No conozco Pucallpa.
Pero es como si conociera. He conversado con cientos de pucallpinos. Sargentos y cabos de porte y experiencias muy similares:
“El día que cumplí 18, me levanté temprano y le dije a mi mamá: me voy al Ejército. Me preguntó si estaba seguro. Le dije que sí y me fui por el puerto. Sabía que allí estaba la gente de los batallones captando gente. Mis primos me habían hablado de algunos. Los más reconocidos eran el Batallón de Comandos N° 19 y las unidades del VRAE. Yo quería ir al N° 19, pero me encontré con un teniente del N° 34. Me dijo que ese batallón sí combatía, por eso, me vine aquí”.

Por el año 2008, las unidades militares que hacían frente a Sendero Luminoso en Vizcatán estaban compuestas mayoritariamente por pucallpinos. Además, se les podía ver en Amazonas, Tumbes, Tacna o Arequipa. Tenían características similares, además de la complexión y el rostro: gran estado físico, ingenio para resolver problemas caseros y mucho valor. Sus historias eran similares; parecían nacidos para este tipo de vida y, por lo mismo, sus familias entendían con más su naturalidad las bajas en combate. Una vez, durante un entierro vi a un hombre decir: “lo mejor que le ha pasado a mi sobrino es que murió en su ley”.
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El soldado del Huallaga: el general Roberto Chiabra me comentó una vez que uno de los primeros requerimientos que hizo al asumir el mando de las fuerzas peruanas en el Alto Cenepa (1995), fue que le trajeran tropas de Tarapoto (San Martín). Venían de combatir durante varios años –y al mismo tiempo– a Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y cuando se enteraron que se iban a la guerra con Ecuador, se pusieron felices. Me hizo recordar a los aliñados muchachos de la misma edad, que preguntaban si, por casualidad, existía alguna posibilidad de ser llamados al servicio para evitarlo. Los tarapotinos, por el contrario, se resentían mucho con sus oficiales si es que no eran tomados en cuenta, pues igual había que dejar gente en los cuarteles para su protección.
El 2003, ante la ausencia de tropas debido al recientemente implementado servicio militar voluntario, fueron estos muchachos los que poblaron los cuarteles. Llegaron con sus costumbres, sus valores y su ingenuidad. “Mi teniente, he salido a la calle –me relataba un día un soldado—y pasé por un local que decía “leche de tigre”. ¿Sabe cómo hacen para sacarle la leche al tigre?”.
Escuché por primera vez de la existencia de sus legendarios pueblos de procedencia –San José de Sisa, el Dorado—y me llamaba la atención sus nombres extraños:
– Su nombre- preguntaba el oficial de personal.
– Soldado de infantería Tuanama Tuanama Napoleón Bonaparte.
Era pues, el reino de los apellidos Tapullima, Tuanama, Lápiz, Tijera y Cuchillo. Por una razón, proliferan muchos los nombres como Geiser, Llunter, Rayder y los más exóticos como Edson Arantes do Nascimiento, y que, de acuerdo al oficial al mando, tenía el sobrenombre de “Pelé”. Este “Pelé”, nunca había jugado al fútbol, ni usado zapatos, pero era un maestro en el arte de pescar paiches con flecha y de caminar día tras día apenas llevándose un mendrugo a la boca.
Gran parte de la historia del Perú, está en aquellos lugares. Cuando formaba parte la comisión que hizo la investigación para el libro “En Honor a la Verdad”, sobre la guerra contraterrorista, ingresé a un lugar muy rico, históricamente hablando: el archivo de pensiones para militares caídos en combate, que. sirve para el pago a sus deudos.
Pasaba muchas horas allí, no solo viendo el material para el libro, sino absorto en las manifestaciones de estos niños, tan valerosos, que a los 16 años de edad (cosa que, bajo el régimen legal actual, sería imposible) se enfrentaban con columnas armadas de centenares de hombres. Uno de estos relatos me impactó mucho. En la entrevista a un soldado de 17 años, este contaba que estaba en una patrulla dividida en dos botes y que unos civiles se quejaron que río arriba, un grupo de policías estaba cobrando cupos.
El suboficial al mando fue a comprobar el hecho y partió con la mitad de la gente. Al aproximarse a la orilla pudo comprobar la presencia de uniformados. Pero no eran policías, sino una fuerza terrorista disfrazada que los recibió con fuego de ametralladoras. Un soldado recibió un tiro en la cabeza y la embarcación se volteó. El segundo grupo, al mando de un cabo de 16 años, al oír los disparos, se fue a pelear. Leí en el informe: “Y tomé la decisión de ir a apoyar a mi suboficial”.
Mientras escribía, me imaginaba la valiente escena. ¿Cómo serían estos chicos, en este tiempo? El cabo contaba como las ametralladoras también le dieron a su bote, y como comenzaron a pelear desde el agua. Volví a leer: “sentí que me moría, que me faltaban las fuerzas”.
Hay informes cinematográficos: terroristas lanzando un cohete granada antitanque a un oficial en una motocicleta, bases atacadas con burros bomba y combates de bote a bote. Algún día la sociedad reconocerá el valor de esos pueblos que se quedaron sin hijos.