Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2322 de la revista ‘Caretas’.
Poco antes de entregarse a las autoridades del régimen de Nicolás Maduro, uno de los dos líderes centrales de la oposición democrática venezolana, Leopoldo López, expresó su estrategia en medio de la arenga.
“Nosotros juntos tenemos que estar claros que tenemos que construir una salida” clamó López ante los manifestantes, “… esta salida, hermanas y hermanos, tiene que ser pacífica, en el marco de la Constitución, pero también tiene que ser en la calle”.
La estrategia de la no-violencia ha probado reiteradamente su eficacia, aunque no su infalibilidad. Su fuerza radica fundamentalmente en dos armas (utilizo intencionalmente esta palabra) aparentemente contradictorias pero realmente complementarias: la superioridad moral y la vulnerabilidad física.
Frente a gobiernos tiránicos, corruptos o ambas cosas a la vez, que cuentan con casi todos los instrumentos y recursos de la fuerza y la emplean sin pensarlo mucho, la decisión crucial de quienes los enfrentan es qué modo de lucha utilizar en forma exclusiva o preferente.
¿Estrategias de insurrección que se decidirá por la vía de las armas o de protesta que se expresará por la resistencia desarmada? ¿Mao o Gandhi? ¿Lenin o Tolstoy? Hoy, la disyuntiva parece claramente resuelta, pero no lo fue en absoluto durante los años decisivos del siglo XX, cuando el destino de continentes enteros dependía de elegir la mejor estrategia y aplicarla con talento, coherencia y perseverancia.
Mientras Gandhi marchaba en la India, ofreciendo la sencilla indefensión de su cuerpo y la evidente justicia de su causa como un mensaje carismático y movilizador; Mao recuperaba al partido Comunista chino de su casi aniquilación por Chang Kai-shek, y lo llevaba, a través de una épica sucesión de campañas y combates, a la conquista del poder en toda China por medio de la inapelable victoria militar.
Al final del siglo, luego de muchos avances y más desvíos y retrocesos, la estrategia de la no violencia se hizo predominante, sobre todo al lograr el cambio de régimen en las naciones del llamado ’socialismo real’ cuya partida de nacimiento, lustros atrás, había sido a través de la fuerza y la violencia.
Aunque hay democracias que nacieron luego de la guerra y de una revolución armada (la república de Irlanda, por ejemplo), hoy sería poco probable que una revolución genuinamente democrática buscara triunfar y prevalecer a través de una insurrección armada. Hace poco, los conmovidos homenajes a Nelson Mandela se centraron casi exclusivamente en su magnífica fuerza moral y en su papel de unificador pacífico de la nación pos conflicto, pero recordaron poco su cercana relación con la resistencia armada contra el Apartheid.
Así que ahora hay pocas dudas. El cambio de gobierno de un régimen autoritario a otro democrático debe ser a través de las estrategias no violentas de una revolución pacífica.
Y ese es el camino que tiene la oposición democrática en Venezuela ante un régimen torpe, corrupto y poco hábil, pero dispuesto a resistir y que cuenta, además, con una todavía importante base social.
«La estrategia de la no-violencia ha probado reiteradamente su eficacia, aunque no su infalibilidad».
En un escenario así, la lucha no violenta será probablemente difícil, penosa y a veces desbordada, otras acompañada, por la violencia.
De la resistencia pasiva y la acción directa no violenta a la indignación movilizada de multitudes –que suele ser la etapa final de la lucha– el camino es muy difícil para los dirigentes y los cuadros intermedios. Uno no elude el arresto sino lo enfrenta –como lo acaba de hacer Leopoldo López–; uno arrostra y padece la fuerza superior del otro pero lo desacata moralmente en todo momento, lo desafía y desconoce su autoridad mientras aguanta con entereza la represión del tirano. Eso puede significar prisión rigurosa, tortura, quizá muerte; y la eficacia de la estrategia aplicada consiste en transformar ese sufrimiento en indignación colectiva, repudio internacional y ambos en una movilización creciente.
Hace pocos días, Humberto Ortiz describió en un artículo los paralelos entre la resistencia al fujimorato el año dos mil en Lima, con la situación actual en Venezuela.
Es cierto que hay muchos paralelos y aspectos comunes en ambas luchas, aunque hay también algunas diferencias significativas. El peso específico de Estados Unidos, por ejemplo, más importante en el Perú del dos mil que en Venezuela hoy; y el hecho de que la lucha contra el fujimorato pudo concentrarse y focalizarse en una batalla: la lucha contra la re-reelección y el masivo tinglado de abuso, fraude y manipulación que lo acompañó. Eso concentró energías en un período relativamente corto, en el que el entusiasmo no se desgastó por la fatiga.
En general, las mejores campañas finales contra una tiranía son anaeróbicas: cortas, intensas, enérgicas y emocionadas. Cuando no se han calculado bien y fallan, hay que pasar a las campañas aeróbicas, que requieren resistencia, imaginación, creatividad y, sobre todo, un inmenso coraje, que transforma el atropello sufrido, el abuso enfrentado, en indignación creciente.
¿Qué aspectos de la lucha de entonces pueden ser útiles a los venezolanos ahora? Hay muchos, pero me parece que sobre todo los siguientes:
• Hasta empezada la campaña por la segunda vuelta el año dos mil, la correlación de fuerzas era abrumadoramente favorable al gobierno de Fujimori-Montesinos. La sola idea de enfrentarlos, no se diga de la posibilidad de derrotarlos, parecía quijotesca, alucinadamente imposible. Recuerdo uno de esos mensajes que iban y venían de un lado al otro. En este caso fue uno del SIN: “Acepten la realidad. Ustedes están volando un Cessna, pero nosotros ya hemos despegado en el Concorde”. Fue una fanfarronada poco feliz; pobre Concorde.
• En semanas las cosas se voltearon. ¿Cuándo me di cuenta que teníamos una posibilidad real de vencer? Cuando ganamos las calles y las plazas, especialmente luego que Fujimori fuera corrido por contramanifestaciones masivas en Chimbote, Ayacucho y, sobre todo, Arequipa. Cuando Toledo podía convocar un mitin a cualquier hora y llenar una plaza dos horas después o lograr que los manifestantes de un puerto lo esperen hasta las tres de la mañana para escucharlo como se escucha la buena nueva de la libertad. (¡Qué pena, de paso pero qué pena que toda esa esperanza se haya defraudado!).
En la Marcha de los Cuatro Suyos el régimen fujimorista ya no tenía otra base social movilizada que no fuera la represiva, la burocracia y el empresariado cómplice. La calle fue nuestra. Y un día después, cuando la corrupta cúpula militar tuvo miedo de desfilar y constriñó la Parada de Fiestas Patrias al interior del Pentagonito, tuve la certeza de que, si no se cometía un error terrible, el desenlace no iba a tardar. Y no tardó.
También en Venezuela, hay que ganar la calle para vencer. Quizá sea muy difícil, quizá el momento esté más cercano de lo que parece. Pero no se debe ganarla convirtiéndola en un campo de batalla, sino por una continua superioridad moral, de decisión, convicción y valentía.
Ojalá, venezolanos, que los Cuatro Suyos marchen pronto por las calles de Caracas. Ojalá que conquisten una libertad que les mantenga el orgullo por el resto de sus vidas y que no sea marchitado, como aquí, por la precariedad y el desengaño♦