Cambridge, Massachusetts.- Hay mucho entrañable pero también temible en las reuniones de clases y promociones. Es el reencuentro con las personas que compartieron ideales y hechos memorables antes de emprender sus destinos o de regresar a ellos. Y también es el encuentro con lo que te devuelve el tiempo, en el presente que compara con tus memorias.La Fundación Nieman de Periodismo en la universidad de Harvard cumplió 75 años de vida y convocó a los periodistas que estuvieron en el programa a retornar por unos días a Harvard para celebrarlo.
El programa Nieman empezó en 1938. Su objetivo era seleccionar cada año a un grupo pequeño de periodistas en el punto preciso entre la trayectoria y la promesa, y llevarlos a Harvard para ofrecerles todas las posibilidades académicas de la universidad durante un año.
A uno le pueden pasar todo tipo de cosas buenas en la vida. Pero no muchas comparan en calidad con lo que es un año Nieman. Toda la mayor y mejor posibilidad intelectual, sin nada de la obligación. La meta del programa fue, por supuesto, la de mejorar la calidad del periodismo. Y el resultado de 75 promociones es inequívoco.
Según indica Janice Jia, en una nota sobre el aniversario, el programa Nieman ha acogido en sus 75 años a más de 1,300 periodistas (los ‘Fellows’), incluyendo a 102 ganadores del Pulitzer y a muchos otros galardonados con premios no estadounidenses.
Como precisa Jia, más de 400 fellows y parejas llegaron a Harvard desde todo el mundo la semana pasada para la celebración. Mi esposa y yo estuvimos entre ellos.
En 1985, hace 28 años, llegamos a Cambridge, pocos meses después de recibir la llamada sorpresiva de Howard Simons, el entonces Curador (así le llaman al Director) de la Fundación, para informarme que había sido seleccionado como Nieman Fellow. Yo acababa de publicar la investigación sobre la mafia de Reynaldo Rodríguez López y sus ramificaciones políticas y policiales, luego de los años más duros en la cobertura de la insurrección senderista, y no imaginaba la posibilidad de salir de la absorbente intensidad de ese trabajo, cuando la llamada de Simons cambió todo.
“A uno le pueden pasar todo tipo de cosas buenas en la vida. Pero no muchas comparan en calidad con lo que es un año Nieman”.
La casa de la Fundación Nieman, en el número uno de Francis Avenue ha tenido cambios y adiciones considerables, pero la fachada es virtualmente igual hoy a la que vimos entonces, al llegar.
Desde la verja de entrada veo la puerta principal e imagino que está por abrirse, rápida y sin dudas, y que Howard Simons emergerá del otro lado, con la expresión entre chispeante e irónica pero cordial, para darte la bienvenida, saludarte, burlarse un poco, ayudarte mucho y hacerte saber que no se te exige nada pero se espera todo.
Howard murió en junio de 1989, hace casi un cuarto de siglo, pero no es nada difícil sentir su presencia, los ojos vivos y burlones detrás de los anteojos de búho, listo a restallar un latigazo de ironía ante el menor asomo de autocomplacencia o de pereza, pero listo a la vez a movilizar a su impresionante lista de contactos para proteger a periodistas en peligro.
Como jefe de redacción del Washington Post, unos años antes de llegar a Harvard, Howard tomó las decisiones fundamentales en la cobertura de lo que fue el caso de Watergate, que no solo terminó con la presidencia de Richard Nixon sino cambió la forma de ejercer el periodismo, especialmente el de investigación.
Yo llegué en 1985 con la idea de escribir un libro sobre la insurrección senderista y con un baúl de documentos para ese trabajo. Howard me convenció de no hacerlo. Habría tiempo en el futuro para escribir un libro, me dijo, pero el año Nieman se da una sola vez en la vida, aprovéchalo.
Así lo hice, pero logré regresar a Harvard dos años después, para, esta vez sí, escribir el libro. Fue la mejor elección, en parte por la universidad, pero sobre todo porque frente al implacable Howard Simons, lo último que uno podía permitirse era flojear, flaquear o siquiera soñar en sufrir un bloqueo literario. Un diálogo de 1988: “El otro día una persona me preguntó sobre tu libro y sobre cuándo lo vas a terminar. ¿y sabes qué le dije?”. “No”. “Que nunca”. “¿Nunca? Ya verás”. Meses después, cuando supo que el libro ya estaba terminándose, Howard no disimuló su alegría de ver lo bien que había funcionado el viejo sistema de aguijoneo y provocación para acrecentar la productividad.
Esa fue una entre muchísimas otras actividades de Howard, pero entonces ya sabía que se estaba muriendo. Le tomó un tiempo decírnoslo, a sus fellows, y cuando lo hizo utilizó la misma ironía que en él era tan frecuente como la respiración. Me despedí en la víspera del día que dejó Cambridge para ir a morir en Florida. Fue una de las pocas veces que no hizo chistes ni invitó a esgrimas verbales. Nada solemne, sin embargo, muy sereno y tranquilo, preocupado solamente por los peligros que, ahora que se iba, podían correr aquellos de sus fellows a quienes les tocaba vivir circunstancias amenazantes.
Mi clase, la de 1986, es una de las que tiene representación más numerosa en este aniversario. Uno de los nuestros, Roberto Eisenmann, de Panamá, relata cómo la intervención de Howard, en uno de los momentos más duros de su confrontación con el tirano Noriega, llevó a un cambio casi cómico (aunque temporal) en la actitud de este, del acoso hostil a la supuesta protección.
Nos hemos reunido aparte y estamos todos muy contentos de vernos. Pero después de 27 años es inevitable que algunas consideraciones geriátricas se infiltren en nuestras percepciones. Algunos se han jubilado, otros han dejado el periodismo, expulsados de una profesión en crisis. Pero hay quienes regresan a ella. Roberto Eisenmann, por ejemplo, se quiso jubilar, pero un gobierno corrupto lo trae de nuevo al gran diario, La Prensa, que fundó cuando apenas era padre y que ahora, ya bisabuelo, lo devuelve, aguerrido y corajudo, a la lucha periodística.
Podrá el tiempo, en algunos casos, ser el caricaturista o espejo de feria de quienes fuimos. Pero en todos los congregados nos despierta, con nostalgia, la bella memoria de lo que fue. Y en varios de nosotros la consciencia de que la pasión de entonces por lo que es el periodismo, arde hoy igual de fuerte, y hasta más pareja; y que ese año Nieman, que cambió nuestras vidas, quizá haya servido luego para mejorar las de otros.
Aunque dado que sabemos cómo reaccionaría Howard Simons ante la autocomplacencia, lo mejor es actuar como si no hubiéramos logrado nada y trabajar como si estuviéramos en el primer día de nuestro primer empleo♦