Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2313 de la revista ‘Caretas’.
México, D.F. .- A veces una anécdota ilustra mejor que toda una exposición.
Ernesto Martínez es un periodista de Culiacán, en Sinaloa. Trabaja en el diario Noroeste cubriendo la crónica roja.
Lo ha hecho por cinco años, de los quince que lleva en el medio, donde ingresó, como cuenta, “apenas con pura primaria”. Ahora, Martínez está a punto de lograr la licenciatura en Historia, otro paso en un propósito permanente de superación para, como dice, “dignificar la profesión”.
En su diario, los periodistas de policiales deben turnarse para hacer jornadas extras, a fin de recoger la cosecha luctuosa de la violencia local. Hubo un tiempo en el que el diario les pagaba horas extras por ese turno adicional a su trabajo. Luego, les indicaron que, como el periódico se mantiene solo “del tiraje y la publicidad”, ya no les iban a pagar horas extras sino la retribución de un turno normal.
Poco después, les dijeron que la crisis seguía y que ya no les iban a poder pagar el turno adicional.
A partir de ese momento, les iban a pagar por muerto.
Hasta que pusieron a Martínez y sus colegas en ese régimen de destajo por cadáver, el pago por turno extra era de 300 pesos (un dólar se cambia por alrededor de 12 pesos).
Con el nuevo régimen, cada periodista pasó a ganar 150 pesos por muerto reportado.
A más muertos, más ingreso.
El problema, anota Martínez, es que la violencia ha declinado últimamente en Sinaloa. “Ahora llevo cuatro turnos extras sin muertos y por tanto no he ganado nada”.
¿Y qué pasa si se produce una matanza?
Si hay una racha de muertos, dice Martínez, probablemente “me van a pagar de nuevo por turno extra”.
Entre las depravaciones de la misión informativa, he visto pocas que superen a esa.
Martínez fue uno de los 140 periodistas de casi todos los Estados mexicanos que asistieron a un encuentro en el Distrito Federal cuyo título: “Rompiendo el silencio” se ve paradójico, pero fue preciso.
El objetivo declarado de la conferencia fue hablar sobre periodismo de investigación y las exigencias y desafíos que comporta. Y aunque se discutió con amplitud sobre el tema, la deliberación principal fue sobre cómo romper el silencio sin ser silenciados para siempre.
Aunque hay alguna diferencia de criterio en el conteo, el consenso es que desde 2005 a la fecha, unos 80 periodistas han sido asesinados en México y por lo menos otros 14 han desaparecido, mientras que 31 han tenido que exiliarse para salvar la vida.
Lo peor es que matar a los periodistas no tuvo costo. La impunidad de los asesinos, tanto de quienes ejecutaron la muerte como de los que la ordenaron ha sido virtualmente total.
Casi todos los periodistas han sido asesinados por las corporaciones de crimen organizado, que en áreas alarmantemente grandes del territorio mexicano son el gobierno de facto sobre los habitantes que parasitan y depredan.
El resultado, en muchos Estados, ha sido un silencio casi total en la cobertura del periodismo sobre el crimen que los oprime. Si uno se informara solo por los medios en los Estados avasallados por el crimen organizado, pensaría por un momento que ni Shangri La es más pacífico, antes de entrever la muda semántica del miedo.
Mike O’Connor es un periodista curtido por una larga experiencia en la cobertura de conflictos armados. Reportó sobre las guerras de El Salvador y Nicaragua a comienzos de los años 80 del siglo pasado, para la CBS, NPR y New York Times. Luego cubrió las guerras que desintegraron Yugoslavia y los conflictos en Palestina e Israel. Desde 2009 es el representante en México del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ).
«En parte importante de México, el crimen organizado se ha convertido en un contragobierno oscuro, que el miedo y la corrupción no permiten describir y menos identificar».
¿Qué cobertura es más peligrosa – le pregunto– la de esas guerras y conflictos, o la del crimen organizado en México?
