Estuvimos helándonos a 8 grados bajo cero, muy temprano, este último día de agosto. Teníamos el ánimo al tope a pesar que el frío dolía en las manos. Pasaron quince días desde que llegamos en confusión y en plena fiesta al cañón del Colca, sacudido por un temblor que se trajo abajo las endebles estructuras de las casas de adobe y piedra. Chivay no se veía tan afectada –en mi columna anterior relaté que al llegar me encontré un bailongo discordante con las noticias de la catástrofe-, sin embargo, al paso de los días, pude apreciar que varias viviendas presentaban rajaduras que no aguantarían cualquier movimiento de tierra, y los soldados las derrumbaron.
Debíamos volver a nuestros cuarteles en Arequipa, después de varias jornadas de trabajo. 200 hombres se distribuyeron en los poblados asentados en los márgenes del cañón y removían escombros y dejaban espacios libres para armar carpas provisionales. Otras patrullas limpiaban canales de regadío, descargaban camiones de víveres y habilitaban caminos comunales, acompañando a la maquinaria que asistió a la región.
«A diferencia del VRAEM, en donde los movimientos son secretos, nocturnos y de permanente riesgo; aquí se debe ser abierto y saber escuchar».
No todo ha sido ingrato. Ni el frío, ni los temblores que me daban la sensación de estar constantemente subido en una tabla hawaiana. En cada pueblo derruido, la población instaló ollas comunes que compartían entren ellos y con la tropa. Esto nos alivió los primeros días, pues, aunque llevábamos raciones de comida envasada, no hay nada mejor para el espíritu que una comida caliente.
Las polvorientas jornadas en una tierra que se dedica a temblar
Al principio, anduvimos hacinado en locales comunales, con un solo inodoro para 60 soldados. Pero hace años, en el mismo Chivay funcionó una base militar que continuaba allí, con la misma pintura camuflada con la que fue abandonada. La ocupamos y habilitamos de nuevo. Las jornadas se iniciaban temprano y no estaban exentas de esas cosas que a veces pasan: soldados picados por arañas o que caían de los techos y se herían.
Los temblores hacían que la tierra parezca un puente colgante y ya, medio por flojera, por costumbre o por la amenaza de convertirse en un témpano, la tropa se quedaba en los cuartuchos de la base, con la seguridad de que no se derrumbarían. El 26 de agosto el INGEMMET envió a las alturas del volcán Sabancaya un equipo técnico que comprobó los temores del aumento de la actividad en los campos fumarólicos preexistentes y la aparición de otros dos. Al día siguiente hubo una pequeña explosión. El 3 de setiembre se observó el aumento del dióxido de azufre. Ha sido declarado en alerta amarilla. Desde cualquier punto se puede observar las columnas de humo incesantes, tiznando el cielo.
La alarma parece un murmullo entre los pobladores, que se me iban acercando a ratos, para pedirme que no nos fuéramos ante la amenaza del volcán. No puedo saber si es eso o las fallas geológicas lo que conforman un riesgo potencial. Lo que sí puedo aseverar es que hay otro fenómeno, más inhóspito, que se puede percibir en los andes eriazos y en las calles: la falta de jóvenes. Me di cuenta de eso la tarde en que un alcalde pidió hombres para armar un módulo y limpieza de un canal y la carestía de mano de obra solo pudo ser solucionada por soldados del BIB 57. Es probable que la migración hacia la capital regional o a los campos de cultivos de la costa o a los eriazos de la minería ilegal en informal en las alturas de Camaná, hayan obligado a este éxodo con pocas probabilidades de retorno.
Se requiere flexibilidad en los comandantes de las patrullas para alternar en una emergencia de esta índole. A diferencia del VRAEM, en donde los movimientos son secretos, nocturnos y de permanente riesgo; aquí se debe ser abierto y saber escuchar. A nadie le va a caer un tiro, pero una actitud mal llevada te puede convertir en un gánster. Los primeros días, en el caos, ayudar a las autoridades locales a organizar a la población, buscar entre los escombros y darle valía a lo que quizás nosotros no entendamos: la emoción de una mujer al ver que sus siete cuyes y dos conejos eran rescatados bajo una pared. Las lágrimas de una muchacha que guardaba las joyas de plata de los santos de Ichupampa, cuando un sargento escarbó y halló la custodia completa.
Dos semanas después, a pulso, se lograron remover escombros en 700 viviendas, instalar similar cantidad de carpas, la limpieza de kilómetros de canales, entre otras cosas. Nos despedimos a ritmo de wititi, despabilados por las pobladoras bailarinas que exigían romper el protocolo de despedida. Es solo un hasta luego. Debemos volver en unos días a instalar módulos prefabricados y terminar de poner la vida en su sitio. Ojalá que la tierra y el volcán amainen.