Europa y un alienígena recorre Santiago”.
Pero los alienígenas tienen un nombre más preciso: ciudadanos. Ciudadanos es una palabra tranquilizadora, que sugiere una sociedad racional, deliberativa e ilustrada. Y lo es, por cierto, en las democracias consolidadas. Pero es también una palabra que conserva en su ADN los ecos filudos de la Gironda y la Montaña cuando despiertan a medias como respuesta a la arrogancia ignorante o indiferente de los privilegiados: dadles brioche a los alienígenas.
Cada una de las manifestaciones que remecieron América Latina el año pasado tuvo razones específicas: la reelección y el fraude electoral en Bolivia; la cleptocracia depredadora en Venezuela; los tiranos de Nicaragua; la inequidad y la violencia en Colombia. Pero lo que tienen en común es el método: la movilización intensa, muchas veces tumultuosa en las calles, protagonizada por ciudadanos para quienes la protesta no es un fin en sí misma sino un vehículo para el cambio.
No es un fenómeno latinoamericano, sino mundial: en 2019 hubo manifestaciones intensas y sostenidas en lugares y sociedades tan diferentes como Hong Kong, París (los chalecos amarillos), Sudán, Beirut y Bagdad, entre otros lugares. Tampoco es nuevo, porque muchas de esas protestas continuaron o heredaron las iniciadas en 2010 y 2011.
Si hay algún manifiesto que pueda considerarse el punto de inicio, la guía y la arenga que señaló el camino de la protesta, probablemente es “¡Indignaos!”, de Stéphane Hessel, publicado en octubre de 2010. En su pequeño libro, el nonagenario veterano de la resistencia antinazi convocó a los jóvenes a rescatar aquel espíritu de justa rebelión.
Fue un llamado fulminante. En marzo de 2011, el libro había vendido más de un millón y medio de ejemplares en Francia y luego cerca de cuatro millones a nivel mundial. En pocos meses, movimientos tan heterogéneos como Los Indignados, en España; Occupy Wall Street, en Estados Unidos; la trágica Primavera Árabe; y las intensas manifestaciones en Grecia comenzaron a aparecer. En Latinoamérica, las masivas y prolongadas protestas de los estudiantes chilenos de agosto de 2011, durante el primer gobierno del actual presidente, Sebastián Piñera, fueron el antecedente directo de las de octubre de 2019.
En un artículo reciente el analista James Dorsey, cuyo ámbito de especialidad es el mundo árabe, examina en detalle lo que el título anuncia sin ambigüedad: “2019 fue una década de desafío y disenso. Los 2020 no serán, probablemente, diferentes”.
Las nuevas oleadas de protestas en el mundo árabe, escribe Dorsey, “reflejan la evolución de (…) un sentido de empoderamiento y un rechazo a la adherencia sumisa a la autoridad que emergió en los alzamientos populares árabes de 2011, que (…) ha aprendido a no abandonar la calle (…) la muerte de más de 100 manifestantes en Sudán (…) de cientos en Irak, con miles de heridos, no ha debilitado su determinación (…) y el cambio de actitud en la última década es también evidente en Líbano e Irak, donde los manifestantes exigen estructuras políticas y sociales que enfatizan identidades nacionales antes que étnicas o sectarias”.
Desde Chile hasta Hong Kong, la nueva generación de protestas ha demostrado la capacidad de derrocar o debilitar gobiernos, y de resistir con imaginación e iniciativa las medidas de control y represión incluso de gobiernos altamente tecnificados como el chino, que no se atreverá a reprimir con el método Tiananmen en una ciudad vitrina sino como último y desesperado recurso.
Las protestas, pese a los marginales violentos que las distorsionan, tienen raíces visibles: son ciudadanos que blanden su libertad para rescatar a su olvidada hermana: la igualdad, por lo menos, de oportunidades; y para rescatar su propia ciudadanía, su individualidad, del ganado consumidor. La ciudadanía es la harina del siglo XXI. No pide brioche sino pan, pero tampoco acepta chatarra.
(*) Este artículo fue originalmente publicado en The Washington Post el 07 de enero.