“No se compara”, dice O’Connor. En la corresponsalía de guerra “te matan porque cometiste un error o tuviste mala suerte en un combate. En México te buscan en tu casa”.
¿Cuál ha sido el efecto? “En cuanto al flujo de información vital al público, la situación [en México] es mucho peor. Han logrado apagar la luz”.
O’Connor examina someramente el escenario: Tamaulipas, quizá el peor; Veracruz, Michoacán, Zacatecas, Sinaloa, Sonora, Coahuila, partes de Nuevo León, de Jalisco, de Quintana Roo: para la prensa, el patrón es igual: “no se puede cubrir la nota del crimen organizado”. Porque este es, en los hechos, el que domina y manda.
El crimen organizado es más que el narcotráfico. Es la ilegalidad brutal y depredadora que en gran parte de la geografía mencionada se ha convertido en un contragobierno oscuro, que el miedo y la corrupción no permiten describir y menos identificar.
“Para mí son los cabrones que andan armados en las camionetas y mandan y te dicen qué tiene que hacer el ciudadano”, dice O’Connor, cuyo relato de historias sobre el terrible silencio de los medios es tan impresionante como el del periódico que paga a sus periodistas por reportaje de cadáveres al destajo.
Lo extremo del ejemplo, sin embargo, revela la actitud de muchos medios mexicanos hacia los periodistas que trabajan en ellos. Indiferencia y, sobre todo, abandono.
“Ahora, matar a un periodista es fácil. Cualquier idiota lo hace y no pasa nada” dice O’Connor, “hay que hacer real la lucha contra la impunidad”.
Si los medios no lo hicieron ni lo hacen, un movimiento creciente de periodistas se organiza para luchar contra la impunidad. El encuentro, “Rompiendo el silencio” en el que participé, fue organizado por un grupo de periodistas todavía jóvenes pero ya largamente experimentados en la cobertura de la criminalidad organizada y en la solidaridad con sus colegas.
“Periodistas de a pie” se creó hace algunos años en el empeño de combatir “con investigación, datos, análisis y testimonios el anonimato oficial de las víctimas”. Marcela Turati, Daniela Pastrana, Elia Baltazar son algunos de los nombres más conocidos (y galardonados) entre sus fundadores, que ahora convocan a sus 140 colegas de todo México. No solo ellas. Periodistas independientes, como Anabel Hernández, la autora de “Los señores del narco” participó en la organización del evento, financiado por la fundación holandesa Free Press Unlimited.
En los cuatro intensos días del encuentro, con el trasfondo del hotel bordeado por manifestantes que cercaban el Senado mexicano para impedir la privatización de Pemex, hablamos dos extranjeros: el magistral Javier Darío Restrepo, sobre “Ética y periodismo en zonas de conflicto”; y yo, sobre periodismo de investigación.
En el ver y escuchar los dilemas y experiencias de varios de los 150 periodistas (me impresionaron particularmente las exposiciones de Luz Sosa, del Diario de Juárez; y la de Rosario Mosso, de Zeta de Tijuana), respondido por el compromiso intenso de los sobresalientes periodistas que organizaron el evento, emergió claro lo siguiente:
Que si los medios mexicanos (salvo algunas excepciones) le fallaron a su misión, a sus periodistas y a su país en revelar a la sociedad el peligro que enfrenta y en emplazar al Estado a que funcione como tal; los periodistas mexicanos ‘honrados de a pie’, unieron fuerzas para no permitir que la luz siga apagada e impedir que la tiranía del miedo sofoque la libertad.
Al finalizar el evento, Elia Baltazar pidió no olvidar a los 80 periodistas asesinados y aplaudir su recuerdo. El larguísimo aplauso resonó como si a la centena y media de asistentes se hubieran sumado otros 80 pares de manos proclamando que por oscuro que sea el presente, la voluntad conjunta, si persiste, finalmente prevalecerá♦