Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2267 de la revista ‘Caretas’.
Los años no borran el recuerdo. Leo ahora el inicio de la nota que escribí en el cierre angustioso y amargo del 29 de enero de 1983. “Jueves 27, el helicóptero sobrevuela Huaychau después de una aproximación dificultada por una nubazón que empieza a cerrarse…”, veo la foto del centro comunal que Óscar Medrano tomó aquel día ominoso.
“Abajo, de cabañas, caseríos y caminos se acercan filas cada vez más largas de comuneros, marchando a paso vivo…”. En la redacción de Caretas se acercaba la medianoche y varias preguntas hechas por teléfono en las horas previas ya tenían una trágica respuesta.
La portada, hecha el día anterior, no podía cambiarse. Y solo después de haber logrado lo que parecía una confirmación inequívoca de la catástrofe, acabábamos de cambiar parte de las fotos del reportaje en Huaychao que habíamos hecho el jueves 27, para incluir las de Jorge Mendívil, Willy Retto, Eduardo de la Piniella, Amador García, Pedro Sánchez y Jorge Sedano, seis de los ocho periodistas (los otros dos fueron Félix Gavilán y Octavio Infante) que, según me lo había confirmado poco antes por teléfono el general EP Clemente Noel, habían sido asesinados en Uchuraccay.
La Fuerza Armada se había hecho cargo de las operaciones contrainsurgentes en Ayacucho –luego de que la Policía hubiera sido, para todo propósito, derrotada en 1982– desde el inicio de 1983. El 21 de enero, los comuneros de Huaychao (junto con los de Macabamba) emboscaron y mataron a siete miembros de Sendero Luminoso. Un día después, los comuneros de Uchuraccay mataron a otros cinco senderistas.
Las comunidades iquichanas (entre las que destacaban Huaychao y Uchuraccay), unidas por la cercanía entre sí, por la altura (4 mil metros), por la pobreza extrema y la historia común, habían iniciado la guerra contra Sendero Luminoso y aguardaban, aterrorizadas, lo que sabían era la inevitable represalia senderista.
Sendero había asesinado antes a autoridades de Huaychao (en agosto de 1982 mataron al alcalde Eusebio Ccente) y de Uchuraccay. Luego, el alzamiento contra Sendero los llevó también a un conflicto interno, en el que fueron muertos varios comuneros sospechosos de simpatizar con el senderismo.
Los pobladores de Huaychao habían sido elogiados por el entonces presidente Fernando Belaunde. Parte de la izquierda legal sostenía que el alzamiento era falso que, en realidad, Sendero controlaba la zona y que las muertes eran obra de fuerzas del gobierno.
Por eso, cuando Óscar Medrano y yo llegamos a Ayacucho el miércoles 26 y, luego de contactar al general Noel, este nos ofreció lugar en un vuelo de helicóptero para Huaychao el día siguiente, aceptamos de inmediato. Era, se nos indicó un vuelo de ‘acción cívica’ para llevar atención médica gratuita a la comunidad.
El jueves 27 volamos a Huaychao en un Twin Bell 212 piloteado por el entonces mayor FAP Jorge Barboza, quien aterrizó en Huaychao poco antes que se cerraran las nubes y se hiciera imposible despegar.
Ahí, rodeados por centenares de comuneros, en cuyos “rostros se advierte” escribí entonces, “junto a los signos inequívocos de pobreza extrema y privación, la huella más clara y ostensible del recelo y la ansiedad”, escuchamos las angustiadas relaciones de enfrentamientos, muertes, inminente represalia.
Estaban, dijeron, en medio de enfrentamientos: “Nos dicen que el alcalde de la comunidad ha salido, al frente de 50 hombres, a reforzar el caserío de Uchurajay [sic], a donde se acercaba un grupo que ellos afirman terrorista. Indican que ya se debe estar peleando. El mayor Barboza examina la posibilidad de volar hacia allá, pero el cielo ya ha cerrado por completo…”.
«En todos los cierres durante los años que me tocó cubrir la guerra interna, no recuerdo ninguno tan amargo como aquel del 29 de enero de 1983».
