Tiene razón Henrique Capriles en comparar la situación actual de Venezuela con la que se vivió en el Perú el año dos mil. Más allá de las diferencias entre ambos tiempos y escenarios existe una identidad común: la lucha por la democracia. Y cuanto antes convierta esa identidad en el centro de la estrategia, más rápida llegará la victoria para la oposición democrática en Venezuela.
Los años suelen confundir percepciones y, con frecuencia, alineaciones. El viaje del presidente Humala a la inauguración de Maduro, la complaciente reunión de Unasur, dieron ocasión para que los fujimoristas ensayaran poses girondinas en su supuesta defensa de la democracia venezolana. De ahí que los comentarios de Capriles pongan las cosas en su debida perspectiva.
Capriles dijo bien que la situación en Venezuela hoy le recuerda la caída de Fujimori: “Ahí tienen ustedes el caso de Fujimori, a mí me recuerda mucho esta situación […] porque además la ilegitimidad genera una incapacidad gigantesca”.
No fue su primera referencia a esa analogía de naturaleza y, quizá, de destino. El año pasado, en plena confrontación con Hugo Chávez, Capriles dijo que “este Gobierno va en la misma línea de ese Gobierno que hubo en Perú, que tenía un sujeto allí de apellido Montesinos que con maletines empezaba a comprar voluntades […] Este Gobierno va igualito, va a salir igualito”.
Todavía no ha salido igualito. El plazo, los tiempos para que ello suceda, dependerán mucho de la estrategia de la oposición democrática en Venezuela. Quizá, por eso, valga la pena recordar qué funcionó y qué no funcionó aquí.
La primera decisión estratégica importante en el inicio de la segunda vuelta el año dos mil, fue polarizar la campaña para convertirla en un enfrentamiento entre democracia y dictadura. Se supone que la polarización espanta a los moderados y hace perder votos y seguidores, pero en ese caso fue, por lo contrario, una decisión inclusiva.
Hasta entonces, (¿recuerdan esa propaganda de Alejandro Toledo frente a Palacio anunciando que Fujimori había construido el primer piso pero que ahora le tocaba a él, Toledo, dirigir la construcción de los pisos superiores?) la campaña acentuaba el concepto de continuidad con cambio de tripulación. Las diferencias presentadas eran de estilo, de ausencia de desgaste, de novedad y una cierta energía, pero poco más. El temor entre los consejeros de campaña era ser etiquetados como radicales y de asustar a lo votantes.
El problema con esa estrategia era de que no aportaba ninguna razón de fondo para que la gente se decidiera por el cambio. Daba una impresión de tibieza y falta de decisión en contraste a la intensidad y malevolencia de los ataques de los medios controlados por el gobierno fujimorista. A la vez, el miedo a Montesinos era tan grande que virtualmente no se lo nombraba y menos identificaba como un objetivo central en la campaña.
Todo eso cambió con cierta rapidez en las primeras semanas de la segunda vuelta. Democracia contra dictadura, información contra desinformación, resistencia frente al gangsterismo político, denuncia del fraude en proceso, presión a los observadores para que cumplieran con su papel, firmeza frente a los diplomáticos (especialmente el entonces embajador de Estados Unidos) que buscaron la aceptación de la continuidad de Fujimori. Esa polarización resultó inmensamente movilizadora y le dio otra dimensión al liderazgo de Alejandro Toledo.
Polarizar no significa radicalizar, como se demostró entonces. Al dibujar nítidamente el escenario y despojarlo de eufemismos idiotas, la decisión se hizo mucho más clara para la gente. No se trataba de discutir el sentido común económico sino una decisión moral y existencial que tenía todo tipo de repercusiones y consecuencias, entre las cuales, por cierto, las económicas.
Ante lo que parecía el frente formidable de las Fuerza Armadas, la Policía, los principales empresarios, los medios de prensa masivos y el servicio de inteligencia de Montesinos con su cornucopia de trucos sucios, la respuesta fue una campaña creciente de movilizaciones, a un ritmo de varias por día, que fue adquiriendo una fuerza propia, alimentándose a sí misma con enorme intensidad y entusiasmo.
En esa creciente movilización, el método que se eligió y se exigió fue el de la no violencia. Por eso, y dado que había un grado relativamente alto de control organizativo de las movilizaciones, fue fácil investigar y sacar a la luz a los autores reales –el SIN– de la violencia letal perpetrada en la Marcha de los Cuatro Suyos.
La movilización no violenta puede ser muy enérgica y debe ser siempre prudente pero intrépida. Eso significó que en la parte final de la campaña las calles fueran casi sin excepción dominadas por la oposición democrática. La combinación de masa, pasión, energía y movilización terminó con el fujimorismo prácticamente expulsado de las plazas, sobre todo luego de las contramanifestaciones que tuvo Fujimori en Chimbote, Ayacucho y, sobre todo, Arequipa.
Al final, el desfile militar dentro del Pentagonito, luego de la Marcha de los Cuatro Suyos, demostró cuán profundamente debilitado y desmoralizado se encontraba el fujimorismo. Las historias internas, de complós y traiciones se supieron después, pero la fragilidad del régimen era ya evidente.
Cuando se enfrenta a un gobierno tramposo, amenazante y matonesco, como fue el caso del fujimorato, la movilización no violenta debe ser original, imaginativa pero a la vez fervorosa, resuelta y decidida a afrontar, si llega el caso, momentos muy difíciles. Ese ha sido el elemento común en el resultado finalmente exitoso de las grandes campañas no violentas del siglo XX, desde Gandhi hasta Martin Luther King. El precio, ya se ve, fue muy alto. No lo fue, por fortuna, en el caso del Perú el año dos mil, pero pudo serlo. Ojalá tampoco lo sea en Venezuela.
¿Que no hay nada en común entre el fujimorismo y el chavismo (y pos chavismo)? ¿Que el uno era de derechas (y lo amaba la Confiep) y el otro supuestamente de izquierdas (y lo amaba la boliburguesía)?
Cuando Capriles mencionó al uno como precursor del destino del otro, tuvo las cosas claras. Recordaba perfectamente que el gobierno de Fujimori asiló y protegió a golpistas chavistas en noviembre de 1992; y que ocho años después el fugitivo Montesinos escogió Venezuela para esconderse y que Chávez solo decidió entregarlo cuando el FBI ya había hecho confesar a uno de sus protectores/extorsionadores, dónde se refugiaba el ex Svengali de Fujimori.
Para terminar, es evidente que quienes deseamos y esperamos que Venezuela conquiste la democracia, no tenemos nada de qué enorgullecernos en cuanto a la acción del gobierno peruano y de Unasur en este caso. ¿Significa eso el inicio de una confrontación con el gobierno de Ollanta Humala? Me parece que no. Merece una crítica inequívoca, por supuesto; pero no veo razón para la descalificación o la ruptura. Humala ha sido hasta ahora un presidente correcto. Sus aciertos han sido mayores que sus errores y lo importante es que se ha mantenido leal a su promesa y juramento democráticos. Lo de Unasur es decepcionante, tanto en su caso como en los de, digamos, los presidentes Mujica y Roussef. Los tres se equivocaron, los tres son democráticos♦