Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2304 de la revista ‘Caretas’.
Hace unos días un periodista joven me pidió una carta de recomendación para postular a un seminario en el extranjero cuyo contenido era, sin duda, muy útil profesionalmente.
Como el periodista al que me refiero es talentoso, y lo motiva un empeño constante por mejorar en su trabajo, me puse a redactar la carta. Toda buena carta de recomendación debe escribirse –si se quiere ser eficaz– con la mayor sinceridad posible. Por eso suele ser difícil. Hay quienes las convierten en un ejercicio diplomático con tantas vueltas, curvas, volutas y requiebres que las palabras pierden su significado. Terminan siendo inútiles y yermas o, lo que es peor, perversas, insinuando una equívoca criptografía en el mensaje.
Así que, si uno la hace, hay que escribirla, como está dicho, con la sinceridad que la hace eficaz. Claro está que los resultados de la eficacia no son siempre los esperados, pero así son los azares de las candidaturas, ¿verdad?
En este caso, el periodista recomendado tenía una característica insoslayable en su labor: trabaja para un noticiero de televisión de señal abierta.
Había, por supuesto, que incluir ese detalle. Así que escribí que el periodista era, ya lo sabemos, joven y talentoso. Eso funciona; lo contrario, no. Escribir que alguien es viejo y talentoso es como darle el beso de la muerte a su candidatura. Es injusto, ya lo sé, pero así es. Cuando dices talentoso, dices promesa; ¿y por qué un viejo no puede ser una promesa? Con el paso de los años el tema se me hace cada vez más caro, pero seguir con él sería perderse en una digresión, así que aquí lo dejo.
Seguí escribiendo sobre las muy recomendables cualidades profesionales y personales del periodista y mencioné los reconocimientos que ya había logrado. Pero añadí que un punto especial de consideración para el jurado debería ser que ese periodista trataba de realizar un trabajo honesto y de calidad en una de las compañías de televisión de señal abierta, lo cual era terriblemente difícil porque los principios periodísticos de estas compañías televisivas (específicamente las de señal abierta) son profundamente corruptos. Un trabajo comparable, dije, sería el de un nutricionista que se esfuerza en preparar y distribuir alimentación saludable dentro de una desenfrenada corporación de comida chatarra. Algunos de los productores de esas estaciones, y sus dueños por supuesto, harían que Rupert Murdoch pareciera, en comparación, la Madre Teresa del periodismo.
Es digno de apoyo tratar de hacer buen periodismo, seguí, en medio de una caterva de colegas hiperventilados e hipoeducados ocupados en exprimir hasta la última gota de morbo de la diaria cosecha de sangre, barro, vísceras, llanto y miserias que produce la ciudad, sin ninguna otra noción de contexto o respeto que no sea la del rating.
Le envié la recomendación al recomendado y su respuesta fue muy interesante. “Comparto mucho de lo que comentas” escribió. “Esa es una discusión que he tenido con jefes y directores durante años, y la mayoría son conscientes de ello. Lamentablemente, cada vez que nos hemos propuesto prescindir del morbo para enriquecer los contenidos, hemos perdido audiencia. Suena a la excusa de siempre, pero no hay un broadcaster en la televisión abierta que aguante ir a pérdida durante el tiempo que le demore a los televidentes valorar con su sintonía el esfuerzo del buen periodismo. Hoy, el gran director de prensa de la televisión peruana es el control remoto”.
La cita es larga, pero se justifica hacerla. Se trata, como ven, del discurso de una persona inteligente sobre la necesidad de hacer las paces, mediante una capitulación razonada, con las realidades menos agradables de la vida.
Cuando leemos la intervención famosa de Gabriel García Márquez en la asamblea de la SIP en 1996, en la que describió al periodismo escrito como “el mejor oficio del mundo”, vemos lo que requería lograr ser artesano (aprendiz, oficial o maestro) en el oficio sin par.
Había que tener una avidez sin saciedad posible por aprender, leer y leer. Ello suponía ser un autodidacta perpetuo y sin pausa y suponía también tener y usar los tres recursos indispensables del oficio: la libreta de notas (es decir, la memoria en notas organizadas, la biblioteca de la vida intensa), un “par de oídos… para oír lo que nos decían” y “una ética a toda prueba”.
«La lealtad fundamental de todo periodista no es con el dueño del medio, ni con su director, sino con el derecho de la gente a la información de calidad».
García Márquez no lo dijo en esa ocasión, pero tanto él como los grandes periodistas que nos enseñaron la nobleza esencial de nuestro oficio tuvieron siempre claro que nuestro mayor deber, nuestra misión fundamental es llevarle a la gente la verdad de los hechos de importancia para sus vidas y su libertad. Porque la información de calidad es la base de todo poder, de manera que cumplir nuestra misión significa lograr ciudadanos capaces, bien informados, con el poder de fiscalizar acertadamente a quienes han delegado el manejo de sus bienes y destino colectivos. Por eso, la lealtad fundamental de todo periodista no es con el dueño del medio, ni con su director, sino con la gente y su derecho a la información de calidad.
Pero si un periodista se convierte en un instrumento de marketing (o en el plumario de quien le paga), y practica el periodismo chatarra (por llamarlo caritativamente) porque, supuestamente eso es lo que quiere la gente. Y si participa en los cotidianos operativos de condicionamiento conductual de la teleaudiencia, dándoles cada vez más morbo y mierda, y convirtiendo eso en un supuesto disfrute no solo vacío sino crecientemente humillante (porque ya quiero ver el día en el que se haga una cobertura siquiera parecida en lo impúdicamente morbosa sobre cualquier azar o desgracia que le caiga a la pareja o los padres o los hijos de los dueños o avisadores de los medios); y si luego de hacer ese condicionamiento bajo los mejores preceptos de la escuela L. Bozzo, de sonar y sonar la campana para que salive el perro pavloviano, convertimos la campana en un control remoto, ¿diremos que el perro se hizo cargo de su destino?, ¿diremos que la gente se hizo directora y dueña del medio en lugar de lo que es, víctima de los grupos cínicos e hipócritas que los condicionan para manejar contenidos y avisaje? ¿Y nosotros, periodistas, nos prestamos a ser parte de eso?
¿Recuerdan quién fue el que terminó su memorable discurso de renuncia al trabajo en el periódico al que dio nombre y fama, diciendo que “… no puedo ser el único a quien asquea el pensamiento de lo que hoy se presenta como noticia”? ¿No? Fue Clark Kent. Y aunque los periodistas no tenemos todos sus poderes, hay muchos que se cultivan y crecen cuando uno mantiene la capacidad de indignarse junto con la de reportear.