El sábado 29, al cerrar la nota, Noel nos había confirmado que los ocho periodistas que salieron de Ayacucho el miércoles 26, en dirección a Huaychao, habían sido asesinados en Uchuraccay. Miré de nuevo mis libretas y, después de discutir la nota y rediagramarla, escribí que “es posible, dolorosamente posible, que en esas horas, los ocho periodistas limeños y ayacuchanos que habían salido un día antes de Huamanga para dirigirse a Uchurajay [sic] y Huaychau [sic], hayan sido atacados y muertos por la turba de comuneros que –en un estado casi frenético de temor– los habrían confundido con otro grupo de Sendero”.
Estaba equivocado. Los periodistas habían sido asesinados un día antes, el miércoles 26, el mismo día que salieron de Ayacucho. Pero en esas horas del cierre y hasta que la información fue precisada, yo sumé, y Medrano también, según recuerdo, al dolor por la muerte de los periodistas, la desolación profunda de suponer que ellos habían sido victimados mientras estábamos en el pueblo vecino. En todos los cierres durante los años que me tocó cubrir la guerra interna, no recuerdo ninguno tan amargo como aquel del 29 de enero de 1983.
La tragedia conmocionó a la nación y provocó desde el más real y legítimo dolor hasta histéricas y estridentes campañas de calumnias, algunas de infame vileza, donde podía encontrarse cualquier cosa menos la verdad.
A Caretas, a Medrano y a mí nos tocó enfrentar algunos de los primeros y peores ataques. A los pocos días se nos acusó de haber causado indirectamente la tragedia porque debido a los “privilegios” que se nos dio de acompañar un vuelo a Huaychao, los ocho periodistas, por no perder la primicia, habrían arriesgado todo para llegar por tierra. Fue nada menos que un decano del Colegio de Periodistas quien intentó esparcir ese libelo. Hubo una memorable confrontación televisiva en la que se le mostró con energía la evidencia de que los periodistas de Caretas estábamos todavía en Lima cuando los ocho colegas salieron para Huaychao, y que ya habían sido asesinados el día anterior cuando tomamos el vuelo del jueves 27.
Hubo otros ataques calumniosos, que desde Caretas respondimos invariablemente con vigor y contundencia. Luego vino el ensañamiento contra Mario Vargas Llosa en campañas de infecta desinformación que siguieron hasta la elección de Fujimori, al que más de uno de los estridentes calumniadores de entonces terminó sirviendo.
Ahora, por supuesto, se sabe exactamente qué pasó y cómo. Los trabajos de investigación de José Coronel, Mario Fumerton y Phil Bennet, entre otros, fueron complementados por la excelente indagación de la CVR.
Fueron los comuneros de Uchuraccay quienes mataron a los periodistas, en medio del miedo, el alcohol y un ánimo colectivo exacerbado por violencias en curso y muertes recientes.
El precio fue terrible. Uchuraccay fue devastado varias veces por Sendero Luminoso. Según la CVR, de los 470 habitantes de Uchuraccay, 135 fueron asesinados en los años siguientes. A los ataques senderistas siguieron otros de la Fuerza Armada y de ronderos. En 1984, Uchuraccay dejó de existir.
Poco después de la masacre, empezó la guerra sucia en Ayacucho, donde en los dos años siguientes se cometieron algunas de las peores atrocidades perpetradas en Latinoamérica. Sendero acrecentó su barbarie, multiplicó su letalidad en todo Ayacucho y se esparció a otros territorios
Se prohibió a los periodistas salir del casco urbano de Ayacucho. Los que una y otra vez desacatamos esa abusiva medida tuvimos que afrontar las consecuencias.
En 1993, varios sobrevivientes retornaron y refundaron la comunidad en un sitio cercano. En la memorable descripción de Carlos Iván Degregori, “Los retornantes formaron un círculo y decidieron celebrar una asamblea. «Comencemos con una oración», dijo alguien, tal vez un evangélico. Cinco mamachas se pusieron al frente. Apoyados sobre sus fusiles y escondiendo el rostro, los ronderos lloraron”.
Me imagino que lloraron por todos los que murieron. ¿Lloraron también por esos foráneos que llegaron para morir en su suelo y convertirlo para siempre en su historia? ¿Lloraron por saber que su dolor sería olvidado y nada quedaría excepto la memoria de esas fotos finales de violencia brutal que tomó el heroico Willy Retto mientras lo mataban a él y a sus colegas al hacerlo se condenaban a la desgracia y el olvido?