Recordando al brillante Arguedas, ahora que comienza a llover he tomado prestado el título de su obra maestra para recordar uno de mis propios temores: los ríos profundos. La gran mayoría de militares somos buenos nadadores, y si tenemos especialidades tales como anfibios o comandos, mejor. Pero eso es en el mar. Los ríos tienen otra catadura, un misterio del cual siempre indago y que se traduce en una serie de teorías difíciles de experimentar en carne propia:
1. Si ves que el río es manso por arriba, entonces es que es corrientoso por abajo.
2. Si te topas con un remolino, no te resistas. Saldrás por otro lado.
3. Si el bote se voltea, sácate las botas.
Además de saber, que las almas vienen a cobrar, de vez en cuando, por nuevos integrantes en sus filas. A mediados del año de 2002, estuve por puerto de Yurinaqui, una población a orillas del Perené, en donde habíamos instalado una base militar en un terreno con pocas facilidades. Comíamos a la intemperie a la espera de ser trasladados a otra área, cuando escuché que dos soldados se acercaban a un mayor y le decían:
—¡Mi mayor, el “Ruso”!
—¿Qué pasa con el “Ruso”?
—¡Quisimos pasar el río y se lo está llevando!
Salimos rápidamente al puente cercano, demasiado tarde. Los pobladores que hacían sus actividades cerca nos contaron que antes de llevárselo, el “Ruso” levantó sus manos “despidiéndose”. Más bien, creía yo, que las levantó de impotencia.
El “Ruso” era un muchacho alto y fornido, de allí que ese fuera su apelativo. En un descuido de los oficiales, junto a su compañero se dieron un desafío, típico en este tipo de accidentes: “en donde vivo hay un río más ancho que este”.
Esa experiencia me enseñó que de los ríos con rostro manso no hay que fiarse. En muchos casos, los cadáveres no son recuperados. El “Ruso” nunca más apareció.
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He estado viendo casi al caer una tarde de mucho bochorno a un capitán saludándose con un suboficial muy afectuosamente, como si fueran dos viejos compadres. Después, supe los que les ocurrió y en que se basaba el afecto mutuo: andaban en un pequeño bote intentando cruzar el río Mantaro cuando éste se volteó. El oficial junto a otros cuatro comandos lograron llegar a nado a la orilla con mucho esfuerzo.

El suboficial en cambio, fue arrastrado mucho más allá. Trató sin fortuna de subirse a la balsa y de lejos, sus compañeros tampoco podían socorrerlo, hasta que se perdió en el caudal. Y no solo era que se había perdido, sino en dónde se había perdido: exactamente en el lugar desde el cual venían disparándoles días atrás varias columnas terroristas que aprovechaban su mejor disposición en el terreno. En la orilla, los comandos se imaginaban muchas cosas, entre estas, cuándo hallarían el cuerpo del suboficial, pues la posibilidades de hallarlo vivo eran mínimas. Pero sobrevivió y reapareció como si fuera un resucitado. Y los resucitados son personajes de los cuales siempre hay que hacerse amigo.
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Como en la mayoría de las ciudades selváticas, las mañanas son un espanto por el ruido de los mototaxis en concierto. Esa virtud para enrarecer el ambiente del transporte público al menudeo es delirante. Y en eso, en medio del esperpento, oí algo fuera de lugar: un niño recitaba el Poema XX de Pablo Neruda con un micrófono, frente a sus compañeros de escuela. Quedé fuera de foco. Pienso en el niño de la selva recitando con voz pueril un poema de amor universal y limpiando el aire. Pienso en el poeta que no imaginaría nunca que sus palabras llegarían hasta aquí.
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El adiós al amor de las radioaficionadas
La modernidad comienza a penetrar espacios que antes eran remotos, donde la vida era difícil, desde comer hasta comunicarse. Ahora no es extraño ver televisión por cable o captar señal de celular en un cerro frondoso de árboles. Pero a cambio, otras cosas comienzan a morir. Por ejemplo, los viajes en bote se han ido reduciendo. Antes, el traslado entre las poblaciones era necesariamente a través de embarcaciones menores, lo que paulatinamente está mermando, debido a la aparición de las carreteras. Pervive el servicio de cruce a través de chimpas en donde no existen puentes. A esos lugares se les llama “puertos”
Hace años, la comunicación por radio era el único modo de tener contacto con la civilización. Los operadores de radio militares tenían en la radio su vínculo con el mundo. Anteriormente se usaban las antiguas Thompson norteamericanas, las cuales fueron reemplazadas por las Tadiran 2000, de Israel, bastante versátiles en su uso. Apenas tenían la radio a su disposición, los operadores buscaban la frecuencia siete mil o la diez mil del espectro. Era una cacería de voces. Se oía al mismo tiempo, desde varias estaciones: “¿alguna damita para modular?”
Y las damitas existían. En algún remoto lugar, las radioaficionadas recibían la señal de ese intrépido galán, del que apenas conocían su voz engolada. Era la prehistoria del chat. Horas de diálogos a ojos cerrados en que sí se caían bien, podían prometerse la vida, sin verse. El amor a través de un combinado.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.