En los días oscuros que siguieron al golpe de Estado de Alberto Fujimori, el 5 de abril de 1992, los miembros de las fuerzas de seguridad que tomaron la decisión de defender el derrocado orden democrático fueron muy pocos. Sabemos –y recordamos con gratitud– de la decisión de un grupo valioso de militares y civiles cuyo esfuerzo, por desgracia, falló el 13 de noviembre de 1992.
Pocos recuerdan, sin embargo, la acción de un oficial de la Policía, efectuada sin ninguna esperanza de éxito y con certidumbre de las duras consecuencias que iba a acarrear, por pura lealtad a principios mayores que cualquier conveniencia.
El entonces mayor PNP Juan Briceño Pomar se encontraba en España, estudiando Criminología, cuando ocurrió el golpe del 5 de abril.
Briceño no dudó respecto de la acción a tomar. Muy poco después del golpe, pero con el suficiente tiempo como para que no fuera una decisión precipitada, el 22 de abril de 1992, escribió una carta al entonces jefe de la Policía, general PNP Adolfo Cuba y Escobedo. En ella, Briceño declaraba su rechazo al golpe de Estado y, de acuerdo con la Constitución vigente, se ponía, como oficial de Policía, “a disposición de la Cámara de Senadores y Diputados” hasta que retornara la Democracia al Perú.
Briceño tuvo que esperar muchos años amargos hasta el derrocamiento de la dictadura de Montesinos y Fujimori.
Denunciado por sus jefes a principios de mayo, la dictadura fujimorista promulgó una resolución suprema, el 30 de julio de 1992, pasando a Briceño a la situación de retiro “por medida disciplinaria”. Poco después, Briceño se enteró de que había órdenes de captura en contra suya, en Lima.
Hasta entonces Briceño había sido un joven y brillante oficial de la ex Guardia Civil, que en la segunda mitad de los 80 sirvió con distinción en el selecto grupo de operaciones especiales antidrogas que dirigía el general PNP Juan Zárate Gambini.
“Fue un oficial muy preparado, dedicado a su profesión, que se especializó en operaciones especiales. Era un líder en su grupo”, recuerda su antiguo jefe y mentor, el hoy retirado general Zárate. “Luego” prosigue Zárate, “se ganó por sus méritos intelectuales, la beca con la que la Policía lo mandó a estudiar a España”.
Y ahí, en Madrid, luego del golpe, pasó por tiempos duros hasta que logró conseguir la residencia y un empleo.
Regresó al Perú nueve años después, bajo el gobierno de Valentín Paniagua. Pero solo a fines del año siguiente, en los primeros meses del gobierno de Alejandro Toledo, se expidió la resolución suprema que reponía al mayor Briceño en el servicio activo, con plena restitución de “los derechos de quienes colaboraron en el restablecimiento de la democracia y el orden constitucional […] correspondiendo al Poder Ejecutivo adoptar las acciones pertinentes que reivindiquen a los defensores del Estado de Derecho”.
La Resolución, firmada por los entonces presidente de la República, Alejandro Toledo y el ministro del Interior, Fernando Rospigliosi, representa uno de los mejores momentos de claridad intelectual, sentido de justicia y prioridad de valores en la tan prontamente truncada transición democrática.
La reposición y el posterior ascenso de Briceño al grado de coronel, mostraba cuál era la visión del gobierno democrático en cuanto al tipo de líder que se buscaba promover y reivindicar a través de la reforma policial.
Briceño participó activamente en esa reforma durante las gestiones de Rospigliosi y Gino Costa en las que, al margen de errores determinados, se avanzó en buscar, y en cierta medida lograr, una Policía más eficiente y claramente identificada con los valores de la Democracia.
Luego, salvo algunos momentos virtuosos más bien cortos, se sucedieron los retrocesos, la persistente erosión de lo avanzado y el retorno –salvo en el caso de ciertas direcciones y unidades que mantuvieron su eficiencia–, a los estándares de ineficacia y corrupción de antes.
Briceño, entre tanto, volvió a su trabajo operativo, fundó el Escuadrón Verde y lo aplicó con éxito en su misión primordial de operaciones mayores de seguridad ciudadana.
Cuando ocurrió el andahuaylazo, en enero de 2005 le ordenaron a Briceño mandar una unidad que no estaba equipada ni entrenada para ese tipo de operación. Cuatro policías murieron en una emboscada urbana. Para Briceño ello supuso un impacto emocional, no por controlado menos profundo, por muertes tanto más dolorosas por lo innecesarias.
Después, durante el gobierno de García, Briceño decidió que su ciclo policial había terminado y pidió su pase al retiro. Estuve entre quienes trataron de disuadirlo. Tenía todavía varios años de servicio por delante. Pero, sobre todo, él era el tipo de jefe que necesitaba su institución: inteligente, honesto, capaz y con ideas claras de cómo debe organizarse y funcionar la Policía en una sociedad democrática.
No hubo manera de convencerlo. Quizá Briceño había visto que el ámbito de acción para oficiales como él disminuía y que él no tenía cómo evitarlo. El hecho es que sin esperar a tentar posibilidades de ascenso, pidió su pase al retiro y salió con tanta determinación como la que había mostrado diez años atrás, con su regreso a filas.
En la última etapa de su vida, Briceño tuvo a su cargo la gerencia de seguridad ciudadana en Miraflores y, en lo que pude verlo, desempeñó esa función con eficiencia, pese a que su salud ya mostraba signos de deterioro. Aún así, mantuvo el buen humor, la alegre falta de solemnidad y la agudeza que no dejaban entrever ni las luchas duras del pasado ni las decepciones de años más recientes.
La temprana muerte de Juan Briceño en medio de una etapa de intensificada patología institucional y evidente corrupción en el comando de la Policía, hace pensar con melancolía en lo que pudo haber significado de bueno para el país, una línea ininterrumpida de comandos policiales competentes y honestos. Y lleva a pensar a la vez con indignación en qué diablos pasó para que en menos de una década haya degenerado el impulso meritocrático con el que arrancó la democracia, en la patética realidad de ahora, con mandos de inalterable mediocridad profesional, pero de indudable eficacia para socavar lo bueno –que temen–, y para favorecer lo mediocre y torcido –que tan bien les acomoda♦