¿Se acuerdan del “Fin de la Historia”, el célebre ensayo de Francis Fukuyama, escrito sobre el trasfondo de los escombros aún polvorientos del Muro de Berlín como resonante metáfora del colapso del comunismo?
El siglo XX terminaba, escribió Fukuyama con la “impertérrita victoria del liberalismo político y económico. El triunfo de Occidente, de la idea occidental, es evidente antes que nada en el total agotamiento de alternativas sistémicas viables al liberalismo occidental”.
Tengo una vieja edición (de los años 80) de un libro de elocuente título: “The Experts Speak”, “los expertos hablan”: una larga antología de los dislates, errores e idioteces solemnemente proclamadas por santos, políticos, filósofos y otras personas de opiniones respetadas a lo largo de los siglos. No sé si en nuevas ediciones se incluye citas del ensayo de Fukuyama, pero la Historia que nunca terminó lo ha incorporado a ella con la deprimente fama del error perdurable.
«Como escribió Paul Krugman: “… ¿Es Estados Unidos un estado y sociedad fallidos? Parece verdaderamente posible […] esta ha sido una noche de terribles revelaciones, y no pienso que sea auto-indulgencia sentir una profunda desesperanza”.
Cuando fuimos jóvenes y empezamos a aprender Historia, muchos nos preguntamos y discutimos cómo Roma, la magnífica, pudo haber creado, permitido y sufrido a Calígula. Ahora con la votación en las elecciones de Estados Unidos, lo podemos ver. Entenderlo es otra cosa.
Hay diferencias, claro. Los reinados e imperios despóticos decaen y mueren a su manera. Las democracias frecuentemente se autodestruyen en las urnas.
Mussolini llegó al poder mediante elecciones. Y Hitler también. Se necesitó una guerra mundial para lograr que pierdan el poder y la vida. Y aquí, cerca de ahora, como saben, Fujimori llegó al poder primero por los votos; lo mismo Chávez en Venezuela.
Trump no es, por supuesto, el primer caso en estos tiempos, de la extrema derecha demagoga y prepotente en el poder. A principios de este mes, Andrea Rizzi publicó en “El País” un artículo que describe la nueva marcha a la oscuridad: “La ‘lepenización’ de Occidente”.
Cuando Jean-Marie Le Pen pasó a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Francia en 2002, escribe Rizzi, “dejó en estado de schock a Europa” aunque era “un fenómeno político todavía sustancialmente aislado”. Además, “lo que en Francia se definía como cordon sanitaire […] frente a un adversario al que se trataba como un apestado”, lo aisló y llevó a la derrota.
Eso se acabó, dice Rizzi: “El lepenismo avanza firme en Occidente”. Y tiene razón. En Austria, con el incongruentemente llamado “partido de la Libertad” de Norbert Hofer; en Polonia, con el partido de “Ley y Justicia” de Jaroslaw Kaczynski; en Hungría, el partido Fidesz, dirigido por el autoritario Viktor Orban, que ha ganado las últimas elecciones húngaras, ya tiene una competencia seria: Jobbik, ultra-derechista, al que solo le falta ponerse las camisas negras para ser completamente fascista. Jobbik es el tercer partido de Hungría, con tendencia al crecimiento.
Casi tan peligroso como el crecimiento –incluso en las naciones escandinavas y en Holanda– de los partidos de derecha radical, es la adopción de muchas de sus políticas por los partidos conservadores tradicionales.
Como muestra Rizzi. El Partido Conservador inglés, que dirige Theresa May, adopta buena parte de las tesis del ultraderechista Nigel Farage, hasta el punto que medios como The Economist “observan horrorizados las maniobras de May”.
En Francia, el ex presidente Sarkozy intenta liderar la derecha derivando “hacia posiciones lepenistas”. En Alemania, Ángela Merkel enfrenta la fuerte presión de los demócrata cristianos bávaros que “han abrazado sin ambages parte del ideario lepenista”, según Rizzi, que remata la deprimente descripción de Europa con una frase de tono fatídico: “el lepenismo ha entrado en el ágora”.
El ágora. Desde Atenas, las democracias se han suicidado entregando su destino a demagogos o a tiranos en las plazas y en las urnas. Casi siempre luego de fuertes reveses sociales: guerras perdidas o mal ganadas; epidemias; crisis económicas. Una suma de todo lo anterior produjo el fascismo e hizo que los pueblos de algunas de las naciones más cultas y avanzadas de la tierra, entregaran su libertad, sus vidas, su destino, a tiranos como Mussolini o Hitler.
En las dos décadas terribles que siguieron a la caída de la República de Weimar, mucha gente se preguntó cómo la nación de Goethe, Beethoven y Kant, una de las más ilustradas y creativas en los anales de la humanidad pudo caer bajo el poder de un tirano monstruoso como Hitler.
Estados Unidos es más complejo: la mayor y más grande democracia de la Historia y a la vez la mayor potencia económica y científica que haya existido. Siempre tuvo grupos de derecha extrema: basta ver los crudos ataques a F.D. Roosevelt en la prensa de su tiempo, pero nunca se plantearon como una alternativa real de poder, por lo menos después de la Guerra Civil.
Ahora, luego de crisis económicas que resultaron devastadoras para muchos, con la sensación de haber sido desposeídos por un sistema injusto; con el camino abonado por crecimiento de la derecha populista y extrema del Tea Party; los votantes estadounidenses entregarán el mayor poder de la tierra, incluyendo los códigos nucleares, a un narcisista fanfarrón y patán, que convirtió ambas características en armas de una retórica demagógica que ahora lo lleva al poder.
Tratando de mantener alto el ánimo nacional en su breve discurso del día electoral, Obama dijo que, “El sol saldrá en la mañana y Estados Unidos aún será la nación más potente en la Tierra”. Es verdad. El gran problema es quién dirigirá toda esa potencia.
Como escribió hoy el Premio Nobel de Economía Paul Krugman en el New York Times cuando se hacía manifiesto el terrible resultado electoral: “… ¿Es Estados Unidos un estado y sociedad fallidos? Parece verdaderamente posible. Supongo que debemos recogernos a nosotros mismos y tratar de encontrar la manera de avanzar, pero esta ha sido una noche de terribles revelaciones, y no pienso que sea auto-indulgencia sentir una profunda desesperanza”.
(*) Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2462 de la revista ‘Caretas’.