Si el maestro, el sensei, Michio Kanai hubiera tenido que escoger las dos palabras más útiles del castellano, creo que habrían sido “poquito, poquito”. Así, gemelas y en pareja pero diferentes, como acompañamiento ideal, prefijo y sufijo, traductoras de toda técnica e idea. Y también como metáfora de un modo de vida en el que lo tenue e inocuo se hace fulgurantemente eficaz de un momento al otro, de un poquito al súbito cambio de realidad.
Michio Kanai vivió muchos años en el Perú, lo conoció más que la mayoría de los peruanos y creo que en muchos aspectos lo entendió también mejor. Aunque fue maestro de artes sutiles pero terminantes, como el Aikido, el aprendizaje del castellano no estuvo entre sus logros ni talentos. Lo extraño fue ver cómo logró desarrollar en este país una vida tan elocuente con tan pocas palabras.
Cuando Kanai Sensei llegó a Lima en la década de los 80 del siglo pasado, la imagen de las artes marciales japonesas en el Perú estaba representada por dos figuras carismáticas, osadas y vigorosas: Takenori Ito, en Judo; y Kenji Kimura, en Karate. Ambos eran extraordinarios luchadores, disciplinados pero bohemios, como sucedía con algunos de los mejores competidores universitarios japoneses. Sus discípulos los admiraban enormemente, afectaban su acento japonés en español, fortalecían su pundonor en las intensas peleas de entrenamiento y disfrutaban con ellos el sabor único del primer trago de cerveza helada después de haber sudado hasta el alma en el tatami. Ambos proyectaban una impronta vitalista, de culto al valor, la disciplina y el esfuerzo, pero también cosmopolita, moderno, aventurero.
Michio Kanai daba una imagen diferente, ascética, seria, más tradicional y antigua. En ciertas culturas, como la japonesa, la tradición corta el tiempo y camina entre los siglos. Pero la circunstancia refleja su presente, y en la de, Kanai era la del primer Japón de posguerra. No el de la expansión y conquista de mercados sino el de la supervivencia.
Kanai era pequeño, de físico fibroso pero austero. Ni con piedras en los bolsillos la balanza le marcaba 60 kilos. Si uno lo miraba de lejos, hubiera calculado que su coeficiente de intimidación era nulo. De cerca, la cosa cambiaba.
En sus clases de aikido, Kanai se movía con la fluidez y la extraordinaria economía de movimientos que caracteriza la maestría en ese arte. Si el judo es la aplicación eficiente de la ley de la palanca, el aikido con su énfasis en el ataque a las articulaciones pequeñas (las muñecas especialmente), tiene su energía motriz en el dolor.
El cuerpo pequeño de Kanai entraba en contacto con su oponente a través de dos manos fuertes y nudosas, que se cerraban inexorables sobre los brazos del contrario. Entonces, el desplazamiento fluido y el giro rápido prendían la ingeniería del dolor y la otra persona, sin importar su peso, fuerza o tamaño, caía saltando, rodando o se rendía.
En las realidades inequívocas de los deportes de lucha, uno aprende muchas verdades. Una de ellas, expresada por Vince Lombardi es que “la fatiga nos convierte a todos en cobardes”. Sin necesidad de fatiga, el efecto de una palanca en las muñecas o los dedos es suficiente para convertir a casi cualquiera en bailarín de lo que Wally Jay, otro maestro de artes marciales, llamaba “la danza del dolor”.
Kanai no solo era un maestro y cultor eximio del aikido, sino que buscó reconectarlo con sus raíces marciales y su vocación de eficacia en condiciones reales. Sin ser tiránico, su estilo – en lo que lo vi– era severo, concentrado y muy disciplinado. En ello, podía ser terminante. Una vez, luego que sus alumnos hicieran una demostración más que convincente con soldados de las Fuerzas Especiales del Ejército, el jefe de la Brigada le pidió una segunda demostración en la unidad. Quedaron en ser recogidos al mediodía y los alumnos de Kanai ya estaban listos a las once. El transporte llegó por ellos a las tres de la tarde; y Kanai no solo se negó a ir esa vez sino cualquier otra, porque, según dijo, la falta de seriedad demostrada por la impuntualidad evidenciaba que no les debía enseñar.
Como sucedía antes con los maestros marciales, Kanai dominaba el extremo opuesto del arte de la palanca, la rotura y el dolor. Era un médico japonés, un acupunturista extraordinario, además de especialista en shiatsu y moxibustión, capaz no solo de hacer desaparecer dolores rebeldes sino de devolver la armonía a organismos deformados por el estrés, contracturados por la vida.
De niño en el Japón de la guerra y la inmediata posguerra, Kanai sufrió hambre y luego estuvo muy enfermo. Como contó en una entrevista al periodista Gonzalo Pajares, “me internaron en un hospital –estuve un año y medio– y el médico me dijo que iba a tener que pasar mi vida allí. Yo no quise y abandoné el lugar”.
Tenía 20 años entonces y en lugar de resignarse a la invalidez, se puso a practicar aikido por la mañana y por la noche. Así mejoró su salud, se fortaleció y definió su vida: dedicarla a mejorar la de los demás a través del aikido y ayudar el proceso curándolos con la medicina japonesa.
Hizo mucho. Creó su propia escuela de Aikido, el Keiten Ryu y formó a varias promociones de alumnos, muchos de los cuales permanecieron en esa escuela y la conducen ahora.
Era a la vez un hombre solitario y ascético, pero con una inquietud de fondo que lo hacía salir en la búsqueda de nuevas exploraciones, nuevos lugares. Vivió, por ejemplo, una temporada larga en Urubamba, cerca de la familia Asheshov. Ver a Nick Asheshov, el veterano periodista británico, junto a Kanai sensei, era un estudio de contrastes y un misterio comunicacional. ¿Cómo se entendían el japonés que apenas hablaba castellano y el británico que solo le habla cuando no tiene otra posibilidad? Pues parece que muy bien.
Los años, y quizá el descuido de sí mismo que no es infrecuente entre quienes curan a los demás, despertaron e hicieron recrudecer la fragilidad de su juventud. Hace varios meses se vio obligado a hacerse diálisis varias veces por semana. Tuvo que dejar la práctica activa de aikido y fue evidente su debilitamiento.
La última vez que conversé con él, hace algo más de un mes, lo vi totalmente preparado para enfrentar la muerte. Ni con angustia ni con resignación sino con la tranquila actitud del Bushido. Eso quizá le daba más energía, entusiasmo y hasta sentido del humor –lo mucho que podía expresarse con tan pocas palabras– al soñar con proyectos nuevos.
El viernes 9, en medio de la diálisis, un masivo derrame apagó la conciencia y poco después la vida del Sensei Michio Kanai, el respetado, noble y valiente maestro.