La distancia que nos une.
La Escuela Militar de Chorrillos tiene un patio, casi al final de sus edificios principales, al que se llama “Las Malvinas”; nombre cuyo origen sospecho radica en la vieja solidaridad peruano-argentina puesta de manifiesto en el episodio bélico de 1982 contra los ingleses, cuyo triunfo militar en las Falkland Islands se vio opacado de algún modo cuatro años después, por la habilidad de Maradona y su Mano de Dios en el estadio Azteca de la ciudad de México.
Casi de inmediato se encuentran los campos de instrucción, sobre una amplia explanada que paulatinamente ha cambiado de aspecto, sin perder su aridez, temible para los cadetes en formación. Un pequeño promontorio llamado Mamelón (y que ha pasado a mejor vida) coronaba los campos del honor, donde por tardes enteras nos enterrábamos de polvo y asumíamos que en el campo de batalla nos estrellaríamos con la hosca realidad de que la guerra es un asunto de mugre, sudor y fatiga, además de las sangre y lágrimas que le sabíamos a Churchill.
Por cosas de la vida, en esa época de cadete, encontré en las Malvinas a un soldado del piquete de caballería contiguo a la Escuela Militar, leyendo un pequeño libro sin mayores orlas: “Coloquios sobre una vocación militar”, cuyo autor era el general Luis Cisneros Vizquerra. No me imaginaba que sería el primero de mis varios encuentros con este hombre al que nunca conocí y que por estos días anda en los ojos de muchos, a través de una novela escrita por su hijo, Renato: “La distancia que nos separa”.
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Me llevé el libro conmigo. El soldado no me lo pidió de vuelta o lo olvidó. Publicado en 1988, consta de veinte pequeños capítulos, escritos de la forma en que un padre le habla a un hijo:
“(…) los jefes se preocupan por fortalecer tu cuerpo y tu espíritu, pero sólo tú eres el que debe fortalecer tu corazón (…) Formas a hombres, enseñas a hombres, diriges a hombres, en una palabra, comandas a hombres toda tu vida. ¿Cómo hacerlo sin amor? ¿Cómo puedes ganarte el corazón ajeno, si no eres capaz de brindar primero el tuyo? (…)”.
Lo leí, muy ávido y repetidas veces, porque muchas de estas palabras se me quedaron grabadas y han sido guía de parte de mi comportamiento. Casi veinte años después, tengo de nuevo un ejemplar entre mis manos, gracias a la meticulosidad de un coleccionista, y experimento la misma sensación que tuve cuando fui cadete:
“(…) deberás convencerlos (a los soldados) de que has entrado a formar parte de su vida no porque quieres entrometerte en ella, sino porque ellos te brindan esa oportunidad. ¿Por qué no llamarlos por su nombre? ¿Por qué no felicitarlos en conjunto el día de su cumpleaños? ¿Por qué no preocuparte porque le ponga a su madre una línea en el día de su cumpleaños? (…)”.
La diferencia entre este ejemplar y el que obtuve por primera vez, es que tiene una dedicatoria, la cual me parece muy especial:
“Para Manuel D´Ornellas con todo mi afecto. Cordialmente, Cisneros. 28-X-88”
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Del Gaucho Cisneros volví a saber a través de una colección de “Caretas” que tuve que leer como parte de una investigación. La fotografía de la portada es bastante expresiva: “El Gaucho desenvaina”. Se le ve con uniforme de aula, mirando a la cámara y tomando la espada, no a la altura descrita en los reglamentos, sino desde una posición de ataque de samurái. En este mismo contexto, Fernando Yovera y luego Oscar Medrano, me dieron alcances sobre los rasgos de su personalidad.
Varios años después conocí a Renato, el hijo. Tanto él como yo, desde diferentes perspectivas, hemos coincidido en el mundo (o periferia) de la literatura en el Perú. En algún momento, hablamos de la novela que tenía en mente sobre su padre y hasta hemos disputado un ardoroso encuentro de fulbito, del cual me debe una revancha, junto a Sergio Galarza. No nos vemos físicamente hace tiempo; Renato inició su periplo en Europa y yo terminé imitando a su padre, en la selva del VRAE. Estaba escrito, desde 1988:
“(…) la vida de un soldado es dura de por sí, por su régimen de vida, por su modismo, por las privaciones a las que te sometes (…) Eres un peregrino errante que vas conociendo la patria palmo a palmo, sin que tengas oportunidad de elegir cuándo y por dónde iniciar esta peregrinación (…)”.
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Comienzo a comprender algo en la prosa limpia del Gaucho: su conciencia de la trascendencia. ¿Era lo que pensaba mientras desarrollaba su extensa carrera como oficial de caballería en los diversos parajes de nuestro país? Si, por efecto del tiempo, comenzaba a ser un personaje olvidado, Renato se encargó de volverlo a poner en un lugar visible.
Creo que el hijo, de forma inconsciente, cumplió con su padre, aquello que él mismo escribió en el último párrafo de este libro:
“(…) pienso que el mejor epitafio en nuestras tumbas, será decir que allí yace un soldado de honor. Pero tenemos que ganar esos merecimientos en la vida, para que no se convierta en una expresión vacía ante la muerte (…)”.