Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2269 de la revista ‘Caretas’.
Taro Aso se hizo notorio por sus declaraciones cuando fue primer ministro del gobierno japonés, entre 2008 y 2009. Entonces, reporta el Global Post, aconsejó a los estudiantes universitarios a no casarse jóvenes, dado que en esa etapa de la vida eran muy pobres y, por lo tanto, ‘no merecedores de respeto’.
Hace pocos días, Taro Aso, ahora viceprimer ministro, expuso opiniones aún más interesantes sobre los viejos. Instó a los gravemente enfermos a “morirse rápido”, para ahorrarle al Estado el costo de mantenerlos con vida.
Aso, que tiene 72 años, no hablaba desde la perspectiva de la juventud, pero sí de la salud. “No permita el cielo que se me mantenga vivo si quiero morir” dijo, de acuerdo con el Global Post que cita al London Telegraph, “no se puede dormir bien cuando te pones a pensar que todo eso [los tratamientos] son pagados por el Gobierno. Eso no tiene otra solución que dejarlos que se apuren y se mueran”.
Hasta en Japón ese tipo de declaraciones tiene un costo político. Probablemente obligado por su partido, que sabe lo que significa ofender a la gente de más de 65 años, que en el Japón es ahora alrededor del 25% de su población, Aso esbozó una disculpa más bien oblicua.
Con o sin Aso, nadie dijo que la vejez fuera fácil. No lo es. Pero sí puede ocurrir en un rango de posibilidades que va desde gris y miserable hasta muy interesante.
Es la etapa del crepúsculo, al cabo del cual vendrá la noche. Puede ser un anochecer hermoso pero también un invierno triste o uno con goteras, fugas de gas y baja policía en huelga; con memoria desertora, cauces de saliva, divorcio de maxilares.
Casi nadie puede decidir qué tipo de niño va a ser; y se tiene mucho menos capacidad de la que se cree para definir camino propio cuando se es joven. Luego, se suele ser sirviente de deberes en la madurez. Pero a menos que, para mala fortuna, el viejo Alzeheimer perpetre un secuestro sin rescate, creo que uno puede convertirse en el tipo de viejo que decide ser.
«Así como la vieja ranchera cantaba que la vida empieza llorando y llorando también se acaba, los ciudadanos de la edad metálica podrían graznar que la vida empieza con Pampers y acaba con Plenitud…».
No tardaré mucho en saberlo. He cumplido hace poco 65 años, a partir de cuyo evento uno empieza a ser clasificado bajo la idiota expresión de ‘adulto mayor’.
Llegar a viejo tiene ventajas inmediatas. Te cobran menos por entrar al cine; haces menos cola en los bancos, si no te molesta mezclarte con los otros viejos; y tienes una fuente inagotable en la que ejercitar el sentido del humor: tú mismo.
Y tiene también sus horrendas desventajas: te invitan a hacer imitaciones de tai chi en el parque más cercano y sabes que tratarán de hacerte objeto de eufemismos y diminutivos suficientes como para despertar al señor Hyde que duerme dentro de uno.
Aunque debiera suponerse que los 69 años sean la edad erótica por excelencia, escuché hace pocos años a un psiquiatra conocido celebrando los 70 años de un amigo común en un almuerzo con su promoción de la universidad. Los 70 años, les dijo a los septuagenarios, son el inicio de la edad metálica: los cabellos son de plata, los dientes de oro y la guasamandrapa de plomo. Todos se rieron felices, entre otras cosas porque el psiquiatra también era septuagenario. Y porque sabían además que las cosas se hacen algo más difíciles luego. Según George Burns ‘tener sexo’, copular, a los 90 años es como jugar al billar con una soga.
Así como la vieja ranchera cantaba que la vida empieza llorando y llorando también se acaba, los ciudadanos de la edad metálica podrían graznar que la vida empieza con Pampers y acaba con Plenitud…
¿Tan mal pinta la cosa para nosotros los, digamos, teclos junior? ¿No se dice acaso que la vejez es una estación de sabiduría y equilibrio para los que logran mantener sus neuronas aceptablemente conectadas? ¿No son mejores, por su experiencia grande y sus apetitos cortos, los gobernantes viejos?
A veces sí, otras no. Hace más de cuatro años recordé la refutación que hizo un grupo de historiadores a Seymour Martin Lipset, que señalaba a la juventud como propensa a radicalismos irresponsables. Ellos recordaron que algunos de los mayores tiranos de la Historia fueron viejos: Mao Zedong al lanzar la Revolución Cultural en China, el ayatollah Khomeiny al iniciar la tiranía teocrática en Irán, tenían en común el ser casi octogenarios.
Pero, de otro lado, hay políticos que llegaron al poder en una edad avanzada y se convirtieron en hombres de destino: Winston Churchill en la segunda guerra; Konrad Adenauer, luego de ella; Deng Hsiao ping; David Ben Gurión… todos ellos tuvieron en común una voluntad de hierro y una capacidad extraordinaria para resistir adversidades y traducirlas finalmente en victoria.
Así que la vejez puede ser interesante y hasta romántica, a condición de saberla vivir apropiadamente, con una recia voluntad. ¿Debilidad física? Jack Lalanne, por mencionar uno de los casos más notables, realizó hazañas increíbles de fuerza y resistencia pasados los 70 años; pero ahora hay atletas sexagenarios y hasta septuagenarios que mantienen una seria capacidad competitiva con cualquiera. Entrenar en forma constante e inteligente, evitar las lesiones pero tampoco dejarse limitar por ellas, alimentarse bien, es el camino para mantener un cuerpo fuerte, con sangre que no se enfría y pasión que no se apaga.
Mi generación es la del baby boom, ese pico demográfico que siguió a las matanzas y las angustias de la Segunda Guerra Mundial. Su número y su circunstancia la convirtieron en decisiva; su influencia revolucionó la pediatría cuando éramos niños y lo hace ahora con la geriatría mientras avanza hacia la muerte con el incrédulo narcisismo propio de la generación del doctor Spock.
Por lo pronto, ha logrado –junto con los mayores avances de ciencia y tecnología en la historia de la humanidad– que los septuagenarios superen la edad metálica y hasta que los nonagenarios puedan jugar alguna partida de billar con la soga habilitada.
La vejez, entonces, es de una amplitud apasionante de posibilidades. Entre la decrepitud y la excelencia, el espectro es más ancho que en otras estaciones de la vida. Pero su duración es corta y acaba sin excepciones en la muerte.
¿Qué mayor desafío para que cuenten los días y las horas en los años, o meses o semanas que queden antes de que el crepúsculo se convierta en noche?
En el célebre y promiscuamente citado poema de Tennyson, Ulises envejece victorioso en el reino de Itaca. Ha vencido en Troya, en la azarosa ruta de retorno de la guerra y en la letal confrontación con los pretendientes. El desasosiego lo embarga y lo lleva, junto con sus marinos (corazones libres, frentes libres – somos viejos, yo y vosotros) , a abandonar su reino y zarpar en el viaje final.
“La muerte cierra todo; pero antes del fin/ algún trabajo de noble nota, podrá aún hacerse/ no indigno de hombres que pugnaron con los dioses”.
Esos viejos intrépidos, “debilitados por el tiempo y el destino” pero dueños de “un temple parejo de heroicos corazones” zarpan animosos puesto que “no es tarde para buscar un mundo nuevo”.
Apasionada, vigorosa, irónica; cuyo epílogo resolverá el gran misterio. ¿No puede ser acaso interesante la vejez? Creo que sí, y lo espero también.